La verdadera fe sólo es posible cuando hemos superado los límites de la mentalidad materialista
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
¿La Iglesia católica? Algunos dicen conocerla a partir de lo que han leído o escuchado aquí o allá. Piensan que es la continuadora de las cruzadas, la que persiguió a Galileo, la que guarda silencio ante los escándalos de muchos bautizados, la que olvida a los pobres y se alía con los ricos, la que no es capaz de comprender que los preservativos salvarían millones de vidas humanas...
Los que queremos explicar nuestra fe tenemos que responder cientos de veces a este tipo de argumentos. Está bien aclarar que la Iglesia medieval no se dedicaba sólo a hacer cruzadas (y explicar bien qué fueron las cruzadas). Es justo decir a más de uno que Galileo no murió quemado por la Inquisición... O recordar que hay miles de católicos santos, aunque también otros son pecadores. O que la Iglesia atiende a millones de pobres... O que el preservativo no es la mejor solución para prevenir el SIDA, pues son mucho más eficaces la abstinencia y la fidelidad...
Pero tener que tocar siempre estos temas (u otros parecidos) nos aparta de lo fundamental, de lo que es propio de nuestra fe: Jesucristo. Lo específico del cristiano es descubrir que Cristo es el Salvador del mundo, y predicarlo, como el centro de la buena noticia, para invitar a todos a un bautismo que perdona los pecados, que nos une como hermanos en la misma Iglesia, que nos permite recibir el Espíritu Santo, que nos hace hijos del Padre de los cielos.
Esta predicación requiere, además, una preparación de los corazones, un despertar la sed que todos tenemos pero que a veces pensamos poder saciar en charcos poco saludables.
En este trabajo previo, tiene una importancia muy grande exponer (en algunos casos, enseñar casi desde cero) una verdad, un presupuesto imprescindible para empezar a interesarse por la fe: cada ser humano tiene un alma espiritual, creada directamente por Dios y llamada a una vida sin fin.
Un sinfín de científicos (algunos de ellos se las dan también de filósofos) y de pensadores repiten hasta la saciedad que la idea de alma está superada, que ya no tiene lugar en el mundo de la ciencia, pues no puede ser vista (menos mal, pues entonces no sería espiritual) por el microscopio. Otros dicen que el alma es solamente material. Un investigador de inicios del siglo XX llegó a escribir que el alma humana “pesaba” 21 gramos...
Otros son más sofisticados, y nos repiten que el alma sería un resultado que “emerge” del sistema nervioso y que desaparece cuando el cerebro se destruye...
Los que defienden una interpretación materialista de las teorías sobre la evolución consideran que la idea de espíritu no tiene ya lugar en el mundo moderno. Somos, repiten una y otra vez, el resultado casual de un proceso de siglos, sin que exista en nosotros ninguna característica que nos permita sentirnos “superiores” o más especiales que otros vivientes. Lo único que podríamos afirmar es que tenemos más capacidad cránica, más neuronas, una mano un poco particular, y que, por las casualidades del devenir, hemos desarrollado de un modo simpático y variado tendencias que son las mismas en otros animales. Pero de espíritu, nada de nada...
Con estos presupuestos, no es extraño que se llegue a ver la fe cristiana como algo anacrónico, o como un sistema falso, o como una creencia sin ningún apoyo serio en las “verdades científicas” (como si el alma pudiese ser estudiada en el laboratorio), o como algo sentimental que usamos a veces a la hora de afrontar los problemas de la supervivencia...
En realidad, la verdadera fe sólo es posible cuando hemos superado los límites de la mentalidad materialista, cuando reconocemos que en el hombre hay algo más (muchísimo más) que neuronas. No somos un complejo sistema de átomos que interactúan entre sí. Por eso nuestro nacimiento y nuestra muerte tienen una importancia infinitamente mayor que la que puedan tener esos mismos hechos en la vida de una pulga o de un delfín.
Para reflexionar en el tema del alma, hay que realizar un trabajo en dos direcciones bien precisas. La primera: un estudio sereno y profundo sobre el hombre y sus actos. Así se mostrará claramente que algunas actividades intelectuales y volitivas no pueden quedar explicadas por las leyes de un materialismo radical o de un biologicismo determinista. La segunda, a través del descubrimiento de un Dios (la más “espiritual” entre las realidades espirituales) que sea capaz tanto de crear un mundo material con leyes capaces de regir el universo que conocemos, como de permitir que, desde su amor infinito, haya sido posible que algunos seres espirituales puedan existir y vivir unidos de un modo sumamente rico y armónico con la materia: que seamos una unidad hecha de alma espiritual y de cuerpo...
Hay una fórmula del pensamiento antiguo que nos permite ver esta problemática de un modo sumamente atractivo. Nosotros solemos preguntarnos: ¿cómo un cuerpo puede recibir un alma? Los antiguos preguntaban: ¿cómo un alma puede recibir un cuerpo? En otras palabras, el alma está en nosotros no como algo contenido, sino como lo que contiene al cuerpo. Por eso es fácil comprender que, apenas el alma deja el cuerpo (ese momento, tal difícil de medir, de la muerte), la armoniosa unidad de nuestro cuerpo vivo inicia el proceso de descomposición, mientras que el alma pasa a un nuevo estado que no nos es dado comprender plenamente.
