San Carlos Borromeo, obispo
fecha: 4 de noviembre
n.: 1538 - †: 1584 - país: Italia
canonización: B: Clemente VIII 1602 - C: Pablo V 1610
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1538 - †: 1584 - país: Italia
canonización: B: Clemente VIII 1602 - C: Pablo V 1610
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria de san Carlos Borromeo, obispo, que nombrado cardenal por su
tío materno, el papa Pío IV, y elegido obispo de Milán, fue en esta sede un
verdadero pastor fiel preocupado por las necesidades de la Iglesia de su
tiempo. Para la formación del clero convocó sínodos y erigió seminarios, visitó
muchas veces toda su diócesis con el fin de fomentar las costumbres cristianas
y dio muchas normas para bien de los fieles. Pasó a la patria celeste en la
fecha de ayer.
Patronazgos: patrono de los pastores, catequistas, catecúmenos y seminaristas;
protector contra la peste.
refieren a este santo: San Alejandro
Sauli, San Andrés
Avellino, San Francisco de
Borja, San Pío V
Oración: Conserva, Señor, en tu pueblo el
espíritu que infundiste en san Carlos Borromeo, para que tu Iglesia se renueve
sin cesar y, transformada en imagen de Cristo, pueda presentar ante el mundo el
verdadero rostro de tu Hijo. Que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu
Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Entre los grandes hombres de la Iglesia
que, en los días turbulentos del siglo XVI, lucharon por llevar a cabo la
verdadera reforma que tanto necesitaba la Iglesia y trataron de suprimir,
mediante la corrección de los abusos y malas costumbres, los pretextos que
aprovechaban en toda Europa los promotores de la falsa reforma, ninguno fue,
ciertamente, más grande ni más santo que el cardenal Carlos Borromeo. Junto
con san Pío V, san Felipe Neri y san Ignacio de
Loyola, es una de las cuatro figuras más grandes de la
contrarreforma. Era un noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto
Borromeo, se distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita,
pertenecía a la noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su madre
llegó a ceñir la tiara pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el
segundo de los dos varones entre los seis hijos de una familia. Nació en el
castillo de Arona, junto al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los
primeros años, dio muestras de gran seriedad y devoción. A los doce años,
recibió la tonsura, y su tío, Julio César Borromeo, le cedió la rica abadía
benedictina de San Gracián y San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás
estaba en manos de la familia. Se dice que Carlos, aunque era tan joven,
recordó a su padre que las rentas de ese beneficio pertenecían a los pobres y
no podían ser aplicadas a gastos seculares, excepto lo que se emplease en
educarle para llegar a ser, un día, digno ministro de la Iglesia. Después de
estudiar el latín en Milán, el joven se trasladó a la Universidad de Pavía,
donde estudió bajo la dirección de Francisco Alciati, quien más tarde sería
promovido al cardenalato a petición del santo. Carlos tenía cierta dificultad
de palabra y su inteligencia no era deslumbrante, de suerte que sus maestros le
consideraban como un poco lento; sin embargo, el joven hizo grandes progresos
en sus estudios. La dignidad y seriedad de su conducta hicieron de él un modelo
de los jóvenes universitarios, que tenían la reputación de ser muy dados a los
vicios. El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de
su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por
períodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de
vida de cierto lujo. A los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto,
obtuvo el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia
de que su tío, el cardenal de Médicis, había sido elegido Papa en el cónclave
de 1559, a raíz de la muerte de Pablo IV.
A principios de 1560, el nuevo Papa hizo a
su sobrino cardenal diácono y, el 8 de febrero siguiente, le nombró
administrador de la sede vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le
retuvo en Roma y le confió numerosos cargos. En efecto, Carlos fue nombrado, en
rápida sucesión, legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así
como protector de Portugal, de los Países Bajos, de los cantones católicos de
Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros
de Malta y otras más. Lo extraordinario es que todos esos honores y
responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés
años y era simplemente clérigo de órdenes menores. Es increíble la cantidad de
trabajo que san Carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una
actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse
a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio. Era muy
amante del saber y lo promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el
Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una
academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas
conferencias y trabajos fueron publicados entre las obras de san Carlos con el
título de «Noctes Vaticanae». Por entonces, juzgó necesario atenerse a la
costumbre renacentista que obligaba a los cardenales a tener un palacio
magnífico, una servidumbre muy numerosa, a recibir constantemente a los
personajes de importancia y a tener una mesa a la altura de las circunstancias:
pero en su corazón estaba profundamente desprendido de todas esas cosas. Había
logrado mortificar perfectamente sus sentidos y su actitud era humilde y
paciente. Muchas almas se convierten a Dios en la adversidad; san Carlos tuvo
el mérito de saber comprobar la vanidad de la abundancia al vivir en ella y,
gracias a eso, su corazón se despegó cada vez más de las cosas terrenas. Había
hecho todo lo posible por proveer al gobierno de la diócesis de Milán y remediar
los desórdenes que había en ella; en este sentido, el mandato del papa de que
se quedase en Roma le dificultó la tarea. El beato Bartolomé
de los Mártires, arzobispo de Braga, fue por entonces a la
Ciudad Eterna y san Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese
fiel siervo de Dios, a quien indicó: «Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis
lo que significa ser sobrino, y sobrino predilecto, de un papa, y no ignoráis lo
que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmensos. ¿Qué puedo hacer
yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me ha dado y,
con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si sólo Dios y
yo existiésemos». El arzobispo disipó las dudas del cardenal, asegurándole que
no debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos para el servicio
de la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar personalmente su
diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando san Carlos se enteró de
que Bartolomé de los Mártires había ido a Roma precisamente con el objeto de
renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el consejo que le
había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal circunstancia.
