San Francisco Javier, religioso presbítero
fecha: 3 de diciembre
n.: 1506 - †: 1552 - país: China
canonización: B: Pablo V 1619 - C: Gregorio XV 1622
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1506 - †: 1552 - país: China
canonización: B: Pablo V 1619 - C: Gregorio XV 1622
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria de san Francisco Javier, presbítero de la Orden de la
Compañía de Jesús, evangelizador de la India, el cual, nacido en Navarra, fue
uno de los primeros compañeros de san Ignacio que, movido por el ardor de
dilatar el Evangelio, anunció diligentemente a Cristo a innumerables pueblos en
la India, en las Molucas y otras islas, y después en Japón. Convirtió a muchos
a la fe y, finalmente, murió en la isla de San Xon, en China, consumido por la
enfermedad y los trabajos.
Patronazgos: patrono de la India, los misioneros y la misiones, en especial las
del Oriente, de la prensa católica, de los marinos, protector contra las
tormentas y la pestilencia, y para pedir una buena muerte.
Oración: Señor y Dios nuestro, tú has querido
que numerosas naciones llegaran al conocimiento de tu nombre por la predicación
de san Francisco Javier; infúndenos su celo generoso por la propagación de la
fe, y haz que tu Iglesia encuentre su gozo en evangelizar a todos los pueblos.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad
del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración
litúrgica).
Cristo confió a sus Apóstoles la misión de
ir a predicar a todas las naciones. En todas las épocas, Dios ha suscitado y
llenado de su Espíritu divino a hombres dispuestos a continuar esa ardua
misión. Enviados con la autoridad y en el nombre de Cristo por los sucesores de
los apóstoles en el gobierno de la Iglesia, esos hombres han conducido al redil
de Cristo a todas las naciones, con el propósito de completar el número de los
santos. Entre los misioneros que más éxito han tenido en la tarea, se cuenta al
ilustre san Francisco Javier, a quien san Pío X nombró patrono oficial de las
misiones extranjeras y de todas las obras relacionadas con la propagación de la
fe. Francisco Javier fue sin duda uno de los misioneros más grandes que han
existido. A este propósito, vale la pena citar, entre otros, el testimonio
sorprendente de Sir Walter Scott: «El protestante más rígido y el filósofo más
indiferente no pueden negar que supo reunir el valor y la paciencia de un
mártir, con el buen sentido, la decisión, la agilidad mental y la habilidad del
mejor negociador que haya ido nunca en embajada alguna». Francisco nació en
Navarra, cerca de Pamplona, en el castillo de Javier, en 1506; su nombre
completo era Francisco Javier de Jassu y Azpilcueta, y su lengua materna el
vascuense (euskera). El futuro santo era el benjamín de la familia. A los
dieciocho años, fue a estudiar a la Universidad de París, en el colegio de
Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado. Allí conoció a
Ignacio de Loyola, a cuya influencia opuso resistencia al principio. Sin
embargo, fue uno de los siete primeros jesuitas que se consagraron al servicio
de Dios en Montmartre, en 1534. Junto con ellos recibió la ordenación
sacerdotal en Venecia, tres años más tarde, y con ellos compartió las
vicisitudes de la naciente Compañía. En 1540, San Ignacio envió a Francisco
Javier y a Simón Rodríguez a la India. Fue esa la primera expedición misional
de la Compañía de Jesús.
Francisco Javier llegó a Lisboa hacia
fines de junio. Inmediatamente, fue a reunirse con el P. Rodríguez, quien
moraba en un hospital donde se ocupaba de asistir e instruir a los enfermos.
