Conmemoración de todos
los fieles difuntos
fecha: 2 de noviembre
hagiografía: Vaticano
hagiografía: Vaticano
Elogio: Conmemoración de
todos los fieles difuntos. La Santa Madre Iglesia, después de su solicitud en
celebrar con las debidas alabanzas la dicha de todos sus hijos bienaventurados
en el cielo, se interesa ante el Señor en favor de las almas de cuantos nos
precedieron con el signo de la fe y duermen en la esperanza de la resurrección,
y por todos los difuntos desde el principio del mundo, cuya fe sólo Dios
conoce, para que, purificados de toda mancha del pecado y asociados a los
ciudadanos celestes, puedan gozar de la visión de la felicidad eterna.
Oración: Escucha, Señor,
nuestras suplicas, para que, al confesar la resurrección de Jesucristo, tu
Hijo, se afiance también nuestra esperanza de que todos tus hijos resucitarán.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad
del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración
litúrgica).
Salmo 111: La
felicidad del justo
1 Dichoso quien teme al Señor
y ama de corazón sus mandatos.
2 Su linaje será poderoso en la tierra,
la descendencia del justo será bendita.
3 En su casa habrá riquezas y abundancia,
su caridad es constante, sin falta.
4 En las tinieblas brilla como una luz
el que es justo, clemente y compasivo.
5 Dichoso el que se apiada y presta,
y administra rectamente sus asuntos.
6 El justo jamás vacilará,
su recuerdo será perpetuo.
7 No temerá las malas noticias,
su corazón está firme en el Señor.
8 Su corazón está seguro, sin temor,
hasta que vea derrotados a sus enemigos.
9 Reparte limosna a los pobres;
su caridad es constante, sin falta,
y alzará la frente con dignidad.
10 El malvado, al verlo, se irritará,
rechinará los dientes hasta consumirse.
La ambición del malvado fracasará.
Después
de celebrar ayer la solemne fiesta de Todos los Santos del cielo, hoy
conmemoramos a todos los Fieles Difuntos. La liturgia nos invita a orar por
nuestros seres queridos que han fallecido, dirigiendo nuestro pensamiento al
misterio de la muerte, herencia común de todos los hombres. Iluminados por la
fe, contemplamos el enigma humano de la muerte con serenidad y esperanza. Según
la Escritura, más que un final, es un nuevo nacimiento, es el paso obligado a
través del cual pueden llegar a la vida plena los que conforman su vida terrena
según las indicaciones de la palabra de Dios.
El
salmo 111, composición de índole sapiencial, nos presenta la figura de estos
justos, los cuales temen al Señor, reconocen su trascendencia y se adhieren con
confianza y amor a su voluntad a la espera de encontrarse con él después de la
muerte. A esos fieles está reservada una »bienaventuranza»: »Dichoso el que
teme al Señor» (v. 1). El salmista precisa inmediatamente en qué consiste ese
temor: se manifiesta en la docilidad a los mandamientos de Dios. Llama dichoso
a aquel que «ama de corazón sus mandatos» y los cumple, hallando en ellos
alegría y paz.
La
docilidad a Dios es, por tanto, raíz de esperanza y armonía interior y
exterior. El cumplimiento de la ley moral es fuente de profunda paz de la
conciencia. Más aún, según la visión bíblica de la «retribución», sobre el
justo se extiende el manto de la bendición divina, que da estabilidad y éxito a
sus obras y a las de sus descendientes: «Su linaje será poderoso en la tierra,
la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia»
(vv. 2-3; cf. v. 9). Ciertamente, a esta visión optimista se oponen las
observaciones amargas del justo Job, que experimenta el misterio del dolor, se
siente injustamente castigado y sometido a pruebas aparentemente sin sentido.
Job representa a muchas personas justas, que sufren duras pruebas en el mundo.
Así pues, conviene leer este salmo en el contexto global de la sagrada
Escritura, hasta la cruz y la resurrección del Señor. La Revelación abarca la
realidad de la vida humana en todos sus aspectos.
