Puedo dar fe que la comunidad eclesial es altamente terapéutica
Por: Pbro. Gabino Tabossi | Fuente: Jornadas de Psicología Cristiana
Por: Pbro. Gabino Tabossi | Fuente: Jornadas de Psicología Cristiana
“[…] ...Y montándolo sobre su propia cabalgadura le llevó a una posada” (Lc., 10, 34)
Para los Padres de la Iglesia la parábola del buen samaritano tiene principalmente un sentido teológico y cristológico, no filantrópico. Para ellos, el samaritano es Cristo; el moribundo, el hombre en pecado; el levita y el sacerdote son el profetismo y la ley, síntesis del Antiguo Testamento, incapaz por sí mismo de sanar a fondo al hombre e indolente frente a ciertas necesidades; el aceite y el vino, imagen terapéutica de los sacramento. Y, finalmente, la cabalgadura o jumento del buen samaritano es la humanidad de Cristo.
“Su jumento es la carne en la que se dignó venir a nosotros. Sobre él puso al herido, porque él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (cf. 1 Pe. 2,24). (…) Por tanto, haber sido puesto sobre el jumento es creer en la misma Encarnación de Cristo, y ser iniciado en sus misterios, al tiempo que verse defendido de las incursiones del enemigo ”.(1)
El enemigo de la naturaleza humana es el demonio. Montando al hombre herido sobre su jumento, es decir, sobre su humanidad (para lo cual el hombre herido ha de aceptar el dogma de la Encarnación), el buen samaritano sana al hombre de sus males y lo incorpora a una nueva humanidad saludable, la suya, simbolizada en la cabalgadura.
Es interesante notar que los Padres de la Iglesia, cuando hacen referencia al hombre herido y medio muerto por los ladrones, comparan a este hombre despojado de sus bienes sobrenaturales y preternaturales con la condición del animal. El pecado, dicen, enferma, desnaturaliza, bestializa a quien lo padece:
“Nos puso sobre su jumento, a fin de que no seamos ya como el caballo o mulo (cf. Ps 31,9); y así, por la asunción de nuestro cuerpo, destruyó la enfermedad de nuestra carne ”.(2)
En una profundísima frase, dice San Gregorio de Nyssa:
“El que entra en Él [en Cristo], recibe plenamente en sí mismo a aquél en el cual había entrado ”.(3)
Esta frase es notable. El samaritano, al cargarnos sobre su cabalgadura, nos incorporó a su cuerpo, nos hizo miembros suyos, parte suya. Por la Encarnación, se injertó a nosotros para que nosotros nos injertáramos en Él.
Ahora bien, según el relato de la parábola no fue suficiente que el buen samaritano montase al moribundo y lo curase con aceite ya que, hecho esto, lo introduce en una posada cuyo posadero deberá completar y perfeccionar la curación iniciada en el camino. ¿Qué simboliza esta posada? Esta morada es la Iglesia, encargada de hacer extensiva la salud de Cristo a lo largo de la historia. La incorporación primera por la Encarnación del Verbo (la montura o cabalgadura) se prolonga en la morada eclesial. “La Iglesia es un parador, afirma San Juan Crisóstomo, colocado en el camino de la vida, que recibe a todos los que vienen a ella, cansados del viaje o cargados con los sacos de su culpa (…). Todo lo que es contrario, perjudicial y malo está fuera, mientras que dentro del parador se halla el descanso completo y toda salubridad ”.(4)
Que en la Iglesia encontremos “toda salubridad” debe entenderse que, fuera de ella, no existe tal plenitud. La antigua y conocida frase citada y analizada en el Catecismo de la Iglesia “fuera de la Iglesia no hay salvación”(5) bien puede traducirse como “fuera de la Iglesia no hay salud o recuperación”, interpretación ésta que no es arbitraria sino que se corresponde perfectamente, por una parte, con las palabras de San Juan Crisóstomo que acabamos de escuchar, y al mismo tiempo, con la etimología latina de la palabra “salus”, traducida indistintamente sea como salud, sea como salvación.
La incorporación plena a la terapia plena no sólo se inicia cuando el hombre, por el bautismo, se aparta de su condición de bruto animal (a causa del pecado original) y se injerta en la cabalgadura sana y pura de la humanidad de Cristo sino también cuando esa inserción se prolonga en la Iglesia ya que ella es, como enseña la encíclica Veritatis splendor, “la contemporaneidad de Cristo respecto al hombre” (VS, 25).
Hecha esta breve explicación de la parábola del buen samaritano intentaremos en esta exposición mostrar, primero desde un punto de vista teórico-doctrinal y luego con alguna derivación práctica porqué la iglesia en cuanto comunión de personas santas que se unen en las cosas santas -es decir, porqué la Iglesia en cuanto communio sanctorum- es el lugar o la morada para el florecimiento de todas las capacidades humanas.
Dentro del primer encuadre teórico del tema haremos el esfuerzo tanto por mostrar la relación semántica entre morada y moral (o entre hábito, como disposición estable y ética).
En un segundo momento, y tras valorar la necesidad de una morada comunitaria y de una moral, intentaremos si cualquier teoría que incluya el elemento comunitario como esencial al desarrollo humano es igualmente válida, más allá de la especificidad (su origen, su historia y tradición, su composición intrínseca) propia de cada iglesia o de cada comunidad; o si, por el contrario, la sola referencia a una comunida y –eventualmente- a una tradición que la sustente es insuficiente para dicha justificación. Y validez. ¿Se puede curar una persona en una iglesia protestante o en una comunidad de personas conocidas o amigas del mismo modo (o incluso mejor) a como se podría ello lograr en el interior del catolicismo? Y si esa familia o grupo, además de sanar a muchas personas, goza de una larga y secular tradición a sus espaldas, ¿no bastaría para acreditarse como verdadera? A estas preguntas intentaremos responder. Aunque por el momento solo nos adelantamos diciendo que, de ser cierto que tales comunidades y tradiciones son capaces de sanar igual o mejor que la comunidad católica, difícilmente se logre ver la necesaria conexión existente entre la verdad y la libertad y entre el dogma y la moral (una separación o ruptura que ha sido denunciada por el Magisterio), (6) como también sería igualmente difícil no caer en el relativismo religioso y no mal interpretar -o incluso negar- el conocido adagio patrístico al que más arriba hemos aludido sobre la necesidad absoluta de la Iglesia para la salvación.