Vale la pena pensar en el alma, profundizar sobre ella. Es un tema de vida o muerte, sin el cual no llegaremos a apreciar, en toda su riqueza, la fuerza transformadora y dinámica de nuestra fe, los tesoros que encierra, la apertura de horizontes que ofrece a los hombres de todos los tiempos y culturas.
Los que queremos explicar nuestra fe tenemos que responder cientos de veces a este tipo de argumentos. Está bien aclarar que la Iglesia medieval no se dedicaba sólo a hacer cruzadas (y explicar bien qué fueron las cruzadas). Es justo decir a más de uno que Galileo no murió quemado por la Inquisición... O recordar que hay miles de católicos santos, aunque también otros son pecadores. O que la Iglesia atiende a millones de pobres... O que el preservativo no es la mejor solución para prevenir el SIDA, pues son mucho más eficaces la abstinencia y la fidelidad...
Pero tener que tocar siempre estos temas (u otros parecidos) nos aparta de lo fundamental, de lo que es propio de nuestra fe: Jesucristo. Lo específico del cristiano es descubrir que Cristo es el Salvador del mundo, y predicarlo, como el centro de la buena noticia, para invitar a todos a un bautismo que perdona los pecados, que nos une como hermanos en la misma Iglesia, que nos permite recibir el Espíritu Santo, que nos hace hijos del Padre de los cielos.
Esta predicación requiere, además, una preparación de los corazones, un despertar la sed que todos tenemos pero que a veces pensamos poder saciar en charcos poco saludables.
En este trabajo previo, tiene una importancia muy grande exponer (en algunos casos, enseñar casi desde cero) una verdad, un presupuesto imprescindible para empezar a interesarse por la fe: cada ser humano tiene un alma espiritual, creada directamente por Dios y llamada a una vida sin fin.
Un sinfín de científicos (algunos de ellos se las dan también de filósofos) y de pensadores repiten hasta la saciedad que la idea de alma está superada, que ya no tiene lugar en el mundo de la ciencia, pues no puede ser vista (menos mal, pues entonces no sería espiritual) por el microscopio. Otros dicen que el alma es solamente material. Un investigador de inicios del siglo XX llegó a escribir que el alma humana “pesaba” 21 gramos...
Otros son más sofisticados, y nos repiten que el alma sería un resultado que “emerge” del sistema nervioso y que desaparece cuando el cerebro se destruye...
Los que defienden una interpretación materialista de las teorías sobre la evolución consideran que la idea de espíritu no tiene ya lugar en el mundo moderno. Somos, repiten una y otra vez, el resultado casual de un proceso de siglos, sin que exista en nosotros ninguna característica que nos permita sentirnos “superiores” o más especiales que otros vivientes. Lo único que podríamos afirmar es que tenemos más capacidad cránica, más neuronas, una mano un poco particular, y que, por las casualidades del devenir, hemos desarrollado de un modo simpático y variado tendencias que son las mismas en otros animales. Pero de espíritu, nada de nada...
Con estos presupuestos, no es extraño que se llegue a ver la fe cristiana como algo anacrónico, o como un sistema falso, o como una creencia sin ningún apoyo serio en las “verdades científicas” (como si el alma pudiese ser estudiada en el laboratorio), o como algo sentimental que usamos a veces a la hora de afrontar los problemas de la supervivencia...
En realidad, la verdadera fe sólo es posible cuando hemos superado los límites de la mentalidad materialista, cuando reconocemos que en el hombre hay algo más (muchísimo más) que neuronas. No somos un complejo sistema de átomos que interactúan entre sí. Por eso nuestro nacimiento y nuestra muerte tienen una importancia infinitamente mayor que la que puedan tener esos mismos hechos en la vida de una pulga o de un delfín.
Para reflexionar en el tema del alma, hay que realizar un trabajo en dos direcciones bien precisas. La primera: un estudio sereno y profundo sobre el hombre y sus actos. Así se mostrará claramente que algunas actividades intelectuales y volitivas no pueden quedar explicadas por las leyes de un materialismo radical o de un biologicismo determinista. La segunda, a través del descubrimiento de un Dios (la más “espiritual” entre las realidades espirituales) que sea capaz tanto de crear un mundo material con leyes capaces de regir el universo que conocemos, como de permitir que, desde su amor infinito, haya sido posible que algunos seres espirituales puedan existir y vivir unidos de un modo sumamente rico y armónico con la materia: que seamos una unidad hecha de alma espiritual y de cuerpo...
Hay una fórmula del pensamiento antiguo que nos permite ver esta problemática de un modo sumamente atractivo. Nosotros solemos preguntarnos: ¿cómo un cuerpo puede recibir un alma? Los antiguos preguntaban: ¿cómo un alma puede recibir un cuerpo? En otras palabras, el alma está en nosotros no como algo contenido, sino como lo que contiene al cuerpo. Por eso es fácil comprender que, apenas el alma deja el cuerpo (ese momento, tal difícil de medir, de la muerte), la armoniosa unidad de nuestro cuerpo vivo inicia el proceso de descomposición, mientras que el alma pasa a un nuevo estado que no nos es dado comprender plenamente.
Vale la pena pensar en el alma, profundizar sobre ella. Es un tema de vida o muerte, sin el cual no llegaremos a apreciar, en toda su riqueza, la fuerza transformadora y dinámica de nuestra fe, los tesoros que encierra, la apertura de horizontes que ofrece a los hombres de todos los tiempos y culturas.
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- P. Fernando Pascual LC
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