domingo, 9 de diciembre de 2018

La esperanza tiene rostro de caminos abiertos (Oscar José RODRÍGUEZ PÉREZ) (mención honorífica 2012)

La esperanza tiene rostro de caminos abiertos

Oscar José RODRÍGUEZ PÉREZ




De tanto correr, Ramoncito casi ni marcaba las adoloridas plantas de los pies, pues había dejado la suela de los zapatos sobre el pantano que hacía de suelo del barrio. Pudiera decirse que flotaba desde su velocidad de niño en la mirada. Todavía tenía la oportunidad de jadear, de abrocharse en el pecho esas pelotas de aire que se le atraviesan a uno cuando pretende llegar a un sitio sin haber recorrido el camino; puro llegar con la mente y sin el cuerpo.
Y pensar que estaban dándose los primeros besos. Le tomaba la mano Julián con la suavidad de las cayenas cuando reciben la brisa y Dolores le miraba los labios, solo los labios abiertos le miraba, ansiosa de que se le dibujaran de universo en los suyos. Tanto era aquel embeleso, casi como todos los embelesos que se conocen en estos lados, que no tomaban en cuenta el ruido de la lluvia sobre la plancha metálica del techo, muy parecido al taladro que abre los huecos en el cemento de la ciudad; aguacero que se colaba como culebras resbaladizas y transparentes entre las maderas y cartones del rancho donde se escondían.
Una gigantesca gota de agua resbalada entre la tormenta y el pantano era Ramoncito, quien no sabía si temblaba de frío por el vendaval que caía sobre sus diez años o por la angustia de llegar adonde solo él sabía. Nunca había visto el agua con forma de cortina de hierro traslúcido que chocaba contra sus parpados, nunca el agua le había borroneado el rancho del negro Guillermo de esta manera, hacia donde veía apenas una figura lejana que le hacía señas de no continuar a contra quebrada por ese camino. «Devuélvase mijo» trataba de decirle el viejo, «ésa es una quebrada vieja que se está despertando». Ramoncito a su paso, apenas vio un celaje que levantó señales parecidas a un brazo, al momento que pasó un leve soplido perdido entre el inmenso rugir de aquel océano caído del firmamento por sus orejas empapadas.
Les pareció una percusión rítmica infinita aquel metal sonoro, cuando sus cuerpos fueron más allá del beso y se adentraban en esos secretos difíciles de describir con palabras. Como ya no eran gotas si no gran caída de agua, aquel sonido les parecía la eternización del estallido orquestal de un tambor, cuya mano armónica bajaba del cielo en la persona del propio Dios. Mínimo rocío que traspasaban el zinc, caía sobre sus desnudeces y daba salpicada travesura a los chorrerones de sudor que les cubría la piel. Sentían dialectos benditos caer sobre sus oídos, en el bramar de aquel agua desconocida que no había dado aviso a su llegada y parecía tampoco anunciar cuando partiría. Estertor y amor se hicieron un mismo campanazo y el placer del agua causó un leve movimiento que se deslizó más allá de los cuerpos. Miradas tensas se hicieron Julián y Dolores, cuando tablas, metal y cartón bailaron la peligrosa danza del derrumbe.
Fue espanto la mirada de Ramoncito, cuando la quebrada se vino sobre el rancho con fuerza propia de piedras y pantano. Logró gritar la conjunción de sus nombres mientras vio el alud que se le vino encima. Atisbó una sombra, de lo que pudo ser su hermano Julián, al retar la lluvia, encaramado sobre un peñasco indetenible, mientras miraba su mano extendida hacia una débil luz amarillenta que puso ser el vestido de Dolores. Comprendió Ramoncito que no pudo llegar a tiempo, que algunos avisos tardan de verdad, que la internet todavía está algo lejos del barrio, que toda esta agua debió venir de un lugar que no es el cielo, que los caminos del barrio son más largos que sus propios cálculos, que no todas las voces del pueblo se oyen en el gobierno, que todos sus pensamientos se le devolvían con el vendaval donde el agua le perseguía y no se había dado cuenta.