Luego de estos planteos teóricos haré una somera aplicación práctica de lo expuesto mostrando cuáles (en mis cortos ocho años de labor pastoral) han sido los resultados logrados en el intento por generar un ambiente comunitario en el cual las personas experimenten el perdón, la convivencia edificante y el gusto por el bien humano y divino en compañía con otras personas.
I.Encuadre teórico: La necesidad de una comunidad
I. 1. La Iglesia como morada y la Iglesia como lugar de la moral
¿Qué es una morada?
Es un ámbito en el espacio y en el tiempo en donde todo se vuelve familiar; lugar que da libertad a quien lo habita y donde se logra tener afecto al propio destino. Aristóteles señaló una ambigüedad originaria en el vocabulario griego: al inicio del segundo libro de la Ética a Nicómaco, el Estagirita llama la atención sobre la semejanza dada entre «éthos» con la épsilon (ἒθοϛ que quiere decir ética) y «ḗthos» con la ēta (ἢθοϛ que significa hábito). Por consiguiente, ética se relaciona con hábito pero más profundamente con habitar, vivir, residir. Se vive bien en un lugar cuando se obra bien, cuando el morar es no solo una convivencia pasiva o circunstancial con determinadas personas y en un lugar que es indiferente a cualquier otro sino, por el contrario, cuando ese convivir va acompañado de una serie de conductas que transforman la vida comunitaria en una vida de libertad y realización. Apelando pues a la semejanza etimológica entre «habitar» y «actuar» debemos afirmar que la calidad de la morada dependerá en este caso no de la calidad de los ladrillos sino de la calidad o moralidad de las conductas. No cualquier lugar físico y no cualquier familia fomenta la libertad de quienes allí residen: análogamente, no cualquier manera de vivir ni cualquier vínculo interpersonal genera ese espacio de libertad en el interior de las personas.
Por otra parte, que el hombre construya su morada a partir de su actuar subraya, por un lado, la centralidad de su libertad en la construcción de ese espacio de vida a tal punto que, más allá de cualquier frontera territorial y límite territorial la persona puede llevar esa morada consigo a través de su actuar. Parecido al caracol, que su residencia es él mismo, y en donde él es el creador de su propia morada(7) .
Pero al mismo tiempo, la construcción de ese espacio de libertad no sólo dependerá de la propia libertad sino de un contexto, necesario en cuanto que el hombre es esencialmente un ser social. La Sagrada Escritura habla de esta necesaria “edificación espiritual” en términos comunitarios (8). Volviendo a la comparación con el caracol: la diferencia con él es que, para el caso humano, la construcción de la casa depende también de otros (9) .
En resumen: que la morada del hombre sea su vida moral debemos entenderlo en un doble sentido, personal y comunitario. Respecto de este último fue Aristóteles quien intuyó el ideal de vida humana realizada en una comunidad, la «polis».
Dice en la Política:
“La sociedad política es el primer objeto que se ha propuesto la naturaleza humana pues el todo es necesariamente antes que la parte (…) Quienquiera que no tenga necesidad de los otros hombres o no puede permanecer con ellos, es un Dios o una bestia. La inclinación natural lleva a todos los hombres a este tipo de sociedad”(10).
Por naturaleza el hombre es social de manera que, su exclusión de una comunidad, lo asemeja a una bestia. Veremos luego si cualquier comunidad garantiza esta humanización.
Volvamos a la «polis». Esta sociedad, tal como la piensa Aristóteles, no hay que interpretarla en sentido moderno (iluminista, rousseauniano o kantiano) como comunidad edificada a partir de un contrato social y de un consenso no conflictivo sino más bien como realidad que tiene como finalidad el bien común, que es contemporáneamente el bien de cada uno en particular. ¿A cuál «bien» hace referencia? Al bien de la virtud. En efecto, para el Estagirita el fin de la vida comunitaria es lograr virtudes en los ciudadanos y no simplemente evitar conflictos (11) . La vida comunitaria o la sociedad civil, para él, “es menos una sociedad de vida en común que una sociedad de honor y de virtud”. (12)
Por otra parte, Aristóteles enseña en la Ética a Nicómaco que la virtud no se logra sin los amigos; por esta razón –y para resaltar la importancia de los semejantes en la construcción de la buena vida- dos de sus diez libros los dedica al tema de la amistad. Los hombres libres que integran la polis (13)van logrando una amistad social en la que van encontrando una mayor realización y una común tensión al bien común, al cual sirven y del cual participan y se benefician. Esta atinada concepción pagana fue perfeccionada por la Revelación cristiana y por la Iglesia, la cual ahora lleva a su plenitud aquella comunión de amigos necesaria para un crecimiento personal y comunitario. De esta nueva «polis» que es la Iglesia ahora pueden participar todos, incluso los esclavos en cuanto que también ellos pueden adquirir libertad interior y tener derechos delante de Dios (14) . La única condición es que el hombre no quiera él mismo excluirse por elecciones que esclavizan y le quitan libertad. Quien no desea pecar o si, pecando, se retracta y arrepiente puede ser parte de esta comunidad universal de amigos libres (15).
Como vemos, tanto los conceptos de «polis», «libertad» y «esclavitud» fueron sobredimensionados y espiritualizados a partir de la enseñanza profundamente espiritual que nos ha traído Jesucristo.
