Santa Mónica, madre de familia
fecha: 27 de agosto
fecha en el calendario anterior: 4 de mayo
n.: c. 332 - †: 387 - país: Italia
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 4 de mayo
n.: c. 332 - †: 387 - país: Italia
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria de santa Mónica, que, aún jovencísima, fue dada en matrimonio
a Patricio, con quien tuvo hijos, entre ellos a Agustín, por cuya conversión
derramó abundantes lágrimas y oró mucho a Dios, y, anhelante de la vida
celestial, abandonó la terrenal en Ostia Tiberina, en Italia, cuando regresaba
de África.
Patronazgos: patrona de las
esposas y las madres, para pedir por la salvación de los hijos.
Oración: Oh Dios, consuelo
de los que lloran, que acogiste piadosamente las lágrimas de santa Mónica
impetrando la conversión de su hijo Agustín, concédenos, por intercesión de
madre e hijo, la gracia de llorar nuestros pecados y alcanzar tu misericordia y
tu perdón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en
la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén
(oración litúrgica).
La Iglesia venera a
santa Mónica, santa esposa y santa viuda, que no sólo dio la vida corporal al
famosísimo doctor san Agustín, sino que fue el principal instrumento de que
Dios se valió para darle la vida de la gracia. Mónica nació en África del
Norte, probablemente en Tagaste, a cien kilómetros de Cartago, el año 332. Sus
padres, que eran cristianos, confiaron la educación de la niña a una
institutriz que sabía formar a sus pupilas, aunque las trataba con cierta
rudeza. Una de las costumbres que les inculcaba, era la de no beber nunca entre
comidas. «Ahora queréis agua -les decía-; pero cuando seáis amas de casa y
tengáis la bodega a vuestra disposición, querréis vino, de suerte que tenéis
que acostumbraros desde ahora». Pero cuando Mónica tenía ya la edad suficiente
para que le encargasen que trajera el vino de la bodega, olvidó los excelentes
consejos de la institutriz; empezó por beber unos tragitos a escondidas y acabó
por beber vasos enteros. Pero cierto día un esclavo que la había visto beber y
con quien Mónica tuvo un altercado, la llamó "borracha". La joven
sintió tal vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación. A lo que
parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco después de aquel
incidente, llevó una vida ejemplar en todos sentidos.
Cuando llegó a la edad
de contraer matrimonio, sus padres la casaron con un ciudadano de Tagaste,
llamado Patricio. Era éste un pagano que no carecía de cualidades, pero era de
temperamento muy violento y vida disoluta. Mónica tuvo que perdonarle muchas
cosas, pero todo lo soportó con la paciencia de un carácter fuerte y bien
disciplinado. Por su parte, Patricio, aunque criticaba la piedad de su esposa y
su liberalidad para con los pobres, la respetó siempre mucho y, ni en sus
peores explosiones de cólera, levantó la mano contra ella. A la larga, Mónica,
con su ejemplo y oraciones, convirtió al cristianismo no sólo a su esposo, sino
también a su suegra, mujer de carácter difícil, cuya presencia constante en el
hogar de su hijo había dificultado aún más la vida de Mónica. Patricio murió
santamente en 371, al año siguiente de su bautismo. Tres de sus hijos habían
sobrevivido, dos hombres y una mujer. Las ambiciones de Patricio y Mónica se
habían concentrado en el primogénito, Agustín, que era extraordinariamente
inteligente, por lo que habían decidido darle la mejor educación posible. Pero
el carácter caprichoso, egoísta e indolente del joven había hecho sufrir mucho
a su madre. Agustín había sido catecúmeno en la adolescencia y, durante una
enfermedad que le había puesto a las puertas de la muerte, estuvo a punto de
recibir el bautismo; pero al recuperar rápidamente la salud, pospuso el
cumplimiento de sus buenos propósitos. Cuando murió su padre, Agustín tenía
diecisiete años y estudiaba retórica en Cartago. Dos años más tarde, Mónica
tuvo la enorme pena de saber que su hijo llevaba una vida disoluta y había
abrazado la herejía maniquea. Cuando Agustín volvió a Tagaste, Mónica le cerró
las puertas de su casa, durante algún tiempo, para no oír las blasfemias del
joven. Pero una consoladora visión que tuvo, la hizo tratar menos severamente a
su hijo. Soñó, en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando la caída de
Agustín, cuando se le acercó un personaje resplandeciente y le preguntó la
causa de su pena. Después de escucharla, le dijo que secase sus lágrimas y
añadió: «Tu hijo está contigo». Mónica volvió los ojos hacia el sitio que le
señalaba y vio a Agustín a su lado. Cuando Mónica contó a Agustín sl sueño, el
joven respondió con desenvoltura que Mónica no tenía más que renunciar al
cristianismo para estar con él; pero la santa respondió al punto: «No se me
dijo que yo estaba contigo, sino que tú estabas conmigo».
