En el sur de Francia, a veinte kilómetros de Carcasona, hay un pequeño pueblo, llamado Fanjeaux, famoso por haber sido un nido de herejes cátaros en el siglo XIII. He estado allí bastantes veces. Los habitantes conservan ciertos rictus cátaros que me llamaron la atención. Lo percibí, sobre todo, en el único restaurante del pueblo que se llama la Table Cathare, es decir Mesa cátara. Con cierto recelo, entré un día a comer. No había ni un alma. La única señora y camarera que apareció por allí me hizo saber que el menú de ese día era todo de pato y que no se podía pedir otra cosa. Decidí pasar hambre y me fui.
En lo alto del pueblo hay una vieja Iglesia de la que fue párroco titular durante un tiempo Santo Domingo de Guzmán, burgalés de Caleruega, fundador de los dominicos. En sus correrías de predicación contra los herejes tuvo que pararse allí un tiempo y regentar aquella Iglesia soportando la agresividad y malquerencia del pueblo. Se vio envuelto en notables incidentes. Vista su estancia con ojos humanos fue un fracaso pero con su ardiente y vibrante predicación logró atraer a nueve chicas jóvenes que le mostraron una fidelidad muy por encima de lo normal. Éstas venían del más estricto catarismo pero la predicación del que después sería fundador de la Orden de los predicadores las convirtió e integró de nuevo en la Iglesia católica. Son bellos sus nombres godos: Masarina, Berenguela, Adelaida, Raimunda, Guillermina, Clarita, Curtolana, Genciana y Jordana.
Estas mujeres estaban deseando entrar en clausura pero Domingo no disponía de nada. Un atardecer contemplaba la puesta del sol desde un mirador que hay en lo alto del pueblo, cuando vio una bola de fuego que apareció como un pequeño cometa y se posó en un cierto lugar de la llanura. Lo mismo sucedió dos tardes más. Entonces Domingo decidió ir a inspeccionar dónde se posaba el fuego y se encontró con una vieja ermita, casi en ruinas, donde se veneraba desde antiguo a la Virgen llamada de Prulla. Domingo sin pensárselo dos veces se fue al obispo y volvió con el permiso para utilizar el viejo caserón como convento. Pocos meses más tarde el 22 de diciembre de 1206 se inauguró la clausura. Ese día nació la Orden de Predicadores y Prulla fue su cuna.
La idea que tenemos y que nos ha trasmitido la historia sobre los cátaros es alucinante. Nos los han pintado como unos herejes extremosos, rígidos, falsos, embaucadores del pueblo, que imitaban en su predicación los gestos evangélicos de pobreza y austeridad para sus ocultos y bastardos fines. El hecho es que tenían éxito y el pueblo los seguía. En lo doctrinal eran aberrantes, negando el sacerdocio y los sacramentos y amparándose en un maniqueísmo extremo cuyo principio malo lo ponían en el alto clero. El rechazo a la Iglesia fue una de sus características que les llevó a la ruina.
¿Qué es lo que había pasado? Cualquiera entiende que a posturas tan radicales no se llega así como así. El catarismo en un principio fue un movimiento espiritual, un avivamiento del Espíritu en medio de una Iglesia dominada por un clero cuya mayor parte estaba entregado a una gran corrupción. En los nombramientos, en lo económico, en el trapicheo de prebendas, en el alejamiento del pueblo, en el seguimiento evangélico estaban muy lejos de ser ejemplares. La reacción del pueblo, puro pueblo, fue la que inició el movimiento espiritual del que hablamos. No fue un simple movimiento de reivindicación humano, fue algo mucho más serio. Fue obra del Espíritu Santo.
Cuando he estudiado un poco más a los cátaros me he dado cuenta del pecado que se cometió contra ellos. Eran un simple grupo carismático de personas sencillas que en un principio lo único que querían era ahondar en la experiencia que se les estaba regalando. Se iniciaba con un pequeño catecumenado en el que se les imponía las manos y recibían el bautismo en el Espíritu Santo. La experiencia que les provocaba esta imposición de manos lo llamaban “consolamentum” o sea, consolación. Lo traducían como un consuelo recibido de lo alto.