I. 2. Comunidad y comunidades
Si el elemento comunitario es esencial para el desarrollo humano y el crecimiento en la virtud, ¿eso significa que la sola comunidad humana, por el hecho de ser tal, es suficiente para garantizar la mejor ayuda psicológica y espiritual?; ¿se puede curar una persona en una iglesia protestante o en una comunidad de personas conocidas o amigas del mismo modo o mejor a como se podría ello lograr en el interior del catolicismo?; ¿es la antigüedad de su tradición lo que da a la comunidad su carácter de verdad y su autoridad moral?
Antes de proseguir necesitamos hacer una afirmación. Lo que salva al hombre no es la comunidad, sino la verdad; es decir, Dios. Lo dicho vale también para la Iglesia católica: en efecto, la sola pertenencia al ella no da al hombre garantía de salud y salvación si, junto a su estar físico o “con el cuerpo” no se verifica también un estar “con el corazón”(16)es decir, si se falta a la caridad, la cual a su vez nace y abreva de la Verdad de Dios (caritas in veritate)(17) .
Esto significa que la eficacia curativa de una comunidad depende directamente de su mayor o menor participación y unión con la verdad de Dios. A su vez, la Iglesia es la institución a la cual nada le falta para ser perfecta, es decir, para ser divina ya que en ella –y solo en ella- no solo su origen es divino sino que los medios para cumplir su finalidad son también revelados y divinos, y por eso son totales y plenos. Solo ella posee todos los elementos para que el hombre conozca a Dios, se cure, se salve (18) .
Ciertamente, esto no significa que otras comunidades cristianas o no cristianas sean totalmente ineficientes e innecesarias en la ayuda que puedan prestar a las personas (19), como tampoco son vanas las gracias actuales que Dios da a todas las personas (incluso fuera de la Iglesia) con la intención de que, en algún momento, esas gracias actuales lleven a la persona a una comunión más perfecta con la verdad revelada y la gracia santificante o gracia habitual, existente de manera plena y ordinaria en la Iglesia católica (20) .
I.2.1 Tres cualidades distintivas de la posada eclesial
¿Cuáles son las razones por las que la Iglesia se presenta como la mejor posada en la restauración de la humanidad?
I. 2.1.1 La verdad
La primera razón por cual la comunidad de la Iglesia corre con ventajas respecto de otras comunidades débese a la verdad que Ella propone y vive. En efecto, esta comunidad enseña y vive la verdad revelada por Dios de manera plena sobre toda la creación y en especial acerca del hombre y su sentido. El ideal humano ya no es Adán ni tampoco el hombre “químicamente puro” del iluminismo, el hombre de la sola razón. El ideal del hombre es un hombre que al mismo tiempo es Dios (21) . En adelante, y en virtud de la Encarnación del Verbo, el hombre puede ser como Dios... Por tanto, excluir el dato de la Revelación es despojar a la comunidad de un elemento esencial en su búsqueda por conocer el verdadero bien humano a realizar.
Decir que la Iglesia católica posee la plenitud de la verdad parecería, para muchos, arrogante y soberbio. ¿Lo es realmente? En la actualidad el relativismo es muy fuerte y, como diría Benedicto XVI, muy “dictatorial”(22) .
Difícilmente se pueda escapar a su influjo sin cierta sospecha de ser visto como una latente amenaza subversiva en la sociedad. El diálogo ecuménico no escapa a este “complejo de superioridad” ya que son muchos católicos que, para no ser juzgados como totalitarios y fundamentalistas, terminan siendo víctimas de una nueva dictadura, la del relativismo, y muchas veces también devienen ellos mismos en victimarios de esta nueva manera totalitaria de pensar.
Este relativismo no solo atañe a la filosofía moral de la «razón autónoma» o moral autónoma (23) sino también a aquellas otras que tienen en alta consideración el elemento comunitario. ¿Se puede ser relativista y, al mismo tiempo, «comunitarista» o no individualista? Sí, se puede. Se trata aquí de un relativismo de barniz comunitario el cual, a la vez que valora la importancia de una comunidad entendida como el producto de una tradición niega, sin embargo, que exista otro factor distinto de la tradición como elemento determinante en la construcción de una comunidad que busque presentarse como buena y respetable. Según esta lógica, toda comunidad y toda tradición es relativamente buena y ninguna comunidad puede arrogarse el título de absoluta, máxime cuando otras comunidades –distintas de la católica- muestran buenos frutos en su labor de ayuda a las personas.
¿Es lo mismo una comunidad que otra? Afirmarlo positivamente implicaría razonar de una manera que contrasta con la realidad que cada uno de nosotros vive, ya que de no existir algún criterio que haga posible preferir una comunidad más que otra deberíamos justificar por qué hemos decidido ser parte de esta comunidad, de este grupo, y no de otro. Si no fuésemos capaces de semejante argumentación deberíamos entonces concluir diciendo –¡contra nuestra manera de pensar y de creer!- que, así como el viento agrupa algunas hojas entre sí, del mismo modo el viento de la casualidad nos agrupó azarosamente en una comunidad y que, por lo tanto, nos debería ser indiferente estar en la comunidad de la Iglesia católica, o en una comunidad cristiana no católica, o en una no cristiana o, incluso, en una secta satánica, de no existir alguna otra razón que haya motivado nuestra elección.
Tampoco la sola consideración de los frutos o resultados de una determinada comunidad o institución alcanza para que esta venga erigida como la mejor o la más verdadera. Eficiencia no es sinónimo de veracidad, y mucho menos de salvación. La evangélica máxima «por sus frutos los conocereis» debería aquí ser correctamente interpretada sin olvidar que, por tratarse de algo profundamente espiritual, los verdaderos frutos de la gracia no siempre se ven de un modo estrictamente humano, es decir: en este tiempo (mi tiempo) y en este espacio (mi espacio). La gracia es un misterio, y por eso es invisible.