Javier se hospedó también allí y ambos solían salir a instruir y catequizar en
la ciudad. Pasaban los domingos oyendo confesiones en la corte, pues el rey Juan
III los tenía en gran estima. Esa fue la razón por la que el P. Rodríguez tuvo
que quedarse en Lisboa. También san Francisco Javier se vio obligado a
permanecer allí ocho meses y, fue por entonces cuando escribió a san Ignacio:
«El rey no está todavía decidido a enviarnos a la India, porque piensa que aquí
podremos servir al Señor tan eficazmente como allá». Antes de la partida de
Javier, que tuvo lugar el 7 de abril de 1541, día de su trigésimo quinto
cumpleaños, el rey le entregó un breve por el que el Papa le nombraba nuncio
apostólico en el Oriente. El monarca no pudo conseguir que aceptase como
presente más que un poco de ropa y algunos libros. Tampoco quiso Javier llevar
consigo a ningún criado, alegando que «la mejor manera de alcanzar la verdadera
dignidad es lavar los propios vestidos sin que nadie lo sepa». Con él partieron
a la India el P. Pablo de Camerino, que era italiano, y Francisco Mansilhas, un
portugués que aún no había recibido las órdenes sagradas. En una afectuosa
carta de despedida que el santo escribió a san Ignacio, le decía a propósito de
este último, que poseía «un bagaje de celo, virtud y sencillez, más que de
ciencia extraordinaria». Francisco Javier partió en el barco que transportaba
al gobernador de la India, Don Martín Alfonso de Sousa. Otros cuatro navíos
completaban la flota. En la nave del almirante, además de la tripulación, había
pasajeros, soldados, esclavos y convictos. Francisco se encargó de catequizar a
todos. Los domingos predicaba al pie del palo mayor de la nave. Por otra parte,
convirtió su camarote en enfermería y se dedicó a cuidar a todos los enfermos,
a pesar de que, al principio del viaje, los mareos le hicieron sufrir mucho a
él también. Entre la tripulación y entre los pasajeros había gentes de toda especie,
de suerte que Javier tuvo que mediar en reyertas, combatir la blasfemia, el
juego y otros desórdenes. Pronto se desató a bordo una epidemia de escorbuto y
sólo los tres misioneros se encargaban del cuidado de los enfermos. La
expedición navegó cinco meses para doblar el Cabo de Buena Esperanza y llegar a
Mozambique, donde se detuvo durante el invierno; después siguió por la costa
este del Africa y se detuvo en Malindi y en Socotra. Por fin, dos meses después
de haber zarpado de este último puerto, la expedición llegó a Goa, el 6 de mayo
de 1542, al cabo de tres meses de viaje (es decir, el doble del tiempo normal).
San Francisco Javier se estableció en el hospital hasta que llegaron sus
compañeros, cuyo navío se había retrasado.
Goa era colonia portuguesa desde 1510.
Había ahí un número considerable de cristianos, y la organización eclesiástica
estaba compuesta por un obispo, el clero secular y regular, y varias iglesias.
Desgraciadamente, muchos de los portugueses se habían dejado arrastrar por la
ambición, la avaricia, la usura y los vicios, hasta el extremo de olvidar
completamente que eran cristianos. Los sacramentos habían caído en desuso;
fuera de Goa había a lo más, cuatro predicadores y ninguno de ellos era
sacerdote; los portugueses usaban el rosario para contar el número de azotes
que mandaban dar a sus esclavos. La escandalosa conducta de los cristianos, que
vivían en abierta oposición con la fe que profesaban y así alejaban de la fe a
los infieles, fue una especie de reto para san Francisco Javier. El misionero
comenzó por instruir a los portugueses en los principios de la religión y
formar a los jóvenes en la práctica de la virtud. Después de pasar la mañana en
asistir y consolar a los enfermos y a los presos, en hospitales y prisiones
miserables, recorría las calles tocando una campanita para llamar a los niños y
a los esclavos al catecismo. Estos acudían en gran cantidad y el santo les
enseñaba el Credo, las oraciones y la manera de practicar la vida cristiana.
Todos los domingos celebraba la misa a los leprosos, predicaba a los cristianos
y a los hindúes y visitaba las casas. Su amabilidad y su caridad con el prójimo
le ganaron muchas almas. Uno de los excesos más comunes era el concubinato de
los portugueses de todas las clases sociales con las mujeres del país, dado que
había en Goa muy pocas cristianas portuguesas. Tursellini, el autor de la
primera biografía de san Francisco Javier, que fue publicada en 1594, describe
con viveza los métodos que empleó el santo contra ese exceso. Por ellos, puede
verse el tacto con que supo Javier predicar la moralidad cristiana, demostrando
que no contradecía ni al sentido común, ni a los instintos verdaderamente
humanos. Para instruir a los pequeños y a los ignorantes, el santo solía
adaptar las verdades del cristianismo a la música popular, un método que tuvo
tal éxito que, poco después, se cantaban las canciones que él había compuesto,
lo mismo en las calles que en las casas, en los campos que en los talleres.