En un primer momento experimentaban la novedad con un cambio de vida que les inclinaba a la práctica de los frutos del Espíritu Santo. Se sentían mejores, convertidos, renovados. Esta es la razón por la que se llamaban a sí mismos “hombres buenos”. La vivencia que recibían debía de ser muy fuerte como lo indica el nombre de “consuelo” que hace referencia, sin duda, al Espíritu consolador. Otro de los efectos era un sentimiento de solidaridad y comunidad entre ellos que les llevaba a compartir, protegerse y formar fraternidades que se fueron cerrando, sobre todo cuando comenzaron los malentendidos. Sus predicadores se tomaban el evangelio al pie de la letra e iban de dos en dos, descalzos y en máxima pobreza, que más tarde se trasformó en desafío y reproche al cristianismo oficial aburguesado y sin vitalidad.
Como es lógico, pronto vino el choque con la pastoral oficial y las costumbres tradicionales. El clero empezó a verlos como gente rara y sectaria que además era peligrosa porque pertenecía a la clase noble y a la burguesa. El campesinado nunca intervino en nada de esto, ya que estaba demasiado sometido y no tenía conciencia de clase ni de grupo social siquiera. El choque fue radicalizando mucho a los “Hombres buenos” y metiéndoles en duras confrontaciones. Se trataba en su mayoría de seglares con muy poca preparación, de ahí que una mala teología y un peor discernimiento les llevó a la ruina. No pudieron evitar la rebeldía y se separaron hasta en su indumentaria. Llevaban un hábito negro que les hacía inmediatamente reconocibles y vivían trabajando consus manos como artesanos, pautando su jornada con la recitación de diversas oraciones según la hora del día. El nombre de cátaros o perfectos no es suyo, los llamaron así los estamentos que más tarde los juzgaron.
Dicen que el Espíritu Santo ante el fracaso de estos grupos no se dio por vencido e introdujo en la Iglesia lo que tenían de bueno a través de Domingo de Guzmán y Francisco de Asís. En el caso de Domingo fueron necesarias las nueve chicas de Fanjeaux que trasmitieron a la Orden lo mejor de su espiritualidad. Hay que imaginarse los años de Prulla y las largas conversaciones que tuvo Santo Domingo con ellas, de una manera especial con Guillermina, a la que mantuvo de priora más allá de su muerte. Evidentemente estas jóvenes, formadas en el catarismo aunque ya católicas, conservaban gran parte de su bagaje espiritual. Hay que imaginarlas rezando con la espontaneidad y los gestos carismáticos que seguro hacían las delicias de Domingo.
Este castellano era un hombre muy afectuoso. Tenía especial empatía con las mujeres, en especial con las más jóvenes, como él mismo confesó en público a la hora de su muerte. El afecto, según se nos cuenta, era mutuo. Esto quiere decir que hubo una simbiosis muy fuerte entre él y las jóvenes profesas, no de tipo intelectual pero sí espiritual. Decía el cardenal Cayetano en el siglo XVI que Santo Tomás en sus primeros libros fue Semipelagiano, pues bien, la tendencia de Domingo iba por el mismo camino. Dime lo que lees y te diré quién eres. Santo Domingo se alimentó siempre de las Colaciones de Casiano, que fue semipelagiano y su libro, sobre todo, el capítulo XIII, estuvo después en el índice de libros prohibidos por la Iglesia. Hay que decir en su defensa que ni Domingo ni Tomás conocieron los cánones del siglo V en que fue condenado el Semipelagianismo, que se habían perdido y aparecieron más tarde.
¿Que trasmitieron estas chicas a la Orden? Escuetamente, porque no tengo más espacio:
1) La predicación de la gracia y de la humanidad de Jesucristo
2) La libertad interior que llegó hasta quitar la obligación de cumplir las constituciones bajo pecado.
3) Esto lleva consigo la convicción de que no nos salvamos por las obras sino por gratuidad pura.
4) La forma y modos de orar.
5) El sentido hondo de fraternidad y de familia dominicana, tal como se vivía entre los cátaros.
Todo esto forma parte del carisma dominicano. Agradecemos a Santo Domingo el ser tan receptivo de la obra del Espíritu que había actuado en ellas. Para mí, el mayor regalo de estas mujeres fue el trasmitirnos la gracia o gratuidad que todos los que han recibido el consolamentum experimentan. En todas las discusiones sobre la gracia que ha habido a lo largo de los siglos el dominico siempre defendió como salida de su entraña la acción previa de Dios contra todo tipo de concurso.
Pienso que la Iglesia debería pedir perdón a los cátaros, o mejor, lo bueno sería que canonizaran a estas fundadoras de la Orden de Predicadores. Con ello se repararía una injusticia histórica.
Chus Villarroel O P.
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