Respondiendo a la cuestión que plantea que la gracia de ayudar a otros es el mejor criterio para determinar la veracidad y santidad de una persona o de un grupo de personas, Santo Tomás dice que eficiencia o resultados visibles no es sinónimo de veracidad ya que se puede ayudar a otros y ser prudente en el consejo y gobierno de terceros y, al mismo tiempo, ser una mala persona o pecador (24).
¿Por qué entonces hemos elegido una determinada comunidad de la que formar parte?; ¿por qué decimos que tal comunidad (la católica) es más saludable que otra?; ¿cuál es el criterio que juzga la superioridad terapéutica de esta comunidad respecto de otra? Ese criterio último es la verdad plena que Dios ha revelado y ha dejado a la Iglesia para que ella sea su depósito y transmisora; y ello –dijimos- independientemente de los frutos visibles y computables.
Además de esta relativización que debemos hacer de los resultados terapéuticos acaecidos en una comunidad debemos también esforzarnos por no caer en la segunda trampa del relativismo «comunitarista». ¿Cuál es esa trampa? Considerar como única verdad (¡qué paradoja!) la que surge de la sola tradición, entendida esta como formas, usos, ritos y maneras expresivas muy arraigadas en el tiempo. «Las tradiciones son respetables y es preciso mantenerlas», se suele escuchar. Esta corriente filosófica y teológica a la larga impide el acercamiento profundo entre las distintas comunidades y cualquier tipo de comunión real (el «ut unum sint» de Jesucristo) con una tradición distinta a la propia ya que, por su mismo carácter pluralista y multicultural, la noción de “tradición” no es intrínsicamente susceptible de adaptabilidad, de cambio, de fusión y de conversión. Si una tradición cambia radicalmente deja de ser tradición para devenir en algo nuevo; a lo sumo, en el inicio de una nueva y naciente tradición. Dicho más simplemente: por naturaleza la verdad es una, mientras que las tradiciones son, también por naturaleza, muchas (25).
Si todas las tradiciones son igualmente válidas, ninguna tradición es absolutamente válida. Si todas las comunidades son saludables y terapéuticas, ninguna comunidad es absolutamente terapéutica. Y si esto es realmente así, no solo la vida social y el entendimiento entre las distintas culturas sino también el entero ecumenismo estarán condenados a una pobre unión contractual de convivencia y tolerancia basada no en la verdad sino en la ausencia de conflicto. No es difícil percibir aquí el gran influjo, dentro del cristianismo, del iluminismo y del kantismo.
“Si nos pusiéramos completamente de acuerdo en considerar todas las Confesiones [cristianas] como simple tradiciones, entonces nos habríamos alejado totalmente de la cuestión acerca de la verdad, y la teología no sería más que una forma de diplomacia, de política. En este caso, nuestros padres estaban en la polémica, realmente más próximos, pues en la conflictividad [entre católicos contra protestantes] sabían que solo podían ser servidores de una verdad que hay que reconocer tan grande y tan pura como ha sido pensada por Dios para nosotros” (26)
El hombre, solo y en sociedad, debe servir a la verdad y no la verdad ponerse al servicio de la política y de la diplomacia.
“El concepto [moderno] de Tradición esconde la eliminación de la cuestión acerca de la verdad. La diferencia entre iglesias se reduce a la diferencia de «tradiciones» (usos). (…) Ya no se trata de la gran discusión del hombre por la verdad, sino de la búsqueda de un… equilibrio entre usos (27) ”.
Se trata de volver a plantear el tema en términos filosóficos y teológicos y no simplemente en términos históricos o culturales. La cuestión de fondo es la cuestión de la verdad. La pregunta de Pilato a Cristo sigue haciéndose oír con nuevas fórmulas y teorías que, a posteriori, llevarán a una nueva forma de concebir (en términos relativos) la necesidad de la Iglesia y de la entera praxis ecuménica.
Por el contrario, si es cierto (como nosotros pensamos que lo es) que existen comunidades más buenas, más sanas, más curativas respecto de otras eso se debe no solo a su tradición (entendida como transmisión de “usos” o “formas”) sino a la verdad que esta tradición porta consigo. Lo más importante seguirá siendo el contenido, no el envase.
I. 2.1.2 La libertad
Como consecuencia de lo anterior, hay que decir que la comunidad de la Iglesia católica por ser depositaria de verdades dogmáticas y morales que Dios ha revelado posee es la ofrece, por principio, las mejores garantías para alcanzar la plena libertad. De la plenitud de la verdad nace la plenitud de la libertad, como segunda condición distintiva y especifica de la comunidad católica.
Pero, ¿qué es la libertad?
Estudiando el sentido originario de la palabra libertad («eleuthería») el cardenal Ratzinger ha hecho ver que ella no significa «capacidad para elegir lo que uno quiera», «deseos de hacer lo que nos venga en gana» o «licencia para hacer una acción o su contraria indiferentemente». Tal es la concepción moderna, sea liberal o marxista(28),de la noción de libertad y que tiene como “padre” a un autor del s. XIV, el franciscano Guillermo de Occam. En efecto, para él la libertad es indiferencia ante la realidad, pura potencialidad para elegir un objeto o su contrario indiferentemente y con un valor al acto que es dado y presentado al hombre por su sola voluntad y libertad. «Llamo libertad al poder por el que puedo poner distintas cosas indiferente y contingentemente de forma que puedo causar y no causar el mismo efecto (29) ». El efecto bueno o malo no depende, según este autor, del objeto en sí sino de la libertad y de la intención con la que se obra.
Para Occam, un objeto (que motiva al acto) es bueno porque yo lo elijo ; mientras que para la concepción tradicional es al revés: yo lo elijo(30) porque es bueno y me siento inclinado, naturalmente o virtuosamente, a él.