Pío IV había anunciado poco después de su
elección que tenía la intención de volver a reunir el Concilio de Trento,
suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su influencia y su energía para que
el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a pesar de que las circunstancias
políticas y eclesiásticas eran muy adversas. Los esfuerzos del cardenal
tuvieron éxito, y el Concilio volvió a reunirse en enero de 1562. Durante los
dos años que duró la sesión, el santo tuvo que trabajar con la misma diplomacia
y vigilancia que había empleado para conseguir que se reuniese. Varias veces
estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la obra incompleta, pero, con
su gran habilidad y con el constante apoyo que prestó a los legados del Papa,
logró que la empresa siguiese adelante. Así pues, en las nueve reuniones
generales y en las numerosísimas reuniones particulares se aprobaron muchos de
los decretos dogmáticos y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se
debió a san Carlos más que a cualquier otro de los personajes que participaron
en la asamblea, de suerte que puede decirse que él fue el director intelectual
y el espíritu rector de la tercera y última sesión del Concilio de Trento. En
el curso de las reuniones murió el conde Federico Borromeo, con lo cual san
Carlos quedó como jefe de su noble familia y su posición se hizo más difícil
que nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el estado clerical para
casarse, pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus derechos en
favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en 1563. Dos meses más tarde,
recibió la consagración episcopal, aunque no se le permitió trasladarse a su
diócesis. Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la
publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros
litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la
composición de la «Missa Papae Marcelli».
Milán, que había estado durante ochenta
años sin obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. El vicario de
san Carlos había hecho todo lo posible por reformar la diócesis con la ayuda de
algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, san Carlos consiguió permiso
para reunir un concilio provincial y visitar su diócesis. Antes de que
partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El pueblo de
Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la catedral sobre el
texto «Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros». Diez obispos
sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los
decretos del Concilio de Trento, sobre la disciplina y la formación del clero,
sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los
sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros
puntos, fueron tan atinados, que el Papa escribió a san Carlos para
felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento de su oficio como
legado en Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de
muerte, donde también le asistió san Felipe Neri. El nuevo Papa, san Pío V,
pidió a san Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los
oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la primera
oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con tal
tino, que Pío V le despidió con su bendición.
San Carlos llegó a Milán en abril de 1566
y, en seguida empezó a trabajar enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su
primer paso fue la organización de su propia casa. Puesto que consideraba el
episcopado como un estado de perfección, se mostró sumamente severo consigo
mismo. Sin embargo, supo siempre aplicar la discreción a la penitencia para no
desperdiciar las fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber, de
suerte que aun en las mayores fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de
que disfrutaba eran pingües, pero dedicaba la mayor parte a las obras de caridad
y se oponía decididamente a la ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que
alguien ordenó que le calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo: «La mejor
manera de no encontrar el lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que
pueda estar». Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo en la oración
fúnebre por san Carlos: «De sus rentas no empleaba para su propio uso más que
lo absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le acompañé a una
visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por la
noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije
que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió al
responderme: `No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado a vestir la
púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y me sirve lo
mismo en el verano que en el invierno'». Cuando san Carlos se estableció en
Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30.000 coronas,
suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su
limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin
contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de
san Carlos dejó un recuerdo imperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan
liberalmente al Colegio inglés de Douai, que el cardenal Allen solía llamar a
san Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo organizó
retiros para su clero. El mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos veces al
año y tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la misa. Su
confesor ordinario era el Dr. Crifiith Roberts, de la diócesis de Bangor, autor
de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el Dr. Owen,
quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis,
y llevaba siempre consigo una pequeña imagen de san Juan Fisher. Tenía el mayor
respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni administraba
ningún sacramento apresuradamente, por grande que fuese su prisa o por larga
que resultase la función.