Cinco meses más tarde, se enteró Javier de
que en las costas de la Pesquería, que se extienden frente a Ceilán desde el
Cabo de Comorín hasta la isla de Manar, habitaba la tribu de los paravas. Estos
habían aceptado el bautismo para obtener la protección de los portugueses
contra los árabes y otros enemigos; pero, por falta de instrucción, conservaban
aún las supersticiones del paganismo y praticaban sus errores (el P. Coleridge,
S.J. escribe con razón: «Probablemente todos los misioneros que han ido a
regiones en las que sus compatriotas se hallaban ya establecidos ... han
encontrado en ellos a los peores enemigos de su obra de evangelización. En este
sentido, las naciones católicas son tan culpables como las protestantes.
España, Francia y Portugal son tan culpables corno Inglaterra y Holanda»). Javier
partió en auxilio de esa tribu que «sólo sabía que era cristiana y nada más».
El santo hizo trece veces aquel viaje tan peligroso, bajo el tórrido calor del
sur de Asia. A pesar de la dificultad, se puso a aprender el idioma nativo y a
instruir y confirmar a los ya bautizados. Particular atención consagró a la
enseñanza del catecismo a los niños. Los paravas, que hasta entonces no
conocían siquiera el nombre de Cristo, recibieron el bautismo en grandes
multitudes. A este propósito, Javier informaba a sus hermanos de Europa que,
algunas veces, tenía los brazos tan fatigados por administrar el bautismo, que
apenas podía moverlos. Los generosos paravas que eran de casta baja,
dispensaron a san Francisco Javier una acogida calurosa, en tanto que los
brahamanes, de clase elevada, recibieron al santo con gran frialdad, y su éxito
con ellos fue tan reducido que, al cabo de doce meses, sólo había logrado
convertir a un brahamán. Según parece, en aquella época Dios obró varias
curaciones milagrosas por medio de Javier.
Por su parte, Javier se adaptaba
plenamente al pueblo con el que vivía. Lo mismo que los pobres, comía arroz,
bebía agua y dormía en el suelo de una pobre choza. Dios le concedió
maravillosas consolaciones interiores. Con frecuencia, decía Javier de sí mimo:
«Oigo exclamar a este pobre hombre que trabaja en la viña de Dios: 'Señor no me
des tantos consuelos en esta vida; pero, si tu misericordia ha decidido
dármelos, llévame entonces todo entero a gozar plenamente de Ti'». Javier
regresó a Goa en busca de otros misioneros y volvió a la tierra de los paravas
con dos sacerdotes y un catequista indígenas y con Francisco Mansilhas a
quienes dejó en diferentes puntos del país. El santo escribió a Mansilhas una
serie de cartas que constituyen uno de los documentos más importantes para
comprender el espíritu de Javier y conocer las dificultades con que se
enfrentó. El sufrimiento de los nativos a manos de los paganos y de los
portugueses se convirtió en lo que él describía como «una espina que llevo
constantemente en el corazón». En cierta ocasión, fue raptado un esclavo indio
y el santo escribió: «¿Les gustaría a los portugueses que uno de los indios se
llevase por la fuerza a un portugués al interior del país? Los indios tienen
idénticos sentimientos que los portugueses». Poco tiempo después, san Francisco
Javier extendió sus actividades a Travancore. Algunos autores han exagerado el
éxito que tuvo ahí, pero es cierto que fue acogido con gran regocijo en todas
las poblaciones y que bautizó a muchos de los habitantes. En seguida, escribió
al P. Mansilhas que fuese a organizar la Iglesia entre los nuevos convertidos.
En su tarea solía valerse el santo de los niños, a quienes seguramente divertía
mucho repetir a otros lo que acababan de aprender de labios del misionero. Los
badagas del norte cayeron sobre los cristianos de Comoín y Tuticorín,
destrozaron las poblaciones, asesinaron a varios y se llevaron a otros muchos
como esclavos. Ello entorpeció la obra misional del santo. Según se cuenta, en
cierta ocasión, salió solo Javier al encuentro del enemigo, con el crucifijo en
la mano, y le obligó a detenerse. Por otra parte, también los portugueses
entorpecían la evangelización; así, por ejemplo, el comandante de la región
estaba en tratos secretos con los badagas. A pesar de ello, cuando el propio
comandante tuvo que salir huyendo, perseguido por los badagas, san Francisco
Javier escribió inmediatamente al P. Mansilhas: «Os suplico, por el amor de
Dios, que vayáis a prestarle auxilio sin demora». De no haber sido por los
esfuerzos infatigables del santo, el enemigo hubiese exterminado a los paravas.