“Esta libertad, definida por Guillermo de Occam como poder de elegir entre los contrarios a partir de la sola voluntad, produce una ruptura con las aspiraciones espirituales, especialmente con la inclinación al bien y a la felicidad […]. En lo sucesivo, la libertad se afirma como el poder radical de aceptar o rehusar toda inclinación previa […]. En este caso, la moral no puede provenir ya de un impulso interior cualquiera; no puede tener ya otro origen que la intervención directa de la voluntad divina todopoderosa, que se impone por la fuerza de la obligación ”(31).
El ahora Benedicto XVI muestra cómo, según la etimología griega, la libertad es otra cosa bien distinta a lo que enseña la modernidad de cuño occamista. “Libertad” no era pensada primeramente como libertad de elección sino en contraposición a la condición de esclavo, aquél que no tiene ni casa ni patria propia (32) . Carecer de libertad era carecer de casa propia, de morada, y estar -por esa razón- como extranjero y sin posibilidad de ser ciudadano y adquirir derechos.
A partir del cristianismo la verdad sobre la libertad también es profundizada y espiritualizada. Para el cristiano, ser libre y tener derechos es posible a partir de su inserción en la nueva casa de la Iglesia a través del bautismo, de la fe en Cristo y de una moral (mores) que es la consecuencia de ese nuevo ser bautismal. Quien tiene fe y obra según la fe está en su casa, está en la Iglesia, es libre allí donde se encuentre, incluso en situaciones exteriores de esclavitud.
La Iglesia es la nueva morada, el lugar en donde se adquiere un nuevo ser, una nueva ciudadanía, unos nuevos derechos y unas nuevas obligaciones. Esos derechos que posee el cristiano son, en especial, los referentes al acceso a la fe íntegra y los sacramentos(33).
Y los deberes, lo relativos a la conducta que la Iglesia exige a quienes la integran. Aquí, una vez más, morada como casa y morada como conducta se entrelazan y reclaman recíprocamente.
Al mismo tiempo, con el cristianismo se redimensiona el concepto de esclavitud. Ya no es esclavo el que carece de casa o patria propia sino aquél que, por no poseer el ser bautismal o por llevar una vida alejada de las obligaciones propias del «cuidadano celestial»(34) , vive como extranjero. “El que peca es esclavo del pecado” (Jn. 8, 34), por más que sea parte de una comunidad, de una familia, de una nación, o de un hogar. Para Jesús el extranjero y sin morada es el pecador, que vive errante y no permanece en la casa para siempre (cf. Jn. 8, 35). Ejemplo de esta esclavitud o pseudo-libertad sin casa es el hijo menor de la parábola del hijo pródigo antes de su retorno. Quedarse en casa, permanecer en la Iglesia, es la condición para la verdadera libertad y crecimiento personal.
A su vez, ese permanecer no es pasivo sino servicio activo; quizás por eso Jesús cuando nos enseña cuál ha de ser la actitud que debemos tener dentro de su casa apela a imágenes que remiten al servicio (viñadores, mayordomo, sembrador, etc.). ¿Se puede servir y no dejar de ser libre?; ¿se puede ser esclavo y amo al mismo tiempo?
«Junto al Señor es libre la servidumbre. Libre servidumbre, porque el servicio no lo impone la necesidad sino la caridad […]. La caridad te convierta en siervo, así como la verdad te ha hecho libre […]. Eres esclavo del Señor y eres liberto del Señor» (35).
Aún más: se puede estar dentro de la posada y ser paradojalmente esclavo. ¿Cuándo? Cuando el servicio es inexistente o existe pero movido por intereses mezquinos y espíritu partidario. En la parábola del hijo pródigo el hijo mayor nunca se fue de casa, nunca perdió la libertad, y sin embargo, era el más extranjero de todos: entrando su hermano en la casa paterna él estaba afuera, “no quiso entrar” (cf. Lc. 15,28ª) ni socializar. Con esto confirmamos una vez más lo ya dicho sobre la relación entre «habitar» y «vivir» o entre morada y moral: la verdadera libertad se adquiere no tanto cuando se entra físicamente en la casa de Dios sino cuando de depone la envidia, la mezquindad, el pecado y la falta de caridad (36) . Es decir, cuando se vive una recta vida moral.
I. 2.1.3 La catolicidad
Finalmente, otra nota distintiva de ella es su universalidad o catolicidad, que le permite extender la salvación de Cristo a todos los confines. Contrariamente, hay que decir que una comunidad cerrada en sí misma y sin apertura a toda la realidad difícilmente pueda sanar a quien, por razones territoriales, culturales o raciales, queda impedido de formar parte de ella. Esta limitación no sólo atañe a grupos extraeclesiales sino que también aparece, lamentablemente, como una tentación siempre latente incluso en el interior del catolicismo, ya sea cuando los grupos intra-eclesiales vienen absolutizados, ya cuando (en la relación existente entre Iglesia universal y diócesis) la iglesia particular o diócesis deviene, junto con su pastor el obispo, el referente último respecto de la fe del creyente. Sobre esto último debemos decir que una indebida exaltación de la iglesia local hace que la Iglesia como tal “se convierte [convierta] en grupo, que se mantiene unido por su consenso interior, mientras que su dimensión católica se agrieta”(37) .
El carácter de universalidad que posee de manera superlativa la Iglesia católica, su capacidad para amoldarse a todo hombre, y en todo tiempo y lugar es, sin duda alguna, un valor del cual carecen otras comunidades que, siendo sanas en su interior pero a causa de su visón negativa del mundo, de la materia o del progreso, no logran congeniar con la sociedad moderna ni pueden, por tanto, reclamar universalidad.
