San Alfonso María Ligorio
San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia
Memoria de san Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia, que refulgió por su celo por las almas y por sus escritos, su palabra y su ejemplo. A fin de promover la vida cristiana en el pueblo, trabajó infatigablemente predicando y escribiendo, especialmente sobre teología moral, disciplina en la que es considerado maestro, y tras muchos obstáculos, fundó la Congregación del Santísimo Redentor, para evangelizar a la gente falta de formación. Elegido obispo de Sant'Agata dei Goti, se entregó de modo excepcional a este ministerio, que tuvo que dejar quince años después aquejado por graves enfermedades, y pasó el resto de su vida en Nocera dei Pagani, en Campania, entre grandes sacrificios y dificultades.
San Alfonso nació cerca de Nápoles en 1696. Sus padres eran don José de Liguori, capitán de las galeras del rey, y Doña Ana Cavalieri. Ambos esposos eran tan distinguidos como virtuosos. El santo recibió en el bautismo los nombres de Alfonso María Antonio Juan Francisco Cosme Damián Miguel Gasllar; pero prefería que le llamasen simplemente Alfonso María. El padre de Alfonso, deseaba que su primogénito recibiese una educación muy esmerada y le nombró tutores desde muy niño. Empezó a estudiar jurisprudencia a los trece años y a los dieciséis, por privilegio especial, pudo presentar en la Universidad de Nápoles el examen de doctorado en derecho civil y canónico y obtuvo el título por aclamación. Una leyenda afirma que Alfonso no perdió un solo caso en los ocho años que ejerció la abogacía. En 1717, Don José arregló el matrimonio para su hijo, pero la boda no llegó a celebrarse. Alfonso siguió trabajando como hasta entonces. Durante un par de años, el joven se resfrió un tanto en su vida religiosa y concibió cierto gusto por la vida social, aunque conservó siempre el propósito de no cometer un solo pecado mortal. Alfonso era muy afecto a oír música en el teatro, pero además se presentaban ahí otros espectáculos indecorosos. Para evitarlos, como Alfonso era muy miope, le bastaba quitarse los anteojos cuando se levantaba el telón, oír la buena música y no ver el mal espectáculo. En la cuaresma de 1722 hizo un retiro en el convento de los lazaristas; ello y la recepción del sacramento de la confirmación en el otoño del mismo año, reavivaron su fervor, de suerte que, en la cuaresma del año siguiente, el joven hizo voto de virginidad y de abandonar el ejercicio de su profesión en cuanto comprendiese que Dios se lo pedía. Pocos meses más tarde, Dios manifestó claramente su voluntad.
Cierto noble napolitano había puesto pleito al gran duque de Toscana para obtener la posesión de una propiedad valuada en una suma altísima. Una de las partes contendientes, probablemente el noble napolitano, solicitó los servicios de Alfonso, y el discurso que éste pronunció en favor de su cliente, impresionó mucho a la corte. Pero cuando Alfonso terminó de hablar, eI abogado de su adversario se contentó con decirle: «Todo vuestro discurso ha ido inútil, porque no habéis mencionado el punto del que depende esencialmente la solución del caso». Alfonso le pidió la prueba de ello, y el abogado le tendió un documento que Alfonso había leído varias veces, pero sin caer en la cuenta del sentido del párrafo subrayado. La cuestión que se trataba de aclarar era si la propiedad estaba sujeta a la ley de Lombardía o a las capitulares de Anjou. Ahora bien, el párrafo mencionado por el abogado del adversario resolvía la cuestión contra el cliente de Alfonso. Este guardó silencio un momento y después declaró: «Me he equivocado. Tenéis razón y habéis ganado la causa». Dicho esto, abandonó la sala. A pesar de la indignación de su padre, Alfonso se negó a seguir en el ejercicio de su profesión y a contraer matrimonio. En dos ocasiones, mientras visitaba a los enfermos del hospital de incurables, oyó una voz que le decía: «Abandona el mundo y entrégate a Mí». Alfonso se dirigió entonces a la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia, puso su espada sobre el altar y pidió ser admitido en el oratorio. Don José hizo lo imposible por disuadir a su hijo, pero al fin, viéndole tan decidido, le dio permiso de que recibiese la ordenación sacerdotal, a condición de que abandonase el oratorio y fuese a vivir a su casa. Siguiendo el consejo del P. Pagano, su director de conciencia, que era oratoriano, Alfonso aceptó la condición.