Y hay que decir, en honor de esa tribu, que su firmeza en la fe católica
resistió a todos los embates.
El reyezuelo de Jaffna (Ceilán del norte),
al enterarse de los progresos que había hecho el cristianismo en Manar, mandó
asesinar allí a 600 cristianos. El gobernador, Martín de Sousa, organizó una
expedición punitiva que debía partir de Negatapam. San Francisco Javier se
dirigió a ese sitio; pero la expedición no llegó a partir, de suerte que el
santo decidió emprender una peregrinación, a pie, al santuario de Santo Tomás
en Milapur, donde había una reducida colonia portuguesa a la que podía prestar
sus servicios. Se cuentan muchas maravillas de los viajes de san Francisco Javier.
Además de la conversión de numerosos pecadores públicos europeos, a los que se
ganaba con su exquisita cortesía, se le atribuyen también otros milagros. En
1545, el santo escribió desde Cochín una extensa carta muy franca al rey, en la
que le daba cuenta del estado de la misión. En ella habla del peligro en que
estaban los neófitos de volver al paganismo, «escandalizados y desalentados por
las injusticias y vejaciones que les imponen los propios oficiales de Vuestra
Majestad ... Cuando nuestro Señor llame a Vuestra Majestad a juicio, oirá tal
vez Vuestra Majestad las palabras airadas del Señor: '¿Por qué no castigaste a
aquellos de tus súbditos sobre los que tenías autoridad y que me hicieron la
guerra en la India?'». El santo habla muy elogiosamente del vicario general en
las Indias, Don Miguel Vaz, y ruega al rey que le envíe nuevamente con plenos
poderes, una vez que éste haya rendido su informe en Lisboa. «Como espero morir
en estas partes de la tierra y no volveré a ver a Vuestra Majestad en este mundo,
ruégole que me ayude con sus oraciones para que nos encontremos en el otro,
donde ciertamente estaremos más descansados que en éste». San Francisco Javier
repite sus alabanzas sobre el vicario general en una carta al P. Simón
Rodríguez, en donde habla todavía con mayor franqueza acerca de los europeos:
«No titubean en hacer el mal, porque piensan que no puede ser malo lo que se
hace sin dificultad y para su beneficio. Estoy aterrado ante el número de
inflexiones nuevas que se dan aquí a la conjugación del verbo 'robar'».
En la primavera de 1545, san Francisco
Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro meses. Malaca era entonces una
ciudad grande y próspera. Albuquerque la había conquistado para la corona
portuguesa en 1511 y, desde entonces, se había convertido en un centro de
costumbres licenciosas. Anticipándose a la moda que se introduciría varios
siglos más tarde, las jóvenes se paseaban en pantalones, sin tener siquiera la
excusa de que trabajaban como los hombres. El santo fue acogido en la ciudad
con gran reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos de
reforma. En los dieciocho meses siguientes, es difícil seguirle los pasos. Fue
una época muy activa y particularmente interesante, pues la pasó en un mundo en
gran parte desconocido, visitando ciertas islas a las que él da el nombre
genérico de Molucas y que es difícil identificar con exactitud. Sabemos que
predicó y ejerció el ministerio sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y otros
sitios, en algunos de los cuales había colonias de mercaderes portugueses.
Aunque sufrió mucho en aquella misión, escribió a san Ignacio: «Los peligros a
los que me encuentro expuesto y los trabajos que emprendo por Dios, son
primaveras de gozo espiritual. Estas islas son el sitio del mundo en que el
hombre puede más fácilmente perder la vista de tanto llorar; pero se trata de
lágrimas de alegría. No recuerdo haber gustado jamás tantas delicias interiores
y los consuelos no me dejan sentir el efecto de las duras condiciones
materiales y de los obstáculos que me oponen los enemigos declarados y los
amigos aparentes». De vuelta a Malaca, el santo pasó ahí otros cuatro meses,
predicando a aquellos cristianos tan poco generosos. Antes de partir a la
India, oyó hablar del Japón a unos mercaderes portugueses y conoció
personalmente a un fugitivo del Japón, llamado Anjiro. Javier desembarcó
nuevamente en la India, en enero de 1548.