“La radicación de la vida moral en comunidades pequeñas y particulares, que convergen en la concepción de lo que constituye el bien humano […] plantea el problema de la convivencia común en la sociedad más amplia y pluralista; es decir, plantea el problema de la universalidad del derecho. Y aquí se revela la debilidad del punto de vista de los «comunitaristas»”(38)
Que la Iglesia sea católica le permite, dijimos, hacer extensivo su mensaje y su terapia a todos y en todas partes del mundo. Para lograrlo el cristiano debe tener una relativa relación amical con las autoridades civiles, como enseña san Pablo y argumentaban los Padres apologistas contra quienes decían que los cristianos eran sectarios. En efecto, ya desde los orígenes, ser un buen cristiano incluía ser un buen ciudadano (39) . De esta manera, y salvando los casos más extremos de conflictividad en donde lo principal siempre era “obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5, 29), la apertura de la Iglesia en relación con la sociedad significaba para ella una legitimación de la institución y una cierta universalidad de su derecho al punto de llegar a transformarse poco a poco en verdadero fermento social tanto que, como demuestran muchos trabajos de estudiosos, los adelantos –sobre todo en Occidente- en el campo del arte, de la arquitectura, del pensamiento, de la hospitalidad, de la ciencia y del derecho que no serían siquiera imaginables de no haber existido la Iglesia católica (40) .
No podía ser de otra manera tratándose de una religión que, si bien es sobrenatural (“la más divina de todas”), ha revelado también de manera perfecta la naturaleza humana (“la más humana de todas”).
2. Casos prácticos y conclusión
Puedo dar fe que la comunidad eclesial es altamente terapéutica. No solo porque he visto y he sido parte de procesos de sanación que han llevado a que personas abandonen definitivamente o casi definitivamente prácticas que alteraban seriamente su psiquis y su relación con los demás (tales como la droga, la lujuria, la homosexualidad, el ostracismo o fobia social, la desorientación religiosa y existencial, y otras patologías) sino porque también personas psíquicamente más equilibradas pero que aún deseaban fuertemente dar cumplimiento a la natural sociabilidad han encontrado en la comunidad católica y parroquial el lugar en donde saciar su sed comunitaria, potenciando las propias potencialidades al servicio de los demás y aprendiendo simultáneamente del buen ejemplo del prójimo. En el interior del catolicismo han encontrado aquella “plena salubridad” de la que nos hablaba san Juan Crisóstomo(41). Un anticipo del cielo, en donde la felicidad y libertad propia es a la vez felicidad y plenitud ajena, en donde el individuo y el todo “se funden” pero no dejan de ser distintos, en donde la persona y la comunidad crecen juntas y “se hacen uno” análogamente –si se me permite esta analogía- a la vida matrimonial o, aún más, a la vida intra-trinitaria cuyas Tres Personas divinas, sin perder identidad propia, son al mismo tiempo una única divinidad.
Para mejor ejemplificar lo dicho, remito al caso de una persona perteneciente a nuestra comunidad parroquial la cual, luego de buscar durante mucho la pertenencia a una familia en la que lograse vivir profundamente la vida comunitaria y edificación recíproca encontró lo que supuestamente buscaba. Se trataba de una comunidad religiosa, naturista y en apariencia cristiana llamada “Las 12 tribus” (de muy fuerte impronta comunitaria) a la que perteneció durante casi un año pero de la que luego se alejó. ¿La causa del alejamiento? Una exigencia intrínseca de la comunidad que atentaba contra las tres características principales del catolicismo, pero muy especialmente, contra su catolicidad.
En efecto, una visión muy pesimista del mundo exterior a esa comunidad (un mundo que no es “el mundo” en términos joánicos, con su propio “Príncipe”)(42)impedía a esta persona vincularse amigablemente con otras personas de su entorno laboral y familiar que eran ajenas a esa comunidad religiosa. Para formar parte de “Las 12 tribus” debía sacrificar su personalidad en aras de la comunidad, dejar de ser ella para ser parte de un “todo”(43)Aún más, no era ni es posible integrar este grupo si no se deja el trabajo exterior y si no se está dispuesto a dejar la propia familia en el caso que de esta no quiera entrar a formar parte de la comunidad de elegidos.
Esta manera de vivir no solo atenta contra la catolicidad: también sacrifica la libertad de quien, por razones laborales, conyugales o familiares no puede verse en la libertad de dejarlo todo para “seguir a Dios”, tal como esa comunidad profesa(44).
En esta mentalidad «comunitarista», el desprecio por la vida laical va unido a la soberbia encubierta (y a veces inconsciente) de sus miembros al considerarse “apóstoles”, capaces ellos de haber cumplido mejor que nadie y al pie de la letra (demasiado al pide de la letra…), la invitación de Jesús de dejarlo todo para seguirlo a Él.
Hoy la realidad de esta persona es, afortunadamente, bien distinta, luego de haber encontrado en la Iglesia católica una comunidad de amigos a la cual sirve, de la cual se sirve pero que al mismo tiempo le respeta sus vínculos extra-eclesiales. Hoy esa persona ha saciado su sed comunitaria y goza de una libertad interior que, según ella, nunca antes había experimentado. De eso doy fe que no miente. Se le nota en la cara.
Notas
1. San Beda, In.. Lc. Expositio, l. III, cap.10, PL 92, 469. Citado en ALFREDO SAENZ, Las parábolas del Evangelio. La misericordia de Dios, Gladius, 1994, Bs. As., 310.
2. San Ambrosio, Exp. Ev. Sec. Lc., l.VII, 76: Sources Chrétiennes 52, p.34; cf. ALFREDO SAENZ, op. cit., ibid.
3. San Gregorio de Nyssa, In Cant. Canticorum, hom. 14: PG 44, 1085. Cf. ALFREDO SAENZ, op. cit., 311. Cursiva nuestra.
4. San Juan Crisóstomo, cit. en Catena Aurea (de Santo Tomás de Aquino), tomo IV, p.262. Cursiva nuestra.
5. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (CATIC), 846-848.