Después de hacer los estudios sacerdotales en su casa, fue ordenado en 1726. Pasó los dos años siguientes en trabajos de misión en el reino de Nápoles, donde dejó huella. En los comienzos del siglo XVIII, se exageró en el púlpito la tendencia renacentista a la oratoria ampulosa y florida y, en el confesionario, el rigorismo jansenista. El padre Alfonso se rebeló contra ambas tenciencias. Predicaba con tal sencillez, que alguien observó: «Es un placer escuchar vuestros sermones, porque os olvidáis de vos para predicar a Jesucristo». El santo decía más tarde a sus misioneros: «Emplead un estilo sencillo, pero trabajad a fondo vuestros sermones. Un sermón sin lógica resulta disperso y falto de gusto. Un sermón pomposo no llega a la masa. Por mi parte, puedo deciros que jamás he predicado un sermón que no pudiese entender la mujer más sencilla». El santo trataba a sus penitentes como almas que era necesario salvar y no como criminales que había que castigar para que volviesen al buen camino. Se dice que jamás rehusó la absolución a un penitente. Naturalmente, los métodos del padre Alfonso no agradaban a todos y no faltaba quien los mirase con suspicacia. El santo organizó en grupos a los «lazzaroni» de Nápoles para enseñarles la doctrina cristiana y la práctica de la virtud. En una ocasión, Alfonso reprendió a uno de los miembros porque ayunaba exageradamente, y a otro le dijo: «Dios quiere que comamos para vivir. Por consiguiente, cuando haya buena carne, comedla tranquilamente, pues os hará mucho bien». Los enemigos del santo se encargaron de desvirtuar esas palabras y transformar su sentido, afirmando que Alfonso se dedicaba a organizar la secta «de la buena carne» y que ello olía a epicureísmo, quietismo y otras herejías. Las autoridades civiles y eclesiásticas intervinieron en el asunto, arrestaron a algunas personas y obligaron a san Alfonso a explicarse. El arzobispo, después de oírle, le aconsejó únicamente que fuese más prudente: pero la secta «de la buena carne» siguió existiendo y se transformó, con el tiempo, en la gran Cofradía de las Capillas; sus miembros, que pertenecían a las clases trabajadoras, se reunían diariamente para orar en común y recibir instrucción en las capillas de la cofradía.
En 1729, a los treinta y tres años de edad, San Alfonso abandonó la casa paterna y pasó a ejercer el cargo de capellán en un seminario en que se preparaban los misioneros destinados a China. Ahí conoció a Tomás Falcoia, con el que pronto trabó amistad. Tomás era un sacerdote de la edad de Alfonso, que había consagrado su vida a fundar un instituto, según una visión que tuvo en Roma. Pero hasta entonces, sólo había conseguido establecer un convento de religiosas en Scala, cerca de Amalfi, donde las religiosas se regían por las reglas de las visitandinas. Una de ellas, llamada María Celeste, comunicó al P. Falcoia que había tenido una revelación de las reglas que debían gobernar a la congregación, y el joven sacerdote quedó muy impresionado al ver que dichas reglas coincidían exactamente con las que le habían sido reveladas a él. San Alfonso empezó a interesarse en el asunto en 1730. Por la misma época, el P. Falcoia fue elegido obispo de Castellamare, lo que le permitió entrar de nuevo en contacto con las religiosas de Scala. Uno de los primeros actos de su episcopado fue invitar a Alfonso a predicar unos ejercicios a las religiosas. El hecho había de tener grandes consecuencias para todos.
San Alfonso predicó los ejercicios y aprovechó la ocasión para investigar, con la precisión de un abogado, el asunto de las visiones de María Celeste, hasta que llegó a la conclusión de que se trataba realmente de una revelación y no de una alucinación. Así pues, con la autorización del obispo de Scala y el consentimiento de las religiosas, les aconsejó que se atuviesen a las reglas de la revelación de María Celeste. El día de la Transfiguración de 1731, las religiosas vistieron el nuevo hábito, rojo y azul, y abrazaron la estricta clausura y la vida de penitencia. Tales fueron los comienzos de la Congregación de las Redentoristas, que todavía existen en algunos países. San Alfonso se había encargado de explicar y comentar los puntos oscuros de la regla. Mons. Falcoia le propuso entonces que fundase una congregación de misioneros que se dedicasen a trabajar entre los campesinos. El santo aceptó, a pesar de la violenta tempestad que suscitó la empresa. En 1732, se trasladó de Nápoles a Scala, después de haberse despedido, con detenimiento y tristeza, de su padre. En noviembre del mismo año, fundó la Congregación del Santísimo Redentor, cuya primera casa pertencía al convento de las religiosas. La ongregación contaba con nueve postulantes. San Alfonso era el superior inmediato, Mons. Falcoia tomó por su cuenta la dirección general. Pero casi nmediatamente surgieron dificultades, pues unos sostenían que san Alfonso era la suprema autoridad de la congregación y otros apoyaban la causa del obispo. En una palabra, la congregación se vio pronto dividida por el cisma. Por otra parte, María Celeste partió a Foggia a fundar un nuevo convento, de suerte que, al cabo de cinco meses, el santo se encontró sólo con un hermano coadjutor. Sin embargo, más tarde se presentaron otros candidatos, y san Alfonso estableció la sede de la congregación en una casa más grande. En 1733, los nuevos misioneros predicaron en Amalfi con gran éxito. En enero del año siguiente, fundó otra casa en Villa degli Schiavi y se dedicó a misionar ahí. San Alfonso es tan famoso como moralista, como escritor y como fundador de los Redentoristas que, con frecuencia, se olvida su brillante actuación como misionero popular. De 1726 a 1752, san Alfonso predicó con enorme éxito en todo el reino de Nápoles, particularmente en las regiones rurales. Su confesonario estaba siempre asediado y Alfonso convertía a los pecadores más endurecidos a la práctica de los sacramentos, reconciliaba a los enemigos y restablecía la paz en las familias. De san Alfonso heredaron us hijos la costumbre de volver a los pueblos misionados algunos meses después de las prédicas para confirmar y consolidar el trabajo.