Pasó los siguientes quince meses viajando
sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de Comorín, para consolidar su obra
(sobre todo el «Colegio Internacional de San Pablo» de Goa) y preparar su
partida al misterioso Japón, en el que hasta entonces no había penetrado ningún
europeo. Entonces, escribió la última carta al rey Juan III, a propósito de un
obispo armenio y de un fraile franciscano. En ella decía: «La experiencia me ha
enseñado que Vuestra Majestad tiene poder para arrebatar a las Indias sus
riquezas y disfrutar de ellas, pero no lo tiene para difundir la fe cristiana».
En abril de 1549, partió de la India, acompañado por otro sacerdote de la
Compañía de Jesús y un hermano coadjutor, por Anjiro (que había tomado el
nombre de Pablo) y por otros dos japoneses que se habían convertido al
cristianismo. El día de la fiesta de la Asunción del mismo año, desembarcaron
en Kagoshima, en tierra japonesa.
En Kagoshima, los habitantes los dejaron
en paz. San Francisco Javier se dedicó a aprender el japonés. Lejos de poseer
el don de lenguas que algunos le atribuyen, el santo tenía más bien dificultad
en aprender los idiomas. Tradujo al japonés una exposición muy sencilla de la
doctrina cristiana que repetía a cuantos se mostraban dispuestos a escucharle.
Al cabo de un año de trabajo, había logrado unas cien conversiones. Ello
provocó las sospechas de las autoridades, las cuales le prohibieron que
siguiese predicando. Entonces, el santo decidió trasladarse a otro sitio con
sus compañeros, dejando a Pablo al cuidado de los neófitos. Antes de partir de
Kagoshima, fue a visitar la fortaleza de Ichiku; ahí convirtió a la esposa del
jefe de la fortaleza, al criado de ésta, a algunas personas más y dejó la nueva
cristiandad al cargo del criado. Diez años más tarde, Luis de Almeida, médico y
hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, encontró en pleno fervor a esa
cristiandad aislada. San Francisco Javier se trasladó a Hirado, al norte de
Nagasaki. El gobernador de la ciudad acogió bien a los misioneros, de suerte
que en unas cuantas semanas pudieron hacer más de lo que había hecho en
Kagoshima en un año. El santo dejó esa cristiandad a cargo del P. de Torres y
partió con el hermano Fernández y un japonés a Yamaguchi, en Honshu. Ahí
predicó en las calles y delante del gobernador; pero no tuvo ningún éxito y las
gentes de la región se burlaron de él.
Javier quería ir a Miyako (Kioto), que era
entonces la principal ciudad del Japón. Después de trabajar un mes en
Yamaguchi, donde apenas cosechó algo más que afrentas, prosiguió el viaje con
sus dos compañeros. Como el mes de diciembre estaba ya muy avanzado, los
aguaceros, la nieve y los abruptos caminos hicieron el viaje muy penoso. En
febrero, llegaron los misioneros a Miyako. Allí se enteró el santo de que para
tener una entrevista con el mikado (cuyo poder era sólo aparente) necesitaba
pagar una suma mucho mayor a la que poseía. Por otra parte, como la guerra
civil hacía estragos en la ciudad, san Francisco Javier comprendió que, por el
momento, no podía hacer ningún bien allí, por lo cual volvió a Yamaguchi,
quince días después. Viendo que la pobreza evangélica no producía en el Japón
el mismo efecto que en la India, el santo cambió de método. Vestido
decentemente y escoltado por sus compañeros, se presentó ante el gobernador
como embajador de Portugal, le entregó las cartas que le habían dado para el
caso las autoridades de la India y le regaló una caja de música, un reloj y
unos anteojos, entre otras cosas. El gobernador quedó encantado con esos
regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió un antiguo templo budista
para que se alojase mientras estuviese ahí. Habiendo obtenido así la protección
oficial, san Francisco Javier predicó con gran éxito y bautizó a muchas
personas.
Habiéndose enterado de que un navío
portugués había atracado en Funai (Oita) de Kiushu, el santo partió para allá.