Con
todo, sigue siendo válida la confianza que el salmista quiere transmitir y
hacer experimentar a quienes han escogido seguir el camino de una conducta
moral intachable, contra cualquier alternativa de éxito ilusorio obtenido
mediante la injusticia y la inmoralidad. El centro de esta fidelidad a la
palabra divina consiste en una opción fundamental, es decir, la caridad con los
pobres y necesitados: «Dichoso el que se apiada y presta (...). Reparte limosna
a los pobres» (vv. 5. 9). Por consiguiente, el fiel es generoso: respetando la
norma bíblica, concede préstamos a los hermanos que pasan necesidad, sin
intereses (cf. Dt 15, 7-11) y sin caer en la infamia de la usura, que arruina
la vida de los pobres.
El
justo, acogiendo la advertencia constante de los profetas, se pone de parte de
los marginados y los sostiene con ayudas abundantes. «Reparte limosna a los
pobres», se dice en el versículo 9, expresando así una admirable generosidad,
completamente desinteresada. El salmo 111, juntamente con el retrato del hombre
fiel y caritativo, «justo, clemente y compasivo», presenta al final, en un solo
versículo (cf. v. 10), también el perfil del malvado. Este individuo asiste al
éxito del justo recomiéndose de rabia y envidia. Es el tormento de quien tiene
una mala conciencia, a diferencia del hombre generoso cuyo «corazón está firme»
y «seguro» (vv. 7-8).
Nosotros
fijamos nuestra mirada en el rostro sereno del hombre fiel, que «reparte limosna
a los pobres» y, para nuestra reflexión conclusiva, acudimos a las palabras de
Clemente Alejandrino, el Padre de la Iglesia del siglo II, que comenta una
afirmación difícil del Señor. En la parábola sobre el administrador injusto
aparece la expresión según la cual debemos hacer el bien con «dinero injusto».
Aquí
surge la pregunta: el dinero, la riqueza, ¿son de por sí injustos? o ¿qué
quiere decir el Señor? Clemente Alejandrino lo explica muy bien en su homilía
titulada «¿Cuál rico se salvará?» Y dice: Jesús «declara injusta por naturaleza
cualquier posesión que uno conserva para sí mismo como bien propio y no la pone
al servicio de los necesitados; pero declara también que partiendo de esta
injusticia se puede realizar una obra justa y saludable, ayudando a alguno de
los pequeños que tienen una morada eterna junto al Padre (cf. Mt 10, 42; 18,
10)» (31, 6: Collana di Testi Patristici, CXLVIII, Roma 1999, pp. 56-57).
Y,
dirigiéndose al lector, Clemente añade: «Mira, en primer lugar, que no te ha
mandado esperar a que te rueguen o te supliquen, te pide que busques tú mismo a
los que son dignos de ser escuchados, en cuanto discípulos del Salvador» (31,
7: ib., p. 57). Luego, recurriendo a otro texto bíblico, comenta: «Así pues, es
hermosa la afirmación del Apóstol: 'Dios ama a quien da con alegría' (2 Co 9,
7), a quien goza dando y no siembra con mezquindad, para no recoger del mismo
modo, sino que comparte sin tristeza, sin hacer distinciones y sin dolor; esto
es auténticamente hacer el bien» (31, 8: ib.).
En el
día de la conmemoración de los difuntos, como dije al principio, todos estamos
llamados a confrontarnos con el enigma de la muerte y, por tanto, con la
cuestión de cómo vivir bien, cómo encontrar la felicidad. Y este salmo
responde: dichoso el hombre que da; dichoso el hombre que no utiliza la vida
para sí mismo, sino que da; dichoso el hombre que es «justo, clemente y
compasivo»; dichoso el hombre que vive amando a Dios y al prójimo. Así vivimos
bien y así no debemos tener miedo a la muerte, porque tenemos la felicidad que
viene de Dios y que dura para siempre.
SS. Benedicto XVI pronunció esta catequesis en la Aundiencia General de los miércoles, el 2 de noviembre de 2005, el primer año de su pontificado.
En la imagen: El triunfo de la muerte, de Lorenzo Costa (1490), fresco en Santiago el Mayor, Bolonia.
fuente: Vaticano
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modificación relevante: ant 2012
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