Pero las dificultades de la nueva congregación apenas habían comenzado. En el año de la fundación de Villa degli Schiavi, España reconquistó el Reino de Nápoles. Carlos III, monarca absolutista si los hubo, ocupaba el trono, y su primer ministro, el marqués Bernardo Tanucci, iba a ser durante toda su vida el gran enemigo de los Redentoristas. En 1737, un sacerdote poco honorable divulgó falsos rumores sobre los ocupantes de la casa de Villa degli Schiavi; algunos hombres armados atacaron a la comunidad y san Alfonso juzgó prudente suprimir esa fundación. Al año siguiente, se vio obligado a suprimir también la casa de Scala. Por otra parte, el cardenanal Spinelli, arzobispo de Nápoles, encomendó al santo la organización de una gran misión en toda su arquidiócesis. San Alfonso la organizó y predicó durante dos años, hasta que la muerte de Mons. Falcoia le permitió volver a ocuparse de su congregación. En el capítulo que fue convocado, san Alfonso fue elegido superior general; el mismo capítulo general se encargó de redactar las constituciones. Los misioneros así reorganizados fundaron varias casas en los años siguiente, a pesar de la oposición de las autoridades españolas. El regalismo estaba a la orden del día, y el anticlericalismo implacable de Tanucci era una espada que amenazaba constantemente la vida de la nueva congregación. En 1748, san Alfonso publicó en Nápoles la primera edición de su «Teología Moral», en forma de comentario a la obra del P. Busenbaum, teólogo jesuita. La segunda edición, que fue propiamente la primera de la obra completa, apareció entre los años de 1753 y 1755. El Papa Benedicto XIV la aprobó y el éxito fue enorme, ya que san Alfonso trazaba con extraordinaria sabiduría el camino intermedio entre el rigorismo jansenista y el laxismo. Durante la vida del santo se publicaron siete ediciones más. Los jansenistas habían acabado por introducir en el pueblo la costumbre de comulgar muy de vez en cuando, con el pretexto de estar mejor preparados para recibir ese altísimo sacramento, y habían considerado la devoción a la Santísima Virgen como una superstición. San Alfonso atacó ambos errores y defendió sobre todo la devoción a Nuestra Señora, con la publicación de «Las Glorias de María» (1750).
A partir de 1743, fecha de la muerte de Mons. Falcoia, san Alfonso desplegó una actividad increíble para guiar a su Congregación a través de los más peligrosos escollos, en el intento de obtener para ella la autorización regia; ayudaba a las almas, predicaba misiones en Nápoles y en Sicilia y escribía libros. Lo extraordinario era que aún encontraba tiempo para pintar y componer himnos y piezas musicales. Un prelado de Nápoles resumió la opinión popular en las siguientes palabras: «Si yo fuese Papa, le canonizaría sin hacer ningún proceso». El P. Mazzini escribía: «Cumplió de un modo perfectísimo el precepto divino de amar a Dios sobre todas las cosas, con todo su corazón y con todas sus fuerzas. Ello es patente a todos y parlicularmente a mí, que pasé tantos años con él. El amor de Dios resplandecía en todos sus actos y palabras: en su manera de hablar de Dios, en su recogimiento, en la devoción con que oraba ante el Santísimo Sacramento y en su continuo ejercicio de la presencia divina». San Alfonso era estricto, pero a la vez tierno y compasivo. Como él mismo había sufrido de escrúpulos, sabía comprender a quienes los padecían. En el proceso de beatificación, el P. Cajone afirmó: «A mi modo de ver, su virtud característica era la pureza de intención. Trabajaba siempre y en todo, por Dios, olvidado de sí mismo. En cierta ocasión nos dijo: `Por la gracia de Dios, jamás he tenido que confesarme de haber obrado por pasión. Tal vez sea porque no soy capaz de ver a fondo en mi conciencia, pero, en todo caso, nunca me he descubierto ese pecado con claridad suficiente para tener que confesarlo.'» Esto es verdaderamente extraordinario, si se tiene en cuenta que san Alfonso era un napolitano de temperamento apasionado y violento, que podía haber sido fácilmente presa de la ira, del orgullo y de la precipitación.