Esta hábil respuesta
impresionó mucho a Agustín, quien más tarde la consideraba como una inspiración
del cielo. La escena que acabamos de narrar, tuvo lugar hacia fines del año
337, es decir, casi nueve años antes de la conversión de Agustín. En todo ese tiempo,
Mónica no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los
miembros del clero que discutiesen con él, por más que éstos le aseguraban que
era inútil hacerlo, dadas las disposiciones de Agustín. Un obispo, que había
sido maniqueo, respondió sabiamente a las súplicas de Mónica: «Vuestro hijo
está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de Dios». Como
Mónica siguiese insistiendo, el obispo pronunció las famosas palabras: «Estad
tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». La respuesta
del obispo y el recuerdo de la visión eran el único consuelo de Mónica, pues
Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento. Cuando tenía veintinueve
años, el joven decidió ir a Roma a enseñar la retórica. Aunque Mónica se opuso
al plan, pues temía que no hiciese sino retardar la conversión de su hijo,
estaba dispuesta a acompañarle si era necesario. Fue con él al puerto en que
iba a embarcarse; pero Agustín, que estaba determinado a partir solo, recurrió
a una vil estratagema. Fingiendo que iba simplemente a despedir a un amigo,
dejó a su madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó sin ella. Más
tarde, escribió en las «Confesiones»: «Me atreví a engañarla, precisamente
cuando ella lloraba y oraba por mí». Muy afligida por la conducta de su hijo,
Mónica no dejó por ello de embarcarse para Roma; pero al llegar a esa ciudad,
se enteró de que Agustín había partido ya para Milán. En Milán conoció Agustín
al gran obispo san Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán, tuvo el
indecible consuelo de oír de boca de su hijo que había renunciado al
maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La santa, llena de
confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de que ella muriese.
En san Ambrosio, por
quien sentía la gratitud que se puede imaginar, Mónica encontró a un verdadero
padre. Siguió fielmente sus consejos, abandonó algunas prácticas a las que
estaba acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan a las tumbas de
los mártires; había empezado a hacerlo así, en Milán, como lo hacía antes en
Africa; pero en cuanto supo que san Ambrosio lo había prohibido porque daba
lugar a algunos excesos y recordaba las «parentalia» paganas, renunció a la
costumbre. San Agustín hace notar que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente
de no haberse tratado de san Ambrosio. En Tagaste Mónica observaba el ayuno del
sábado, como se acostumbraba en África y en Roma. Viendo que la práctica de
Milán era diferente, pidió a Agustín que preguntase a san Ambrosio lo que debía
hacer. La respuesta del santo ha sido incorporada al derecho canónico: «Cuando
estoy aquí no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados cuando estoy en
Roma. Haz lo mismo y atente siempre a la costumbre de la Iglesia del sitio en
que te halles». Por su parte, san Ambrosio tenía a Mónica en gran estima y no
se cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en Milán que en Tagaste, Mónica
se contaba entre las más devotas cristianas; cuando la reina madre, Justina,
empezó a perseguir a san Ambrosio, Mónica fue una de las que hicieron largas
vigilias por la paz del obispo y se mostró pronta a morir por él.
