jueves, 27 de octubre de 2016

La unidad de mis otoños (mi reflexión sobre la unidad que trasciende todo) 26102016





La unidad de mis otoños
(mi reflexión sobre la unidad que trasciende todo)


Sin esta unidad, dolorosa y a veces pesada, no existe nada, todo se borra bajo las ráfagas del viento, si recordar a cualquier rostro, desgracia o felicidad como innecesarios. Tu casa, como en este poema de Luis Rosales, ya está encendida con todas sus ventanas que reflejan a los juguetes de tu infancia, a los libros de tu juventud, a las bodas y a los funerales. Es un intento vano y equivocado a borrarlos, a olvidarlos. Cualquier aniquilación es la intervención de la inexistencia, la irrupción de la muerte. Borrando y olvidando vamos a parecer a estas alcaldesas que interminablemente cambian los nombres de la calles en sus ciudades. Toda tragedia ya es la parte nuestra que contiene su catarsis.

Ninguno de los otoños no puede ser olvidado, aunque desaparezca todo y suenen los disparos.
En el final de su “Poema sin héroe” de Anna Ajmatova aparece un cuadro-epilogo: ella veía a su país en la ventana del avión que la llevaba al Asia. Empezaba el otoño del año 1942: se acercaban hacia Moscú los camiones de los ejércitos, por los caminos de Siberia iban los presos, entre los cuales estaba su hijo, las grandes fábricas se levantan tras las montañas de Ural. Ella veía a un movimiento de la historia, de su pueblo, donde se unía todo: victoria y represión, valentía e injusticia, orden y caos. Y en este instante una mujer desnutrida sentía a la unidad del mundo:

Dejando todo que se convirtió en nada,
hundida en el miedo,
pero sabiendo el tiempo en que estará vengada,
con las ojos que miraban secamente
Rusia avanzaba hacia el Occidente.

Y su poema llega al nivel épico, donde la unidad del movimiento histórico adquiere a su belleza, a su ritmo, como regalándolo a los versos: “¡No importan nuestros sufrimientos! ¡Es nuestro movimiento común, él de todos nosotros! Estamos viviendo ahora y aquí y no en el pasado con sus cuentas y ofensas”. Los otoños de la juventud se unen con los otoños de la revolución y del hambre y con este barro otoñal que ahora frena al movimiento de los tanques. Ajmatova vio a sí misma como grande y pequeña en el mismo tiempo: como una parte de todo esto ya soy grande y como solo una parte soy pequeña.

No somos poetas, pero esta visión nos abraza en los momentos más profundos e importantes de nuestra vida. A veces simplemente en el silencio y en la comprensión que Dios y misterio no son algunas realidades externas, sino están ahora y aquí, rodean a nosotros. En mi infancia en una pequeña ciudad de Estonia, donde el humo de la leña se mezclaba con el viento del mar y de bosque de los pinos, se levantaba en el centro un castillo obispal, todo en majestuosas ruinas, una inminente señal de la presencia del Orden Teutónico. Sus piedras me perecían extrañas: ya no se quedaron ni las tumbas, ni los nombres de sus constructores, sólo las gaviotas volaban como antes alrededor de su campanario. Unas grandes piedras-rocas en el bosque yacían ahí desde la Edad de Hielo, sentar en esta piedra e imaginar a un paisaje del museo zoológico había sido algo fantástico. Yo veía la unidad de los movimientos que llevaron como hacia mí, sentada con este libro sellado por la biblioteca infantil, tanto y hacia el palacio obispal, y a la cantata de Bach en la iglesia luterana. ¿Qué relación hay entre los salmos y esta piedra gigante? ¿Entre este bosque otoñal y los otros otoños de mi vida?