A los sesenta y cinco años, san Alfonso fue nombrado por el papa Clemente XIII obispo de Santa Agata dei Goti, situada entre Benevento y Capua. El mensajero del Nuncio Apostólico se presentó en Nocera, saludó al santo con el título de Ilustrísimo Señor y le dio el documento en que se le anunciaba su nombramiento. San Alfonso, después de haberlo leído, lo devolvió con estas palabras: «Por favor, no volváis a llamarme Ilustrísimo Señor, porque eso me causaría la muerte». Pero el Papa no aceptó la renuncia, y el santo fue consagrado en la iglesia de la Minerva de Roma. Santa Agata era una diócesis pequeña. Tal vez era ésa su única cualidad. Había en ella 30.000 habitantes, diecisiete casas religiosas y cuatrocientos sacerdotes, de los que unos cuantos vivían confortablemente de las rentas de sus beneficios sin practicar los ministerios sacerdotales, y los otros no sólo eran negligentes, sino que positivamente vivían en el mal. Los fieles no eran mejores que sus pastores y la situación empeoraba de día en día. El nuevo obispo se estableció modestamente y organizó una gran misión. Para ello pidió ayuda a todas las congregaciones religiosas de Nápoles; la única que excluyó, con gran tacto y prudencia, fue la de los redentoristas. El santo sólo recomendó dos cosas a los misioneros: la sencillez en el púlpito y la caridad en el confesonario. Más tarde, dijo a un sacerdote que no seguía sus consejos: «Vuestro sermón me quitó el sueño toda la noche ... Si lo que queríais era predicaros a vos y no a Jesucristo, no valía la pena venir desde Nápoles a Ariola». San Alfonso emprendió también la reforma del seminario y de la manera negligente de conceder los beneficios eclesiásticos. Algunos sacerdotes celebraban la misa en menos de quince minutos. San Alfonso los suspendió «ipso facto», a no ser que se corrigiesen, y escribió un conmovedor tratado sobre ese punto: «En el altar el sacerdote representa a Jesucristo, como dice san Cipriano. Pero muchos sacerdotes actuales, al celebrar la misa, parecen más bien saltimbanquis que se ganan la vida en la plaza pública. Lo más lamentable es que aun los religiosos, y los religiosos de órdenes reformadas, celebran la misa con ial prisa y mutilando tanto los ritos, que los mismos paganos quedarían escandalizados ... Ver celebrar así el Santo Sacrificio es para perder la fe».
Algún tiempo después, se descargó sobre la diócesis de Santa Agata una terrible carestía, a la que siguió una epidemia de peste. San Alfonso había vaticinado esa calamidad desde hacía dos años, pero sin que nadie hiciese algo por evitarla. Las gentes morían de hambre por millares. El santo vendió cuanto tenía, desde su coche de mulas hasta su anillo pastoral, para comprar grano. La Santa Sede le dio permiso de emplear los fondos de la diócesis, y san Alfonso contrajo deudas a diestra y siniestra para socorrer a los necesitados. Cuando la chusma pidió que se condenase a muerte al alcalde de Santa Agata, a quien se acusaba injustamente de almacenar el grano, san Alfonso hizo frente a la multitud, ofreció su propia vida a cambio de la del alcalde y, finalmente, consiguió apaciguar al populacho adelantándole la ración de los dos días siguientes. El santo obispo se mostró particularmente enérgico en la reforma de la moralidad pública. Trataba siempre de proceder con bondad al principio, pero, cuando no obtenía promesas serias de enmienda o las gentes no las cumplían, no vacilaba en recurrir a medidas más vigorosas y aun en solicitar la ayuda de las autoridades civiles. Naturalmente, eso le creó numerosos enemigos; más de una vez los personajes de alcurnia y las gentes contra las que el santo había instruido procesos, le amenazaron con matarle. Probablemente los tribunales exageraron algún tanto la costumbre de imponer el destierro a los pecadores públicos y privados que no se enmendaban, y seguramente que los obispos de las diócesis circundantes no encontraban gran consuelo en la opinión del obispo de Santa Agata, quien decía: «Cada obispo está obligado a velar por su propia diócesis. Cuando los que infringen la ley se vean en desgracia, arrojados de todas partes, sin techo y sin medios de subsistencia, entrarán en razón y abandonarán su vida de pecado».
En junio de 1767 san Alfonso sufrió un terrible ataque de reumatismo. La enfermedad se complicó rápidamente, de suerte que el santo recibió los últimos sacramentos, y la diócesis empezó a preparar sus funerales. Sin embargo, después de doce meses de enfermedad, Alfonso salió del peligro, aunque quedó para siempre con el cuello torcido, como lo muestran varias pinturas. Al principio tenía el cuello tan doblado, que la presión del mentón le abrió una llaga en el pecho y no podía celebrar la misa; gracias a la intervención de los cirujanos pudo levantar un tanto la cabeza, pero aun entonces el santo tenía que sentarse para comulgar. Además de los ataques lanzados contra su teología moral, san Alfonso tuvo que hacer frente a los que sostenían que la Congregación de los Redentoristas era simplemente una continuación de la Compañía de Jesús (que había sido suprimida en los dominios españoles en 1767). El proceso comenzó en 1770; trece años después, los tribunales dieron la razón a san Alfonso. Clemente XIV murió el 22 de septiembre de 1774. Al año siguiente san Alfonso pidió a Pío VI que le permitiese renunciar al gobierno de su sede. Aunque Clemente XIII y Clemente XIV habían negado al santo ese permiso, Pío VI, teniendo en cuenta los efectos de la fiebre reumática, se lo concedió finalmente. San Alfonso se retiró entonces a la casa de los redentoristas en Nocera, con la esperanza de acabar tranquilamente sus días.