Su espíritu de oración y su amor de Dios
dejaban en los otros un gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e
infundían en todos el deseo de perseverar en la virtud y de sufrir por ella.
Tal fue el espíritu que san Carlos aplicó a la reforma de su diócesis,
empezando por la organización de su propia casa. Su casa estaba compuesta de
unas cien personas; la mayor parte eran clérigos, a los que el santo pagaba
generosamente para evitar que recibiesen regalos de otros. En la diócesis se
conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las prácticas religiosas
estaban desfiguradas por la superstición y profanadas por los abusos. Los
sacramentos habían caído en el abandono, porque muchos sacerdotes apenas sabían
cómo administrarlos y eran indolentes, ignorantes y de mala vida. Los
monasterios se hallaban en el mayor desorden. Por medio de concilios
provinciales, sínodos diocesanos y múltiples instrucciones pastorales, san
Carlos aplicó progresivamente las medidas necesarias para la reforma del clero
y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan sabias, que una gran cantidad de
prelados las consideran todavía como un modelo y las estudian para aplicarlas.
San Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que Dios
enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la decadencia
espiritual de la Edad Media y por los excesos de los reformadores protestantes.
Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes exhortaciones y,
poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los sínodos,
sin distinción de personas, ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a
los obstinados y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aun a los
más valientes. San Carlos tuvo que superar su propia dificultad de palabra, a
base de paciencia y atención, pues tenía un defecto en la lengua. A este
propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi: «Muchas veces me he maravillado de
que, aun sin poseer elocuencia natural alguna, sin tener ningún atractivo
especial en su persona, haya conseguido obrar tales cambios en el corazón de
sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma seriedad y apenas se podía oír su
voz; sin embargo, sus palabras producían siempre efecto». San Carlos ordenó que
se atendiense especialmente a la instrucción cristiana de los niños. No
contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el
catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina
Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740 escuelas, 3.000
catequistas y 40.000 alumnos. San Carlos se valió particularmente de los
clérigos regulares de San Pablo («barnabitas»), cuyas constituciones él mismo
había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes
seculares, llamados Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de
obediencia a su obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a
su gusto en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde
de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San
Ambrosio y de San Carlos.
Pero no en todas partes se acogió bien la
obra reformadora del santo, quien en ciertos casos tuvo que hacer frente a una
oposición violenta y sin escrúpulos. En 1567, tuvo una dificultad con el
senado. Ciertos laicos que llevaban abiertamente una vida poco edificante y se
negaban a prestar oídos a las exhortaciones del santo, fueron aprisionados por
orden suya. El senado amenazó, por ese motivo, a los funcionarios de la curia
del arzobispo, y el asunto llegó hasta el Papa y Felipe II de España. Entre
tanto, el alguacil episcopal fue golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos,
después de considerar la cosa maduramente, excomulgó a los que habían
participado en el ataque. Finalmente, el fallo sobre este conflicto de
jurisdicción favoreció a san Carlos, ya que en la ley de la época un arzobispo
gozaba de cierto poder ejecutivo; pero el gobernador de Milán se negó a aceptar
esa decisión. San Carlos partió por entonces a visitar tres valles alpinos: el
de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían
dejado completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía
mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse. El santo
predicó y catequizó por todas partes, destituyó a los clérigos indignos y los
reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las costumbres del pueblo y
de resistir a los ataques de los protestantes zwinglianos. Pero sus enemigos de
Milán no le dejaron mucho tiempo en paz. Como la conducta de algunos de los
canónigos de la colegiata de Santa Maria della Scala (que pretendían estar
exentos de la jurisdicción del ordinario) no correspondiese a su dignidad, san
Carlos consultó a san Pío V, quien le contestó que tenía derecho a visitar
dicha iglesia y a tomar contra los canónigos las medidas que juzgase
necesarias. San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita
canónica; pero los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien
hizo un disparo contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el
tumulto. El senado se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de
España las más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se
había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el
patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán escribió al Papa,
amenazando con desterrar al cardenal Borromeo por traidor. Finalmente, el rey
escribió al gobernador para que apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron
resistencia algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.