6. «La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación y realización de otra más grave y nociva dicotomía: la que se produce entre la fe y la moral» (VS, 88)
7. En este mismo sentido es muy lograda la frase de San Gregorio de Nyssa cuando dice que nosotros, por medio de nuestras acciones, «somos padres de nosotros mismos» (De vita Moysis, II, 3 (PG 44, 328)). Citado por Juan Pablo II en la Enc. Veritatis splendor, n° 71.
8. «Edificaos los unos a los otros» (1 Ts. 5, 11). Y en Judas 20: «Pero vosotros, queridos, edificandoos sobre vuestra santísima fe (…)».
9. El ser humano, por su limitación material, necesita de otras personas para su perfección, a diferencia del ángel que en sí mismo contiene todas las perfecciones de su única especie.
10. Citado por Calderon Bouchet en La ciudad griega (Ciudad Argentina, Bs. As., 1994, p.486).
11. La sociedad política, asegura Aristóteles-, «es algo más que una comunidad de lugar y una institución para preservarnos de las injusticias de los otros o mantener el comercio. Todo esto debe pre-existir a la formación del Estado pero no la constituye propiamente» (Política, cit. por CALDERON BOUCHET, op. cit., p.489).
12. Política, ibid., 490.
13. Para el Estagirita los esclavos son parte de la polis pero no propiamente ciudadanos, es decir, sujetos de derechos.
14. Por eso san Pablo, en su carta a Filemón, le pide a este que trate a su esclavo Onésimo como a un «hermano querido» (cf. Fil. 16)
15. ¿Y si la persona no quiere enmendar su error ni aceptar la corrección? En tal caso, la Iglesia se reserva (en pro del bien común y del bien del pecador) el derecho a la excomunión en el caso en que la persona no acepte la corrección de la comunidad (cf. Mt. 18, 15-18; 1 Cor. 5, 11). Aunque habría que decir que, en rigor, la excomunión propiamente dicha no existe. Lo que sí existe es la autoexcomunión o exclusión cuya existencia la Iglesia no hace más que patentizar y formalizar.
.
16. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (CATIC), 837.
17 . “«La caridad es cierta amistad del hombre con Dios fundada en la comunicación de la bienaventuranza eterna […]. No está en nosotros ni de manera natural ni como efecto de las fuerzas naturales, sino por infusión del Espíritu Santo…» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q.24, a.2)
18. «Solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación» (CONCILIO VATICANO II, Unitatis redintegratio, 3).
19. «Fuera de la estructura visible de la Iglesia, pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica» (CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium, 8).
20. I-II, q.109, a.1 y 2. Sin la gracia habitual o gratum fasciens el hombre puede conocer algunas verdades y obrar el bien, aunque parcialmente. Ambas acciones son también fruto de una gracia que solemos llamar “actual”: no reside de manera estable en la esencia del alma sino que mueve al acto a sus potencias.
21. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, «La pregunta sobre Dios no puede omitirse cuando se trata de conocer al hombre» (JOSEPH RATZINGER, Iglesia, ecumenismo…, p. 290).
22. Habló por primera vez de la “dictadura del relativismo” el 20/4/2005, durante la homilía, en una Misa celebrada en San Pedro por la elección del nuevo Papa.
23. Filosofía moral que busca ante todo resaltar la figura del individuo por sobre la comunión eclesial, oponiendo para ello la conciencia personal (a la cual siempre hay que escuchar y servir) al Magisterio eclesial, cuyas enseñanzas no son –según esta corriente- vinculantes para la fe del creyente, sino tan solo orientativas.
24. II-II, q. 47, a.13, q.50, a.3, ad.2. Además la capacidad de hacer bien a otras personas puede incluirse entre las llamadas gracias gratis data o “carismáticas” (don de profecía, de la palabra, de hacer milagros, de curar, hablar o interpretar lenguas, de discernir los espíritus; cf. 1 Cor. 12, 8-10) las cuales, si bien dan “ciertas disposiciones” para unir el alma con Dios, no unen a Dios. Es decir, no justifican, no salvan (cf. I-II, q. 111, a. 5).
25. A este problema actual que consiste en el desplazamiento de la Sola Scriptura a la sola Tradición Ratzinger lo llama con el título «traditionibus»: “[…] La clásica Sola Scriptura apenas si se emplea, mientras que en su lugar parece perfilarse un nuevo principio formal, que, a modo de intento, me siento llevado a describir con el slogan «traditionibus»” (JOSEPH RATZINGER, Iglesia…, p. 110)
26. JOSEPH RATZINGER, Iglesia…, p. 113.
27. Ibid., p. 106.
28. Marx: «La libertad es salir de caza por la mañana, pescar al mediodía… y después de comer entregarse a la crítica según venga en gana» (citado por JOSEPH RATZINGER, op. cit., 283).
29 Cit. en SERVAIS PINCKEARS, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, 419-350.
30. Trasladada esta filosofía a Dios se traduce en lo que se ha llamado el voluntarismo divino. Si quisiera, Dios podría hacer que una acción objetivamente buena sea condenable y otra objetivamente mala sea encomiable ya que lo que interesa, en el fondo, no es el objeto en sí o la realidad sino la intencionalidad de la voluntad libre del divino Legislador que juzga y decreta demasiado arbitrariamente, «como le viene en gana».
31. SERVAIS PINCKAERS, La vida espiritual, EDICEP, Valencia, 1995, p.31.
32. JOSEPH RATZINGER, Iglesia, ecumenismo, política. Nuevos ensayos eclesiológicos, BAC, Madrid, 2005, 213-216.
33. «El derecho fundamental del cristiano es el derecho a la fe íntegra» (ibid., p. 219).
34. «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef., 2, 19).