Pero Dios lo dispuso de otro modo. En 1777 las redentoristas fueron atacados de nuevo; san Alfonso decidió entonces hacer otro esfuerzo por conseguir la aprobación real de la congregación, que contaba ya con cuatro casas en los Estados Pontificios, además de las cuatro casas de Nápoles y Sicilia. Lo que sucedió fue una verdadera tragedia. De acuerdo con el consejo de Mons. Testa, capellán del rey, san Alfonso había suprimido las cláusulas referentes a la propiedad en común. Por su parte, Mons. Testa se había comprometido a presentar al rey el texto exacto de la solicitud de san Alfonso. Pero Mons. Testa, en vez de cumplir su palabra, alteró las constituciones en varios puntos vitales y aun suprimió los votos de religión de los miembros de la congregación. Después de ganar a su causa a uno de los consejeros de la congregación, el P. Majone, Mons. Testa presentó el nuevo texto a san Alfonso, pero escrito con letra muy pequeña y con muchas tachaduras. El santo, que estaba ya muy viejo, sordo y medio ciego, firmó el documento después de leer las primeras líneas, que conocía de memoria.
Aun el mismo vicario general de San Alfonso, el P. Andrés Villani, parece haber participado en la conspiración, probablemente por miedo. El rey aprobó íntegramente el documento, que por el mismo hecho adquirió fuerza de ley. Cuando se leyeron a los redentoristas las nuevas constituciones, estalló la tempestad. Los miembros de la congregación dijeron al santo: «Habéis destruido la congregación que habíais fundado». San Alfonso dijo al P. Villani: «Jamás imaginé que podríais traicionarme en esa forma» y se reprochó su propia debilidad y negligencia: «Yo hubiese debido leer el documento; pero bien sabéis cuán difícil me es leer aun unas cuantas líneas». Negarse a aceptar las constituciones aprobadas por el rey equivalía a la supresión de la congregación; aceptarlas, acarreaba forzosamente una sentencia de supresión por parte de la Santa Sede, que había aprobado las reglas en su forma original. San Alfonso llamó a todas las puertas para evitar la catástrofe, pero todo resultó en vano. El santo hubiese querido ir a consultar al Sumo Pontífice, pero no podía hacerlo, porque los redentoristas de los Estados Pontificios habían apelado ya al Papa contra las nuevas constituciones y se habían puesto bajo su protección. Pío VI les prohibió aceptar las constituciones aprobadas por el rey y suprimió la jurisdicción de san Alfonso sobre ellos; tomando provisionalmente a los redentoristas de los Estados Pontificios por los únicos redentoristas legítimos, Pío VI nombró superior general al padre Francisco de Paula. En 1781, los redentoristas de Nápoles aceptaron las constituciones, después de lograr que el rey las modificase ligeramente. Pero la Santa Sede, que juzgó inadmisibles dichas constituciones, hizo definitiva la supresión de la jurisdicción de san Alfonso, de suerte que el santo se vio excluido de la congregación que había fundado.
El santo llevó con increíble paciencia la humillación que le había infligido una autoridad que él amaba y respetaba tanto y vio la voluntad de Dios en aquella medida de la Santa Sede, que aparentemente ponía fin a todas las esperanzas que había acariciado. Pero Dios le reservaba una prueba todavía más dura. Entre los años de 1784 y 1785, el santo atravesó por un terrible período de «noche oscura del alma», durante el cual sufrió tentaciones contra todos los artículos de la fe, todas las virtudes y se vio abrumado por los escrúpulos, vanos temores y alucinaciones diabólicas. La tortura duró dieciocho meses, con algunos intervalos de luz y reposo. A ello siguió un período de éxtasis muy frecuentes, en el que las profecías y milagros sustituyeron a los escrúpulos y tentaciones. El santo murió apaciblemente en la noche del 31 de julio al 1 de agosto de 1787, dos meses antes de cumplir noventa y un años. Pío VI, el Pontífice que por error le había condenado, decretó en 1796 la introducción de la causa de beatificación de Alfonso María de Ligorio. La beatificación tuvo lugar en 1816 y la canonización en 1839. San Alfonso fue proclamado Doctor de la Iglesia en 1871. El santo había predicho que la Congregación de los Redentoristas había de extenderse y prosperar en los Estados Pontificios y que la reunión con las casas del reino de Nápoles se efectuaría poco después de su muerte. Sus profecías se cumplieron. En 1785, San Clemente Hofbauer fundó la primera casa de la congregación más allá de los Alpes y, en 1793, el gobierno de Nápoles reconoció las constituciones originales de los redentoristas y la unión se llevó a cabo.