Uno de los miembros de la expedición era el viajero Fernando Méndez Pinto,
quien dejó una descripción muy completa y divertida de la procesión que
organizaron los portugueses para acompañar ceremoniosamente a su admirado
Javier en su visita al gobernador de la ciudad. Desgraciadamente, Méndez Pinto
era un escritor muy imaginativo, de suerte que no se puede dar crédito a lo que
nos cuenta sobre las actividades y peripecias del santo en Funai. Francisco
Javier resolvió partir en ese barco portugués a visitar sus cristiandades de la
India antes de hacer el deseado viaje a China. Los cristianos del Japón, que
eran ya unos 2000 y constuían la semilla de tantos mártires del futuro,
quedaron al cuidado del P. Cosme de Torres y del hermano Fernández. A pesar de
los descalabros que había sufrido en el Japón, San Francisco Javier opinaba que
«no hay entre los infieles ningún pueblo más bien dotado que el japonés».
La cristiandad había prosperado en la
India durante la ausencia de Javier; pero también se habían multiplicado las
dificultades y los abusos, tanto entre los misioneros como entre las
autoridades portuguesas, y todo ello necesitaba urgentemente la atención del
santo. Francisco Javier emprendió la tarea con tanta caridad como firmeza.
Cuatro meses después, el 25 de abril de 1552, se embarcó nuevamente, llevando
por compañeros a un sacerdote y un estudiante jesuitas, un criado indio y un
joven chino que hubiera sido su intérprete si no hubiese olvidado su lengua
natal. En Malaca, el santo fue recibido por Diego Pereira, a quien el virrey de
la India había nombrado embajador ante la corte de China.
San Francisco tuvo que hablar en Malaca
sobre dicha embajada con Don Alvaro de Ataide, hijo de Vasco de Gama, que era
el jefe en la marina de la región. Como Alvaro de Ataide era enemigo personal
de Diego Pereira, se negó a dejarle partir, tanto en calidad de embajador como
de comerciante. Ataide no se dejó convencer por los argumentos de Francisco
Javier, ni siquiera cuando éste le mostró el breve de Paulo III por el que
había sido nombrado nuncio apostólico. Por él hecho de oponer obstáculos a un
nuncio pontificio, Ataide incurría en la excomunión. Desgraciadamente, el santo
había dejado en Goa el original del breve pontificio. Finalmente, Ataide
permitió que Francisco Javier partiese a la China en la nave de Pereira, pero
no dejó que este último se embarcase. Pereira tuvo la nobleza de aceptar el
trato. Como el fin de la embajada hubiese fracasado, el santo envió al Japón al
otro sacerdote jesuita y sólo conservó a su lado al joven chino, que se llamaba
Antonio. Con su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente en China, que
hasta entonces había sido inaccesible a los extranjeros. A fines de agosto de
1552, la expedición llegó a la isla desierta de Sancián (Shang-Chawan), que
dista unos veinte kilómetros de la costa y está situada a cien kilómetros al sur
de Hong Kong.
Por medio de una de las naves, Francisco
Javier escribió desde allí varias cartas. Una de ellas iba dirigida a Pereira,
a quien el santo decía: «Si hay alguien que merezca que Dios le premie en esta
empresa, sois vos. Y a vos se deberá su éxito». En seguida, describía las
medidas que había tomado: con mucha dificultad y pagando generosamente, había
conseguido que un mercader chino se comprometiese a desembarcarle de noche en
Cantón, no sin exigirle que jurase que no revelaría su nombre a nadie. En tanto
que llegaba la ocasión de realizar el proyecto, Javier cayó enfermo. Como sólo
quedaba uno de los navíos portugueses, el santo se encontró en la miseria. En
su última carta escribió: «Hace mucho tiempo que no tenía tan pocas ganas de
vivir como ahora». El mercader chino no volvió a presentarse. El 21 de
noviembre, el santo se vio atacado por una fiebre y se refugió en el navío.
Pero el movimiento del mar le hizo daño, de suerte que al día siguiente pidió
que le transportasen de nuevo a tierra. En el navío predominaban los hombres de
Don Alvaro de Ataide, los cuales, temiendo ofender a éste, dejaron a Javier en
la playa, expuesto al terrible viento del norte. Un compasivo comerciante
portugués le condujo a su cabaña, tan maltrecha, que el viento se colaba por
las rendijas. Ahí estuvo Francisco Javier recostado, consumido por la fiebre.