Mi abuela aún esperaba en nuestra casa, donde en la mitad de cada cuarto había una chimenea, mi abuelo fumaba en el banco cerca de la leña con el perro de caza acostado al lado de la cesta con setas: “¡Ni un liebre!”. El viejo vecino estonio bajaba de su bici y repetía lo mismo. Su bici era de los años cuarenta, de producción alemana. “¿Un trofeo?” – “Lo robé en Gestapo, estaba en la casa enfrente” – “¿Y no tenías miedo?” – “Más bien lo que no tenía era una bici”. Una de mis primeras visitas en la iglesia luterana había sido de sus funerales: un seco campesino estonio que estaba solo entre esta madera desnuda y tan lejos de nosotros, como adentrándose en el bosque eterno. Todos los recuerdos se parecen a un bosque: los árboles de los rostros y la unidad de los cuadros nos representan un paisaje. Así los describía Luis Rosales:
y formasen los muertos que más amas
un bosque ciego bajo el mar desnudo
-el bosque de la muerte en el deshoja,
un sol, ya en otro cielo, su oro mudo –

y volase un enjambre entre las ramas
donde puso el temblor la primer hoja…

Así el tiempo se convierte en la eternidad y la historia de este pequeño pueblo, perdido entre las bahías y los bosques, en una historia casi sagrada: con sus patriarcas, estirpes, milagros. ¡Siéntate en esta roca milenaria y mira a las nubes que pasan encima de los pinos, oiga el ruido del mar lejano, el movimiento de las hojas de los arbustos! Tú estás precisamente en este instante cuando tu vida entera conoce a su verdadero ser como una unidad que nunca podrá ser ni abatida, ni perdida, porque es lo único que te pertenece y no pertenece. Tú no puedes perder lo que es tuyo y no tuyo en el mismo tiempo. Y esta unidad intencional de la existencia entera abarca a toda nuestra vida con sus otoños, a todo nuestro tiempo histórico. “Cuando tal intuición está provocada por la acción de Dios, es la irrupción de la eternidad en el tiempo, la tangencia de lo eterno en lo histórico, el descenso de la Infinitud a la existencia” (S. G. Arzubialde “Theologia Spiritualis”). Es como un golpe de la vista que llega desde la profundidad y todo une en su autenticidad. Y no hay nada más autentico que lo que nosotros llamamos la Salvación.

Yo aún no sabía qué otra vez va a estar destrozado y roto este Imperio, que las guerras otra vez arrasarán a su tierra, que yo saldré para siempre de aquí y mi viejo coche, negro e imperial, para siempre se quedará bajo las hojas otoñales, como un monumento del pasado. Y si ahora volverse a la ciudad de mis abuelos, más te sonará el sueco que el ruso. Como siempre, como hace siglos. En las calles ya no encontrarás a las bicis alemanas viejas, igual que a los obispos de su origen que gobernaban aquí hace siete siglos, pero Bach sonará en la restaurada sala del palacio como siempre, cantando la eterna historia sobre un justo que no quería ir al consejo de los impíos. Quizá este justo simplemente se quedó sentado en una roca. Las rocas y Bach son eternas, y eternas son las gaviotas que están volando alrededor de la torre al tacto de las octavas. En España así están volando las cigüeñas sobre todo cerca de los múltiples picos de la Catedral de Palencia o encima del nido en la iglesia San Martín de Salamanca, igual de eterno como el santo con su capa con la que cubre a un mendigo.

Hay unidad en el movimiento de las alas de los pájaros y una gran diferencia en el tiempo: con la cigüeña llega la primavera y las calles se llenan con el olor del campo recién arado, pero estas gaviotas solo nos recuerdan al mar, a las redes de pescadores, al barco de la madera de la iglesia luterana, tan relacionada en mi infancia con el último viaje. “Este pasaje me recuerda al icono del bautismo del Cristo, la gaviota es igual de blanca que el Espíritu Santo, pero ahí él bajaba a Jordán y las gaviotas suben al castillo de la bahía”, - decía mi abuela. Algo desciende y algo asciende, los días se unen en el cuadro del otoño histórico, elevándose hacia los niveles, donde el tiempo ya no existe. Sin embargo, sigue mirando a las gaviotas mi abuela y sigue ladrando el perro, que murió una semana después de ella, porque le irritan todas las gaviotas, aunque ellas sean de cuerpos lucientes.
Y las olas de las biografías eternas ya están unidas como las hojas de un árbol que para siempre se quedará verde. Aún somos nosotros, los vivientes, que contamos las olas “como una naufrago metódico a los días que faltan para morir” (Rosales, “Autobiografía”), porque también necesitamos a esta unidad en cada etapa de nuestra vida, a este sentido hasta la última ola, “hasta aquella que tiene la estatura de un niño”.




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