La primera biografía importante de san Alfonso fue la que escribió su amigo e hijo espiritual, el P. Tannoia (3 vols., Nápoles, 1798-1802). En la obra del P. Castle hay una crítica muy pertinente de la obra del P. Tannoia (vol. II, pp. 904-905). Las biografías del cardenal Villecourt (1864) y del cardenal Capecelatro (1892) presentan pocos datos nuevos; en cambio, la biografía que escribió en alemán el P. K. Dilgskron (1887) se apoyaba en muchos documentos inéditos y corregía los errores de muchos de los anteriores biógrafos. Sin embargo, la biografía más completa es la que escribió en francés el P. Berthe (1900). SS Juan Pablo II escribió la carta apostólica Spiritus Domini en conmemoración, en 1989, del segundo aniversario de la muerte del santo.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Obispo y doctor (1696-1787). Casi todos los Santos traen un "mensaje" para la Iglesia y surgen cuando el pueblo de Dios los necesita. San Alfonso María de Ligorio ha legado a la Iglesia un mensaje que no pasa de moda y que siempre es de palpitante actualidad:
1) Profunda vida y sabia doctrina sobre la oración.
2) Devoción tierna y transformante a la Sagrada Eucaristía.
3) Filial devoción a la Virgen María. Mensajes todos estos prolongados hasta nosotros por dos conductos: Su vida y sus preciosas Obras, y por medio de sus hijos los Redentoristas que heredaron su espíritu. Perteneció a una familia noble napolitana. A los siete años ya lo ponen a estudiar las letras clásicas. A los doce se matricula en la universidad y a los dieciséis ya es investido con la toga de doctor en ambos Derechos. Estudia las lenguas modernas, esgrima, arte, música y pintura que después le servirá todo esto para su apostolado.
Su padre le había preparado un ventajoso y lujoso matrimonio, pero Alfonso abrazó el camino de seguimiento de Cristo en el sacerdocio. Se ordenó sacerdote en el año 1726. Aquel mismo día hizo este propósito: "La Iglesia me honra concediéndome este don, yo procuraré honrar a la Iglesia trabajando incansablemente por ella, con mi pureza, con mi santidad".
Se entregó a recorrer toda Italia predicando Misiones populares y escribiendo preciosos tratados sobre todos los temas que sabía interesaban al pueblo fiel: Moral, Catecismos, Sermones, Visitas al Santísimo, Tratados sobre la Virgen María. Las Glorias de María será su obra inmortal juntamente con sus tratados de Teología Moral en la que hasta ahora goza de una gran autoridad. El año 1732 funda la Congregación de los Redentoristas para que sigan su obra.
A sus 66 años el Papa Clemente XIII le obliga a aceptar ser obispo de Santa Águeda de los Godos. Es un padre y un Pastor maravilloso. No pierde un instante por formar a los demás y por santificarse él. El Padre bueno le llama a sus 91 años, el 1 de agosto de 1787.
Oremos
Dios nuestro, que propones constantemente a tu Iglesia nuevos modelos de vida cristiana, apropiados a todas las circunstancias en que puedan vivir tus hijos, concédenos imitar el celo apostólico que desplegó el santo obispo Alfonso María de Ligorio por la salvación de sus hermanos, para que, como él, lleguemos también a recibir el premio reservado, a tus servidores fieles. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
San Serafin de Sarov | |
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San Serafín de Sarov
San Serafín nació en el año 1759, cuando tenia 10 años se enfermó gravemente y en un sueño se le apareció la Madre de Dios, que prometió sanarlo. Pocos días después en Kursk se hizo una procesión con el icono milagroso de Nuestra Señora de Kursk.
El joven gustaba leer vidas de santos, ir a la iglesia y orar en soledad. A 18 años Prójor decidió hacerse monje, entró en el convento de Sarov como novicio, su vida se destacó por una extraordinaria moderación en la comida y en el sueño Su consagración monástica, con el nombre de Serafín, tuvo lugar en el año 1786 (a los 27 años).
El nombre Serafín (hebreo: "ardiente, lleno de fuego"). Poco después fue consagrado como hiero diácono (diácono monje). san Serafín fue honrado de ver a ángeles, que cantaban y oficiaban en el templo. Un Jueves Santo, durante la Liturgia él contempló al Mismo Señor Jesucristo en la forma de Hijo de Hombre, Quien entraba en el templo junto con huestes celestiales y bendecía a los fieles que oraban. Paralizado por esta visión el santo no pudo hablar por mucho tiempo.
