Encuentro con mis palabras
Oswaldo Antonio LUGO SEQUERA
Cuando emprendimos el viaje, el paisaje se veía de retroceso, todas las cosas venían de pronto de reversa, el cielo pintaban nubestas que parecían figuras que nos daban la despedida. La mañana aún era gris, tenía pegada a un a las horas pedacitos de Rocío que al contacto con los tímidos rayos del sol morían atravesados por la luz, el viaje parecían no tener retorno emprendíamos la búsqueda de un nuevo mundo.
El paisaje de olas espumosas que olían a tierra salada, de pronto se empezaba a perder en la distancia, el mundo comenzaba a tener entonces otro nombre, ya el patio enorme, con matas que bailaban todas las tardes con la brisa, y le coqueteaban a la orilla del río sus arrogancias ya sólo quedaban en mis recuerdos. Se hizo de pronto de cemento y asfalto la polvorienta callecita que se pintaba a cada rato de colores delirantes para que decidiéramos seguir pasando por ella como de enamoramiento.
- Señora: dijo de pronto una voz grave que parecía salir de un enorme caracol enrollado - no creo que el niño pueda alguna vez caminar.
La campesinita de ojos color café se le comenzó a derramar a borbotones granos marrón oscuro que parecían de una cosecha triste.
En el hospital del seguro social de Puerto Cabello, la tarde parecía de horas que no se terminaba, se pegaba a la piel de los que caminaban por los interminables pasillos. De repente, el silencio se pierde entre un sonido metálico de una de las puertas sin alma que se abre como impulsada por el viento, surge un vestido blanco largo como una vela, venía dentro una figura aún más larga, que parecía llamar las sombras, con una voz de silbido blanco que acariciara los nombres que pronunciaba.
- Señora Carmen, pase por aquí doñita ya la atiende el pediatra, vamos a tomar los datos del niño.
La luz de la luna brilló esa noche, redonda, de un azul de vidrio, que como por arte de magia volvía blanco todo lo que tocaba, como a las ocho de la noche se cerró la puerta del salón lleno de camas pero seguían los pasos ardiendo en el pasillo, de un extremo a otro. De vez en cuando se detenían y no sonaba más, morían tras una puerta, así era para todas las noches.
Una de las últimas noches que tuviste es en ese hospital después de cerrada la puerta como a las dos horas, el pasillo se hizo largo para unos pasos que no acababan de llegar, sonaban serenos, a pausa breve, limpios y secos; no servían como los de las anteriores noches, era capaz de hacer música. No era ahora de ronda del médico pero entró uno de mediana estatura; no vestía de blanco como todos, un sombrerito negro que la luz absorbía lo hacía más limpio, de faz sencilla, inspiraba confianza, un traje liso negro, que hizo juego con la luz nocturna de la luna, era delegado de bella estatura móvil de pureza; tenía a su alrededor su propia luz que se fragmentaba en pequeños cristales que volaban hacia la ventana, hacia tu cuerpo, hacia los caballitos de mar que adornaban tu cunita. Atravesó la distancia de la puerta a la cuna sin preocupación, ni siquiera se percató de que Má estaba acurrucadita en un rincón de la habitación en el suelo, se detuvo muy cerca de ti aún con las manos cruzadas en espalda, inclinó su torso para verte mejor; fue espléndido ver tu cuerpecito desde la luz que manaba el señor; acercó una mano pálida de dedos delegados casi transparentes, la pasó desde tu cadera hasta la punta del pie, se detuvo el tiempo, no respiraba ni el aire sólo pudo cantar la luz.
Ya cuando pasaban más de las doce del medida, el sol estaba bien alto, casi al punto de derretir todo lo que tocaba, hacía ya bastante tiempo que el paisaje conocido había dejado de existir seguir siendo de retrocesos la visualización de todo pero el paisaje ahora era totalmente nuevo. La antigua camioneta seguía rodando con su quejido de motor, que parecía despertar a su paso hasta la brisa.
De pronto se detuvo en una calle larga triste donde habían unos árboles muertos desde, que se erigían como grandes lanzas queriendo agujerear el cielo, el lugar era pálido, las casas se despegaban como naciendo de entre el barro que se apostaba a las márgenes de la calle sin vida. Habíamos llegados a lo que iba hacer nuestro nuevo lugar para vivir. Comenzaba ahora otra historia.
Oswaldo Lugo Sequera
Guacara, Venezuela
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