El sombrero blanco
Perla DÍAZ VELASCO
El sonido incesante del tren, ensordecedor y repetitivo me arrullaba. Llega un momento en que uno deja de escuchar cuando hay tanto ruido, hasta que se nulifica y se convierte en una música de fondo…
Durante la primera parte de la travesía estuve solo, fueron 6 horas en las que dormí a pierna suelta; sé que ronco porque yo mismo me he despertado, entonces estar solo me dio la confianza de dormir sin penas y sin sobresaltos. Estaba cansado. Las dos semanas anteriores las había pasado en misiones en Veracruz, que se había inundado por un huracán; como sacerdote, pude haberme quedado con mi labor de confesión únicamente, pero no soy una persona que se pueda quedar sentado, así que estuve ayudando, dando un par de brazos, todavía fuertes, y eso, a mi edad, ya cansa.
Pasada la crisis, iba de regreso, y la verdad sea dicha, fue una bendición estar solo en ese pequeño cuarto que servía de camarote para los viajeros fatigados. Entre sueño y sueño pensaba si las casualidades pueden nutrir nuestras vidas, y si todo eso era a lo que, obstinadamente, llamábamos Dios. Y por lo tanto, si mi propia vida tenía el sentido que yo insistía en darle.
En la llegada a Puebla mi descanso se vio interrumpido. Un anciano se asomó por la ventana interior del ferrocarril, me miró con recelo y luego entró sin llamar.
-Buen día- dijo con voz ronca.
-Buen día- contesté yo, enderezándome a mi pesar.
EL hombre vestía con un traje que evidenciaba su posición social. El sombrero blanco que llevaba, calculé, podía costar más que todo lo que yo pudiera traer conmigo.
Se sentó colocando el sombrero a un lado, me miró de frente y noté cierto reto en sus ojos.
-¿Va a México?
-Sí- dije.
-Yo también. Es sacerdote.- afirmó.
-Sí- contesté sin darle importancia al tono de su voz. Me miró de arriba abajo y desvió su mirada hacia el paisaje que pasaba veloz atrás de la ventana. Así pasaron dos horas de incómodo silencio, hasta que el anciano volvió a dirigirme la palabra.
-Yo soy general.
-¡Ah!- exclamé sin inmutarme. Silencio nuevamente, luego clavó sus ojos en los míos.
-Fui general en tiempos de Calles…
Comprendí en ese momento la situación. Era un general que luchó contra los Cristeros; estaba sentado frente a un asesino de sacerdotes.
Sentí cómo se me crispó la quijada y fui yo el que desvió esta vez la mirada hacia la ventana.
Otra hora de silencio, cada segundo más incómodo.
-¿Y… duerme tranquilo?- rompí el silencio. El hombre me miró sorprendido.
-No soy un asesino…
-¿No?- le contesté incrédulo y sin ironía en mi voz.
-¡No!- repuso tajante- sólo he cumplido con el papel que me fue impuesto.
-Y que usted aceptó.
-Alguien debía hacerlo; y lo hice lo mejor que pude.
En ese momento noté que el anciano, aunque de manera recia, trataba de justificar sus propias acciones; me pregunté si influía en algo mi profesión.
-Comencé muy joven- empezó a narrar, no estoy seguro si para mí o para sí mismo, pues rara vez me miró a lo largo del resto del viaje. Hablaba por pausas, dejando silencios de minutos, y en ocasiones hasta de horas entre comentario y comentario.
-Nací en un pueblo donde la religión es parte fundamental de la vida, tenía tres tíos sacerdotes y cuatro religiosas. Ahí se mama la fe en Dios, no es que la gente se pregunte nada; se nace con ella.
¿Estaba diciéndome que él creía en Dios? Me pregunté en silencio.
-Mis padres me dieron estudios, y cuando hubo que poner orden, no fue difícil conseguir un buen lugar en el gobierno; luego, las cosas comenzaron a ponerse feas. Calles no se andaba con tarugadas, había que hacer que las cosas anduvieran derechas, y yo estaba ahí, no había para dónde hacerse. Además, los hijos de puta que mandaban de la capital, esos si no tenían madre, hubiera sido peor, mucho peor.
El hombre estaba hundido en sus recuerdos.
-Sí, es cierto, hubieron cosas, encrucijadas, un chingo de muertos, todos esos que cada noche, al cerrar los ojos, me acompañan.
-Muchas veces me pregunté por qué Dios me puso ahí, soy un hombre fuerte, pero jamás pensé que tuviera que derramar a mi propia sangre por cumplir…
-“No hay autoridad que no venga de Dios”- pensé en voz alta, él me miró con brillo en los ojos y dijo con presteza.
-Romanos 13, 1. “No tendrías ningún poder sobre mí si no lo hubieras recibido de lo alto” Juan 19, 11.
Me pregunté cuántos años habría buscado en la Biblia la manera de justificar sus actos y sus decisiones.
-Muchas veces arriesgué todo, hasta los huevos- rió- ¿y sabe qué me salvó?
Lo miré interrogante. Él palmeó el sombrero que tenía al lado.
-¿El sombrero?- dije sorprendido.
-Las cosas no son lo que aparentan; este sombrero blanco fue mi salvo conducto en las balaceras. Al frente de todos los regimientos que venían de la capital fui siempre yo. Pero me pregunto, ¿no todos somos hijos de Dios?, ¿entonces?, ¿qué es más pecado?, ¿matar a tu sangre o derramar sangre desconocida?
Reconocí el camino de llegada a la capital, como hacía un rato que estaba callado, me levanté tratando de respetar sus pensamientos, fui a orinar. Al regresar el hombre parecía dormitar.
Llegamos a la terminal. Entonces me atreví a tocarle el hombro.
-Ya llegamos. ¿No va a bajar?
Él cayó hacia un lado. En silencio, lo recosté, cerré completamente sus ojos y le di la extremaunción.
Esa noche, en la soledad de mi cuarto comprendí que no había casualidades. Dios unió a ese general conmigo, para darnos una respuesta a ambos, para abrir nuestro camino hacia la luz.
Perla DÍAZ VELASCO
México DF, México
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