Finalmente, en agosto
del año 386, llegó el ansiado momento en que Agustín anunció su completa
conversión al catolicismo. Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de
arreglarle un matrimonio conveniente, pero Agustín declaró que pensaba
permanecer célibe toda su vida. Durante las vacaciones de la época de la
cosecha, se retiró con su madre y algunos amigos a la casa de veraneo de uno de
ellos, que se llamaba Verecundo, en Casiciaco. El santo ha dejado escritas en
sus «Confesiones» algunas de las conversaciones espirituales y filosóficas en
que pasó el tiempo de su preparación para el bautismo. Mónica tomaba parte en
esas conversaciones, en las que demostraba extraordinaria penetración y buen
juicio y un conocimiento poco común de la Sagrada Escritura. En la Pascua del
año 387, san Ambrosio bautizó a san Agustín y a varios de sus amigos. El grupo
decidió partir al África, y con ese propósito los catecúmenos se trasladaron a
Ostia, a esperar un barco. Pero ahí se quedaron, porque la vida de Mónica
tocaba a su fin, aunque sólo ella lo sabía. Poco antes de su última enfermedad,
había dicho a Agustín: «Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cuál
es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis
esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e
hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que
has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio».
Mónica había querido que
la enterrasen junto a su esposo. Por eso, un día en que hablaba con entusiasmo
de la felicidad de acercarse a la muerte, alguien le preguntó si no le daba
pena pensar que sería sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: «No
hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios
no encuentre mi cuerpo para resucitarlo». Cinco días más tarde, cayó gravemente
enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el premio
celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Agustín le cerró los ojos y
contuvo sus lágrimas y las de su hijo Adeodato, pues consideraba como una
ofensa llorar por quien había muerto tan santamente. Pero, en cuanto se halló
solo y se puso a reflexionar sobre el cariño de su madre, lloró amargamente. El
santo escribió: «Si alguien me critica por haber llorado menos de una hora a la
madre que lloró muchos años para obtener que yo me consagre a Ti, Señor, no
permitas que se burle de mí; y, si es un hombre caritativo, haz que me ayude a
llorar mis pecados en Tu presencia». En las «Confesiones», Agustín pide a los
lectores que rueguen por Mónica y Patricio. Pero en realidad, son los fieles
los que se han encomendado, desde hace muchos siglos, a las oraciones de
Mónica, patrona de las mujeres casadas y modelo de las madres cristianas.
Apenas sabemos nada de
santa Mónica, fuera de lo que sobre ella cuenta san Agustín en sus escritos,
particularmente en el lib. IX de las «Confesiones». Ciertamente no es auténtica
la carta en que se dice que san Agustín describió a su hermana Perpetua los
últimos momentos de su madre. El texto de dicha carta puede verse en Acta
Sanctorum, mayo, vol. I. En su artículo «Mónica» en Dictionnaire d'Archéologie
chrétienne et de Liturgie, , vol. XI, cc. 2332-2356, Dom H. Leclercq da muchos
datos sobre Tagaste (actualmente Suk Arrhas) y los restos de la basílica de
Cartago, descubiertos en el siglo XX. Sin embargo, hay que confesar que todo
ello tiene poco que ver con santa Mónica, a no ser porque en los tiempos
modernos se ha consagrado a la santa una capilla de la ciudad. Hay que hacer
notar también que no existen, prácticamente, huellas del culto a santa Mónica
antes del traslado de sus restos, de Ostia a Roma, en 1430, según se dice. Se
cree que las reliquias de la santa se conservan en la iglesia de S. Agostino.
Cuadros:
-Santa Mónica, de Luis Tristán, 1616, Museo del Prado, Madrid.
-El joven Agustín presentado al maestro por su madre y su padre, Benozzo Gozzoli, 1464/65, en la iglesia de Sant'Agostino in San Gimignano.
Cuadros:
-Santa Mónica, de Luis Tristán, 1616, Museo del Prado, Madrid.
-El joven Agustín presentado al maestro por su madre y su padre, Benozzo Gozzoli, 1464/65, en la iglesia de Sant'Agostino in San Gimignano.
fuente: «Vidas de los
santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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