Santa María de Jesús
Sacramentado – 30 de julio
«“Madre Nati”, primera
mexicana canonizada, fundadora de las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús. Desde
su piedad eucarística se volcó en los enfermos, ancianos y moribundos de su
país»
29 JULIO 2016ISABEL ORELLANA VILCHESVIAJES
PONTIFICIOS
(Arquidiócesis De Guadalajara)
(ZENIT – Madrid).-
Cada vida discurre dentro de unos parámetros, y en la de los santos ha habido
trayectorias relevantes y otras que pasaron desapercibidas. Aunque parezca que
todo discurre en un clima interno de paz, es difícil concebir itinerarios
espirituales que no hayan sido ensombrecidos alguna vez por la tormenta, o un
conato de la misma. Los «atentados» externos, como dice el evangelio, no son
tan problemáticos como los internos. En el camino hacia la perfección cada cual
tiene que disponerse a luchar contra los suyos. Si la entrega es firme porque
al asceta no le abandona el coraje en esta batalla, y conserva para sí lo que
acontece en su interior, nadie más que Dios puede conocerlo.
Es posible que algo
así sucediese en la vida de Natividad Venegas de la Torre, conocida como «Madre
Nati». Llegó a una avanzada edad teniendo, a los ojos de los demás, ese cariz
de las personas sencillas. No cesan de entregarse, pero lo hacen con tanta
naturalidad que parece algo ordinario; no llaman la atención. Después, cuando
se examinaron sus virtudes, se apreciaron tal cantidad de matices que no cabe
dudar del esfuerzo que tuvo que poner en muchos instantes de su vida.
Nació en Zapotlanejo,
Jalisco, México, el 8 de septiembre de 1868, pero vivió en distintas
localidades del país. Fue la última de doce hermanos. Perdió a su madre con 16
años y a su padre cuando tenía 19. Y en ese tiempo la autenticidad y coherencia
de su cristiano progenitor, así como la piedad que le inculcó su madre, le enseñaron
a reconocer los signos del verdadero amor. Con ella aprendió a rezar, a
familiarizarse con el catecismo y los principios esenciales de la fe. De su
padre también heredó su afición por la poesía. Natividad solía dar clases a los
niños y tendía a enfrascarse en la lectura de los santos. Una de sus hermanas
se quejaba porque tenía que asumir gran parte del trabajo. Cuando acudía a su
padre, éste le recordaba el pasaje evangélico de las hermanas Marta y María,
haciéndole ver que Natividad actuaba como María, y ella como Marta. Al quedarse
huérfanas de madre, el padre envió a las hijas a Guadalajara al cuidado de unos
tíos. Fue la última vez que ellas le vieron con vida. Con este hecho luctuoso,
la existencia de la santa entraba en un periodo difícil, de cierto sufrimiento.
En esa época se había
manifestado su devoción por el Santísimo Sacramento. Pasaba horas ante el
Sagrario, recibía la Eucaristía y realizaba obras caritativas. En 1898 se
afilió a las Hijas de María. Pero fue en 1905 cuando se produjo un cambio
sustancial en su acontecer. Acudió junto a otras tres jóvenes a unos ejercicios
espirituales que tuvieron lugar en San Sebastián de Analco, y al concluirlos
decidió consagrarse. Tuvo varias opciones en sendas órdenes que le ofrecieron
integrarse en ellas, pero eligió formar parte de las Hijas del Sagrado Corazón
de Jesús, que tenían como objetivo la atención de los enfermos. Media docena de
mujeres, incluida ella, afrontaron la tarea de asistirles en el hospital del
Sagrado Corazón recién fundado por el canónigo padre Atenógenes Silva y Alvarez
Tostado. Estaba dirigido a los pobres. Por ellos y por los ancianos mostraba
particular sensibilidad: «Los ancianos son viajeros que se están yendo, y es
preciso acompañarles con la mayor ternura posible». Profesó en 1910 y dos años
más tarde fue elegida vicaria. Tenía cualidades para el gobierno y condujo a
sus hermanas a la vivencia de las virtudes. En su labor como formadora supo
combinar la firmeza con la ternura. Comprensiva, servicial, humilde y paciente,
iba marcando con su testimonio el sendero de una auténtica consagración.
Su espíritu
sensibilizado por el drama humano no podía quedar impasible ante la aflicción
de ancianos, moribundos, enfermos y pecadores; los consoló y asistió por
diversas vías. Impulsó comedores para los que no tenían recursos y les
proporcionó medicamentos. Tampoco se olvidó de los familiares de los
hospitalizados; con delicadeza y visión destinó un espacio para que pudieran
acompañar a los suyos sin costo alguno. Los prelados, los sacerdotes y los
seminaristas fueron también objeto de su trato exquisito y de su generosidad.
La tríada en la que estuvo asentada su vida espiritual fue el Sagrado Corazón
de Jesús, la Eucaristía y la Virgen. Se mortificó sin piedad alguna hacia sí
misma. Perseveraba viviendo unida a Cristo, siendo constante y fiel en las
cosas sencillas de cada día, que generalmente son las que más cuestan, sin caer
en la rutina. Se propuso imitarle a Él con gozo, agradecida de poderse hacer
ascua de amor por los demás. Movida por su ardor apostólico soñaba con extender
la fe por doquier. En 1921 fue elegida superiora general. Ocupando esta alta
misión, en medio de la persecución gubernamental redactó en 1926 las
constituciones de las Hijas del Sagrado Corazón Jesús, convertido en Instituto,
reglas aprobadas en 1930 por monseñor Orozco y Jiménez, arzobispo de
Guadalajara.
El peso de los años,
con sus achaques, se iba echando encima y en 1954 dejó su cargo. Los cuatro
restantes que le quedaban de vida siguió llenándolos con su oración,
compartiendo con los demás la riqueza interior que poseía, como había hecho
siempre, siendo fiel a su sucesora. Una embolia cerebral que se le presentó en
1956 le causó una hemiplejía que soportó con ejemplar serenidad y paciencia,
hasta que entregó su alma a Dios el 30 de julio de 1959. Juan Pablo II la
beatificó el 22 de noviembre de 1992, y la canonizó el 21 de mayo de 2000.
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