En el año 1793, san Serafín fue consagrado hiero monje (monje sacerdote) y por el transcurso de un año ofició Misa y tomó la Comunión todos los días. Luego san Serafín comenzó a alejarse a su "lejano desierto," en la profundidad del bosque, a 5 kilómetros del monasterio de Sarov. Llego ahí a un gran perfeccionamiento espiritual. Animales salvajes como osos, liebres, lobos, zorros y otros venían a la morada del ermitaño.. Poco después san Serafín comenzó un periodo en el que empezó a pasar los días rezando sobre una piedra cerca de su ermita y las noches en lo espeso del bosque. Él rezaba casi sin interrupción con los brazos levantados hacia el cielo.
Esta hazaña espiritual la llevó a cabo por mil días. Al final de su vida, tras una visión especial de la Madre de Dios, san Serafín asumió la tarea de ser starez y empezó a atender a todos los que venían buscando su consejo y dirección espiritual. Miles de visitantes de diferentes clases sociales venían a verlo y él los enriquecía con sus tesoros espirituales adquiridos durante muchos años de trabajo.
Todos lo veían alegre, manso, cordial, meditabundo y con el alma abierta. A la gente le decía, a modo de saludo, "Alegría mía." A muchos aconsejaba: "Busca lograr tener el espíritu en paz y miles se salvaran a tu alrededor" "Si tú supieras que alegría, que dulzura espera al alma del justo en el cielo, aceptarías todas las penas, las persecuciones y las calumnias agradecido.
Hasta si esta misma celda estuviera llena de gusanos y estos comieran nuestro cuerpo durante toda la vida, uno debería aceptar todo esto con ganas, para no ser privado de la alegría celestial que preparó Dios para los que Lo aman." Motovilov, un discípulo cercano y venerador de san Serafín, fue testigo de la milagrosa transfiguración de su rostro.
Esto paso en el bosque durante el sombrío invierno. Era un día nublado, Motovilov estaba sentado sobre un tronco y san Serafín se encontraba frente a él en cuclillas y hablaba sobre el sentido de la vida cristiana y explicaba para que vivimos nosotros, los cristianos, en la tierra: "Es necesario, que el Espíritu Santo entre en el corazón. Todo lo bueno que hacemos por Cristo nos da al Espíritu Santo, pero sobre todo la oración, que está siempre a nuestro alcance." "Padre - le contestó Motovilov - ¿cómo puedo ver yo la Gracia del Espíritu Santo y saber si esta conmigo o no?" San Serafín le dio ejemplos de la vida de santos y apóstoles, pero Motovilov seguía sin entender.
Entonces el starez lo tomó fuerte del hombro y le dijo: "Ambos estamos ahora en el Espíritu de Dios." Motovilov sintió como que se le abrieron los ojos y vio que el rostro del santo era más luminoso que el sol. En su corazón Motovilov sentía alegría y la silencio, su cuerpo percibía un calor como si fuera verano y alrededor de ambos se sentía un perfume agradable. Motovilov se asustó por este cambio milagroso, principalmente por la luminosidad del rostro del Santo Pero san Serafín le dijo: "No tema, padre, Usted no podría ni siquiera verme, de no estar también en la plenitud del Espíritu Santo. Agradézcale al Señor por Su benevolencia hacia nosotros."
La Iglesia recuerda a San Serafín el primero de agosto y el 15 de enero
Oremos
Tú, Señor, que concediste a San Serafín de Sarov, el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.
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Santos mártires Macabeos
Los santos mártires Macabeos, junto a su madre y Eleazar, escriba, santos del AT
Conmemoración del triunfo de los siete santos hermanos mártires, que en Antioquía de Siria, por su invencible fidelidad en el cumplimiento de la ley del Señor, durante el reinado de Antioco Epifanes sufrieron un fin cruel, al igual que su madre, que presenció con dolor la muerte de cada uno de sus hijos, coronada de gloria en todos ellos, como se nos refiere en el libro de los Macabeos.
Asimismo, conmemoración también de san Eleazar, uno de los escribas más destacados, varón de edad ya avanzada, que en la misma persecución se negó a comer carne prohibida para salvar su vida, aceptando una muerte gloriosísima antes que una vida ignominiosa, y se adelantó de buen grado al lugar del suplicio, mostrando un admirable ejemplo de virtud.
Asimismo, conmemoración también de san Eleazar, uno de los escribas más destacados, varón de edad ya avanzada, que en la misma persecución se negó a comer carne prohibida para salvar su vida, aceptando una muerte gloriosísima antes que una vida ignominiosa, y se adelantó de buen grado al lugar del suplicio, mostrando un admirable ejemplo de virtud.
Macabeo era el segundo nombre de Judas, el tercer hijo de Matatías, que fue el primer jefe de los judíos en la rebelión contra Antíoco IV Epifanes. Más tarde, se aplicó el nombre de Macabeos a todos los familiares y descendientes de Matatías y a los que los siguieron en el levantamiento contra el rey de Siria. Entre ellos se contaban los santos que celebramos en este día. Los Macabeos son los únicos mártires del Antiguo Testamento a quienes se conmemora en la Iglesia universal y también los únicos que figuran en el calendario general de la Iglesia de Occidente, aunque en el Martirologio Romano actual se han ido incorporando otros santos del Antiguo Testamento.