Antes de que ese asunto se solucionase, la
vida de san Carlos corrió un peligro todavía mayor: la orden religiosa de los
humiliati, que contaba ya con muy pocos miembros pero poseía aún muchos
monasterios y tierras, se había sometido a las medidas reformadoras del
arzobispo, pero los humiliati estaban totalmente corrompidos y su sumisión
había sido aparente. En efecto, intentaron por todos los medios conseguir que
el Papa anulase las disposiciones de san Carlos y, al fracasar sus intentos,
tres priores de la orden tramaron un complot para asesinar a san Carlos. Un
sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati Farina, aceptó hacer el intento
de matar al santo por veinte monedas de oro. Se obtuvo esa suma con la venta de
los ornamentos de una iglesia. El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la
puerta de la capilla de la casa de san Carlos, en tanto que éste rezaba las
oraciones de la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando
di Lasso y, precisamente en el momento en que entonaban las palabras «Ya es
tiempo de que vuelva a Aquél que me envió», el asesino descargó su pistola
contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo, en
tanto que san Carlos, pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su alma
a Dios. En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto cardenalicio
había caído al suelo, pero el santo estaba ileso. Después de una solemne
procesión de acción de gracias, san Carlos se retiró unos días a un monasterio
de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a Dios.
Al salir de su retiro, visitó otra vez los
tres valles de los Alpes y aprovechó la oportunidad para recorrer también los
cantones suizos católicos, donde convirtió a cierto número de zwinglianos y
restauró la disciplina en los monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y,
al siguiente, Milán atravesó por un período de carestía. San Carlos pidió ayuda
para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses, dio de comer
diariamente a tres mil pobres con sus propias rentas. Como había estado
bastante mal de salud, los médicos le ordenaron que modificase su régimen de
vida, pero el cambio no produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al
cónclave que eligió a Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y
así, pronto se recuperó. Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder
civil de Milán, pues el nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de
reducir la jurisdicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con
el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse,
envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del palacio episcopal y
prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un
magistrado. Felipe II acabó por destituir al gobernador. Pero esos triunfos
públicos no fueron, por cierto, la parte más importante del «cuidado pastoral»
que ensalza el oficio de la fiesta de san Carlos. Su tarea principal consistió
en formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta ocasión en que un
sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las gentes comentaron que el
arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo respondió: «¡Bien se ve que
no sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!» Ya mencionamos arriba la
fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto éxito tuvieron. Por otra
parte, san Carlos reunió cinco sínodos provinciales y once diocesanos. Era
infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de sus sufragáneos le
dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una larga lista de las
obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto: «¿Cómo puede decir
un obispo que no tiene nada que hacer?» El santo fundó tres seminarios en la
arquidiócesis de Milán, para otros tantos tipos de jóvenes que se preparaban al
sacerdocio y exigió en todas partes que se aplicasen las disposiciones del
Concilio Tridentino acerca de la formación sacerdotal. En 1575, fue a Roma a
ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la instituyó en Milán.
Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de peregrinos, algunos de los
cuales estaban contaminados con la peste, de suerte que la epidemia se propagó
en Milán con gran virulencia.
El gobernador y muchos de los nobles
abandonaron la ciudad. San Carlos se consagró enteramente al cuidado de los
enfermos. Como su clero no fuese suficientemente numeroso para asistir a las
víctimas, reunió a los superiores de las comunidades religiosas y les pidió
ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a
quienes san Carlos hospedó en su propia casa. Después escribió al gobernador,
Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su cobardía, y consiguió que volviese
a su puesto, con otros magistrados, para esforzarse en poner coto al desastre.
El hospital de San Gregorio resultaba demasiado pequeño y siempre estaba
repleto de muertos, moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de
asistir. El espectáculo arrancó lágrimas a san Carlos, quien tuvo que pedir
auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos, pues los de Milán se negaron,
al principio, a ir al hospital. La epidemia acabó con el comercio, lo cual
produjo la carestía. San Carlos agotó literalmente sus recursos para ayudar a
los necesitados y contrajo grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en
vestidos para los pobres, los toldos y doseles de colores que solían colgarse
desde el palacio episcopal hasta la catedral, durante las procesiones. Se
colocó a los enfermos en las casas vacías de las afueras de la ciudad y en
refugios improvisados; los sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos,
y se erigieron altares en las calles para que los enfermos pudiesen asistir a
la misa desde las ventanas. Pero el arzobispo no se contentó con orar, hacer
penitencia, organizar y distribuir, sino que asistió personalmente a los
enfermos, a los moribundos y acudió en socorro de los necesitados. Los
altibajos de la peste duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578.