Sus amigos le hicieron algunas sangrías, sin éxito alguno. Entre los espasmos
del delirio, el santo oraba constantemente. Poco a poco, se fue debilitando. El
sábado 3 de diciembre, según escribió Antonio, «viendo que estaba moribundo, le
puse en la mano un cirio encendido. Poco después, entregó el alma a su Creador
y Señor con gran paz y reposo, pronunciando el nombre de Jesús». San Francisco
Javier tenía entonces cuarenta y seis años y había pasado once en el Oriente.
Fue sepultado el domingo por la tarde. Al entierro asistieron Antonio, un
portugués y dos esclavos (el fiel Antonio describió los últimos días del santo,
en una carta a Manuel Teixeira, el cual la publicó en su biografía del santo).
Uno de los tripulantes del navío había
aconsejado que se llenase de barro el féretro para poder trasladar más tarde
los restos. Diez semanas después, se procedió a abrir la tumba. Al quitar el
barro del rostro, los presentes descubrieron que se conservaba perfectamente
fresco y que no había perdido el color; también el resto del cuerpo estaba
incorrupto y sólo olía a barro. El cuerpo fue trasladado a Malaca, donde todos
salieron a recibirlo con gran gozo, excepto Don Alvaro de Ataide. Al fin del
año, fue trasladado a Goa, donde los médicos comprobaron que se hallaba
incorrupto. Allí reposa todavía, en la iglesia del Buen Jesús. Francisco Javier
fue canonizado en 1622, al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, Teresa de Avila,
Felipe Neri e Isidro el Labrador.
Durante mucho tiempo, se creyó que las
cartas y documentos biográficos reunidos en dos voluminosos tomos titulados
«Monumenta Xaveriana» (1899-1912) habían agotado la materia. Indudablemente
dichos documentos, de los que se hizo una edición crítica en Monumenta
Historica Societatis Jesu (Madrid), son importantísimos; constituyen el texto
más autorizado de las cartas del santo (ver en la
Biblioteca) y transmiten fielmente las deposiciones de los
testigos en el proceso de beatificación, además de otros materiales de gran
valor. Pero el P. Jorge Schurhammer, trabajando en los archivos de Lisboa y
empleando ciertas fuentes japonesas de Tokio, que hasta entonces no se habían
estudiado, consiguió reunir muchos otros datos, que completan y aun corrigen
los que se tenían hasta entonces. El P. Schurhammer publicó, en colaboración
con el P. J. Wicki, la edición definitiva de las preciosas cartas del santo (2 vols.,
1943-1944). También publicó una biografía corta, titulada Der heilige Franz
Xaver (1925), y completó esa obra con una serie de artículos y estudios
monográficos sobre diferentes aspectos de la extraordinaria vida misionera de
Francisco Javier. La mayor parte de esos estudios puede verse en Analecta
Bollandiana, particularmente vol. XL (1922), pp. 171-178, vol.
XLIV (1926), pp. 445-446, vol. XLVI (1928), pp. 455-546, vol. XLVIII (1930),
pp. 441-445, vol. L (1932) , pp. 453-454, vol. LV (1936) , pp. 247-249, y vol. LXIX (1951) ,
pp. 438-441. En el primero de dichos artículos se encontrará un estudio sobre
las reliquias del santo; en el cuarto, un resumen del folleto del P.
Sehurhanner, titulado Das Kirchliche Sprachproblem, sostiene que la afirmación de
que el santo era capaz de conversar y discutir en japonés carece de fundamento.
Dicha leyenda se debe a la imaginación e ignorancia de dos testigos en el
proceso de beatificación.
Imágenes:
-San Francisco Javier, Andrea Pozzo, 1701, Óleo sobre tela, 235 x 137 cm, Kiscelli Museum, Budapest.
-Certificado de la canonización expedido por Urbano VIII en 1623, un año después de la canonización del santo por Gregorio XV.
Imágenes:
-San Francisco Javier, Andrea Pozzo, 1701, Óleo sobre tela, 235 x 137 cm, Kiscelli Museum, Budapest.
-Certificado de la canonización expedido por Urbano VIII en 1623, un año después de la canonización del santo por Gregorio XV.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 4143 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente
enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_4394
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