Los judíos se rebelaron porque Antíoco quería imponerles la religión griega, pero el pretexto para que estallase la rebelión, fue la persecución que emprendió Antíoco contra los judíos, como un desahogo de su furor ante su derrota por el Senado Romano en su segunda campaña contra Egipto (168 a.C.). En efecto, Antíoco envió a Jerusalén al general Apolonio al mando de veintidós mil hombres, con la orden de helenizar la ciudad; en caso de que los judíos se resistiesen, debía matarlos sin piedad y sustituirlos por extranjeros. El más famoso de los mártires judíos que prefirieron morir antes que quebrantar la ley divina, fue Eleazar. Era un anciano de venerable aspecto y uno de los principales escribas o doctores de la Ley. Los perseguidores, pensando que el pueblo seguiría el ejemplo de Eleazar, trataron de hacerle apostatar por medio de halagos, amenazas y violencias, pero el anciano no cedió. Algunos de los que presenciaron la tortura, movidos de compasión, aconsejaron que se diese a Eleazar un poco de carne de res, que no estaba prohibida por la Ley a fin de que los judíos creyesen que había comido carne de puerco, y el rey quedaría satisfecho. Pero Eleazar se negó a admitir ese subterfugio, diciendo que los jóvenes se sentirían autorizados a violar la Ley, puesto que él, a los noventa años de edad, había adoptado los ritos de los gentiles. En seguida añadió que si cometía semejante crimen, no escaparía vivo ni muerto de la mano vengadora del Todopoderoso. Trasladado al sitio de la ejecución, Eleazar exclamó antes de morir en la flagelación: «El Señor, que posee la ciencia santa, sabe bien que, pudiendo librarme de la muerte, soporto flagelado en mi cuerpo recios dolores, pero en mi alma los sufro con gusto por temor de él». Todo el episodio se narra en el segundo libro de los Macabeos, capítulo 6.
En el siguiente capítulo, el libro nos narra el martirio de otros siete hermanos, que sufrieron la tortura, uno tras otro, con invencible valor, animados por su propia madre. La muerte del más joven fue aún más cruel que la de sus hermanos, porque el tirano no cabía en sí mismso del furor al ver la entereza y constancia de lso creyentes. La madre animó así al más pequeño: «"Hijo, ten compasión de mí que te llevé en el seno por nueve meses, te amamanté por tres años, te crié y te eduqué hasta la edad que tienes. Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia. No temas a este verdugo, antes bien, mostrándote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia.» La madre, después de haber ofrecido a Dios las vidas de sus hijos, sacrificó la suya propia antes que quebrantar la Ley del Altísimo. Ignoramos el nombre de los mártires y el sitio en que fueron sacrificados. El capítulo de los mártires Macabeos es de gran importancia porque en él se expresa por primera vez con completa claridad en los límites del Antiguo Testamento la fe en la resurrección de los cuerpos, por ejemplo en estas palabras del cuarto mártir: «Es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él; para ti, en cambio, no habrá resurrección a la vida.» (2Mac 7,14)
El caso de los mártires Macabeos es bastante límite, ya que, en tanto pertenecen al Antiguo Testamento, no son propiamente mártires de Cristo, a no ser indirectamente, como testigos de la verdad, la justicia, la ley divina. Sin embargo la tradición cristiana en general los ha sentido no como mártires indirectos sino como mártires en sentido propio. Quizás sea precisamente por esa explícita, y extraña al AT, confesión de la resurrección de la carne. Como sea, la historia de los siete hermanos mártires ha devenido además un arquetipo de la narración de martirios, y ha ayudado a dar forma literaria a muchas pasiones de santos. Por ejemplo, el 10 de julio celebramos el martirio de siete compañeros (Félix, Felipe, etc.) a los que, por "contagio" con la historia de 2Macabeos, la tradición oral terminó convirtiendo en siete hermanos. Lo mismo ha pasado con otros gurpos de siete mártires.
El nombre de los mártires figura en los Fasti de Polemio Silvio, en el calendario cartaginés y en el Hieronymianum. Es curioso observar que en la iglesia de San Pedro ad Vincula hay un sarcófago dividido en siete compartimentos, con una inscripción que afirma que ahí se conservan los huesos y las cenizas de los siete Macabeos y de sus padres. Añadamos que San León Magno, en un sermón que predicó el lº de agosto, probablemente en dicha iglesia, menciona la doble celebración de la dedicación del templo y del martirio de los Macabeos. San Jerónimo, que había visto las reliquias de los Macabeos en Modin, se preguntaba cómo podían los antioquenses afirmar que las tenían en su ciudad. Desde luego es muy poco probable que las reliquias de los Macabeos se hayan conservado. Nota: Este artículo sigue, pro no literalmente, al Butler-Guinea.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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