Ni siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán de hacer intentos
para poner en mal a san Carlos con el Papa. Tal vez algunas de sus quejas no
eran del todo infundadas, pero todas ellas revelaban, en el fondo, la
ineficacia y estupidez de quienes las presentaban. Cuando terminó la epidemia,
san Carlos decidió reorganizar el capítulo de la catedral sobre la base de la
vida común. Los canónigos se opusieron y el santo determinó entonces fundar sus
oblatos. En la primavera de 1580, hospedó durante una semana a una docena de
jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno de ellos
predicó ante él: era san Rodolfo Sherwin,
quien un año y medio más tarde había de morir por la fe en Londres. Poco
después, san Carlos le dio la primera comunión a san Luis Gonzaga,
que tenía entonces doce años. Por esa época viajó mucho y las penurias y
fatigas empezaron a afectar su salud. Además, había reducido las horas de sueño
y el Papa hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el ayuno
cuaresmal. A fines de 1583, san Carlos fue enviado a Suiza como visitador
apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo contra los protestantes,
sino también contra un movimiento de brujas y hechiceros. En Roveredo, el
pueblo acusó al párroco de practicar la magia y el santo se vio obligado a
degradarle y entregarle al brazo secular. No se avergonzaba de discutir
pacientemente sobre puntos teológicos con las campesinas protestantes de la
región y, en cierta ocasión, hizo esperar a su comitiva hasta que consiguió
hacer aprender el Padrenuestro y el Avemaría a un ignorante pastorcito.
Habiéndose enterado de que el duque Carlos de Saboya había caído enfermo en
Vercelli, fue a verle inmediatamente y le encontró agonizante. Pero, en cuanto
entró en la habitación del duque, éste exclamó: «¡Estoy curado!» El santo le
dio la comunión al día siguiente. Carlos de Saboya pensó siempre que había
recobrado la salud gracias a las oraciones de san Carlos y, después de la
muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una lámpara de plata.
En el año de 1584 decayó más la salud del
santo. Después de fundar en Milán una casa de convalecencia, san Carlos partió
en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro anual, acompañado por el P.
Adorno, S. J. Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba
ya poco tiempo de vida. En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29
del mismo mes, partió de regreso a Milán, a donde llegó el día de los fieles
difuntos. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal.
Una vez en el lecho, pidió los últimos sacramentos «inmediatamente» y los
recibió de manos del arcipreste de su catedral. Al principio de la noche del 3
al 4 de noviembre, murió apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras «Ecce
venio». No tenía más que cuarenta y seis años de edad. La devoción al santo
cardenal se propagó rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio, quien le llamó
«un segundo Ambrosio», mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para
que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de
requiem, sino una misa solemne. San Carlos fue oficialmente canonizado por
Paulo V en 1610.
Se puede decir, con verdad, que hasta la
fecha no se ha publicado ninguna biografía de san Carlos basada en un estudio
serio de los materiales que se encuentran en los archivos privados, diplomáticos
y eclesiásticos. Los lectores modernos conocen al santo, sobre todo, a través
de la biografía de Giussano (1610), cuya edición latina anotó Oltrocchi en 1751
y la del P. Sylvain, Histoire de Saint Charles Borromée (3 vols, 1884). Tal vez
la más valiosa de las fuentes, dado que se trata de la obra de un amigo que
conoció íntimamente a san Carlos, es el libro del barnabita Bascape, De vita et
rebus gestis Caroli cardinalis (1592). En el siglo XX se han publicado muchos
estudios históricos sobre los resultados del Concilio de Trento en materia de
contrarreforma, y muchos de ellos arrojan luz sobre la vida y las actividades
de san Carlos. En este sentido, podríamos dar aquí una bibliografía inmensa;
pero nos contentaremos con citar las obras principales. Entre las obras de tipo
general, conviene ver la Historia de los Papas de Pastor, y la vasta colección
de documentos iniciada por Merkle y Ehses acerca de las sesiones del Concilio
de Trento. J. A. Sassi editó en 1747 los escritos de San Carlos en cinco
volúmenes; pero en aquella época, no se conocía o no se podía publicar, una
gran parte de la correspondencia del santo. Acerca de la acusación que se hizo
a San Carlos de perseguir despiadadamente a los herejes, cf. The Tablet, 29 de
julio de 1905. Sobre la falla de precauciones sanitarias durante la gran
epidemia, véase el importantísimo estudio del P. A. Gemelli, en Scuola
Cattolica (1910).
Cuadros:G. Lanfranchi: San Carlos Borromeo en éxtasis, s. XVII y Carlos Saraceni: San Carlos Borromeo asiste a un apestado, 1618.
Cuadros:G. Lanfranchi: San Carlos Borromeo en éxtasis, s. XVII y Carlos Saraceni: San Carlos Borromeo asiste a un apestado, 1618.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 6249 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_4029
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