Apenas lograron ponerse las ropas. El pantano líquido partió al rancho en dos y un golpe del azar hizo que sus cuerpos cayeran juntos sobre un planchón en forma de débil balsa que se formó con la caída del techo. Se aferraron allí boca abajo, buscando juntarse las manos sobre unos listones de madera atados con alambres. Algo que pareció por instantes la figura de un niño subiendo la cuesta y que luego desapareció entre la fuerza de la corriente, les hizo pensar en Ramoncito: ese panita que les había conseguido la posibilidad de aquel pequeño rancho solitario, para darse la posibilidad de su primer encuentro. La balsa improvisada se orilló con violencia y los despidió con la fuerza de la bajada sobre parte de un cerro que ahora desconocían: ¿Lo que fue la entrada de la casa de Primitivo? ¿El lugar donde había estado la escalera La Colorada? ¿La bajada donde estaba la cancha de bolas? ¿El recodo donde fue el local del Consejo Comunal? El agua que abandonaba poco a poco su furor, había unificado los queridos lugares en un solo manchón de tierra mojada, ahora vacíos de vivienda. Se abrazaron cuando Julián lloró sobre los hombros de una Dolores que clavó con ojos severos su mirada en el cielo.
No habían pasado en vano esos diez años por la vida de Ramoncito. Con barro y sin barrio; con pantano y sin lluvia, esa tierra era suya. Pensaba, mientras tomaba uno de los tantos atajos que bien conocía, entre la prisa por ponerse a resguardo, que el barrio se le desaparecía de sus sentidos y con la mirada trataba de detenerlo en la memoria. Tal vez lo puso bien a salvo el hecho de que no se angustió, de que jamás desconoció su sitio, a pesar del gran susto que el agua le regalaba, de que sintiera que su barrio, por muy mojado que estuviese, por muy arrasado, empantanado y desaparecido que estuviese, no le abandonaría, no le dejaría solo. Se aguantó en cuclillas sobre el primer promontorio que halló, hasta que el agua fue solo pequeños hilos cansados de bajar sobre el cerro. Cuando llegó al primer sitio concentrado de gente, Ramoncito enmudeció, se reconoció en compañía de los suyos, se sintió salvado.
Su mamá le abrazó entre besos, le colocó un pocillo de guarapo de café tibio en las manos, un trapo medio seco sobre el cuello, la cuarta parte de una arepa medio endurecida sobre el mismo pocillo y luego el anuncio de trabajo, ayuda, solidaridad hacia quienes se encontraban más afectados. Antes de unirse al socorro, sintió un pequeño botín envuelto en un rollito de plástico dentro del bolsillo del pantalón. Eran cinco bolívares que Julián le había regalado por mediar con el chingo Rosendo, para la utilización del rancho en aquella tarde. Entonces, se dio cuenta de que recuperó la memoria y además la voz. Y se hubiera quedado en una honda tristeza y el llanto hubiera escapado de sus ojos como un segundo vendaval, de no ser porque en ese momento, vio a Dolores abrazada de su hermano, cuando llegaban de alguno de esos no lugares abiertos por el vendaval, que ya el pollo Teófilo se atrevía a mirar entre sus ansias de volver a dibujar otro barrio. «No más esperen a que se seque este pantano y le colocamos caserío a este cerro de nuevo»— decía con su terquedad de albañil.
Antes de incorporarse a la jornada, Ramoncito lavó su pocillo, se secó el cabello y el pecho, cambió de pantalón y guardó en uno de sus bolsillos la otra mitad de su pedacito de arepa para más tarde. Colocó su billetico anaranjado, ajado y humedecido en el pote que la gente creó para próximas emergencias, antes de subirse una caja en el hombro y volver al esfuerzo del barrio.

Oscar José RODRÍGUEZ PÉREZ
Caracas, Venezuela

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