35. SAN AGUSTÍN, Enarratio in Psalmum XCIX, 7 (CCL, 39, 1397), citado también en la encíclica VS, n° 87.
36. «Nadie excluye al hermano mayor –escribe San Ambrosio-, él mismo se autoexcluye, se resiste a entrar (…). Al obrar así pareciera que hubiese dejado de ser el hijo que era para convertirse en siervo, porque el siervo ignora lo que hace su señor (cf. Jn. 15,15)» (ALFREDO SAÉNZ, op. cit., 243).
37. JOSEPH RATZINGER, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, San Pablo, Bs. As., 2005 (5ta. ed), 77. En esta visón de matriz ortodoxa (ibid., 75-76) la universalidad se pierde al quedar reducida a la particularidad de la iglesia local. Existe además otra tendencia según la cual la catolicidad dependería esencialmente de la comunión no tanto con el Papa cuanto con el sentir común consensuado y ejecutado en un Concilio. En esta postura definida «conciliarista» la eclesialidad es concebida como la sumatoria de iglesias particulares que, en la instancia conciliar, deciden a través de sus obispos qué y cómo hay que creer y vivir la fe. En respuesta a esta visión el cardenal Ratzinger llegó a decir, en lacónica pero contundente frase, que “la Iglesia no es un concilio” ni tampoco está a su servicio sino que, al revés, es el Concilio quien está al servicio de la Iglesia. Esto significa que la Iglesia no depende esencialmente de aquél (JOSEPH RATZINGER, Iglesia, ecumenismo…, p.107). Aquí también, la universalidad o catolicidad es afectada por culpa de una exagerada acentuación en lo particular que, a diferencia de la postura ortodoxa, es pensada en su sentido democrático o quasi matemático: como mayoría y como sumatoria.
38. L. MELINA -J. NORIEGA -J.J PEREZ SOBA, Caminar a la luz del amor, Palabra, Madrid, 2007, p. 527.
39. “Sométanse todos a las autoridades constituídas […] Quien se opone a la autoridad se rebela contra el orden divino” (Rm. 13, 1-2)
40. Recomiendo la obra de Thomas Wood Jr., Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental (Ciudadela, Madrid, 2007).
41. Cf. nota 4, pág.2.
42. Cf. Jn. 12,31; 16,11.
43. En esta comunidad está muy presente la mentalidad judaica del Antiguo Testamento (se lo ve en su nombre, por ej.), que afirma la unicidad de Dios pero niega la individualidad de las Tres Personas. Creo que no es coincidencia este modo de concebir la importancia del “todo”.
44. Esta falta de libertad lleva al extremo de que –según me contó esta persona, ex –integrante- sus miembros se vistan igual, trabajen de lo mismo, bailen igual e incluso hablen igual, con la misma tonalidad y “cantito”. La mimetización no podía ser mayor...
Para los Padres de la Iglesia la parábola del buen samaritano tiene principalmente un sentido teológico y cristológico, no filantrópico. Para ellos, el samaritano es Cristo; el moribundo, el hombre en pecado; el levita y el sacerdote son el profetismo y la ley, síntesis del Antiguo Testamento, incapaz por sí mismo de sanar a fondo al hombre e indolente frente a ciertas necesidades; el aceite y el vino, imagen terapéutica de los sacramento. Y, finalmente, la cabalgadura o jumento del buen samaritano es la humanidad de Cristo.
“Su jumento es la carne en la que se dignó venir a nosotros. Sobre él puso al herido, porque él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (cf. 1 Pe. 2,24). (…) Por tanto, haber sido puesto sobre el jumento es creer en la misma Encarnación de Cristo, y ser iniciado en sus misterios, al tiempo que verse defendido de las incursiones del enemigo ”.(1)
El enemigo de la naturaleza humana es el demonio. Montando al hombre herido sobre su jumento, es decir, sobre su humanidad (para lo cual el hombre herido ha de aceptar el dogma de la Encarnación), el buen samaritano sana al hombre de sus males y lo incorpora a una nueva humanidad saludable, la suya, simbolizada en la cabalgadura.
Es interesante notar que los Padres de la Iglesia, cuando hacen referencia al hombre herido y medio muerto por los ladrones, comparan a este hombre despojado de sus bienes sobrenaturales y preternaturales con la condición del animal. El pecado, dicen, enferma, desnaturaliza, bestializa a quien lo padece:
“Nos puso sobre su jumento, a fin de que no seamos ya como el caballo o mulo (cf. Ps 31,9); y así, por la asunción de nuestro cuerpo, destruyó la enfermedad de nuestra carne ”.(2)
En una profundísima frase, dice San Gregorio de Nyssa:
“El que entra en Él [en Cristo], recibe plenamente en sí mismo a aquél en el cual había entrado ”.(3)
Esta frase es notable. El samaritano, al cargarnos sobre su cabalgadura, nos incorporó a su cuerpo, nos hizo miembros suyos, parte suya. Por la Encarnación, se injertó a nosotros para que nosotros nos injertáramos en Él.
Ahora bien, según el relato de la parábola no fue suficiente que el buen samaritano montase al moribundo y lo curase con aceite ya que, hecho esto, lo introduce en una posada cuyo posadero deberá completar y perfeccionar la curación iniciada en el camino. ¿Qué simboliza esta posada? Esta morada es la Iglesia, encargada de hacer extensiva la salud de Cristo a lo largo de la historia. La incorporación primera por la Encarnación del Verbo (la montura o cabalgadura) se prolonga en la morada eclesial. “La Iglesia es un parador, afirma San Juan Crisóstomo, colocado en el camino de la vida, que recibe a todos los que vienen a ella, cansados del viaje o cargados con los sacos de su culpa (…). Todo lo que es contrario, perjudicial y malo está fuera, mientras que dentro del parador se halla el descanso completo y toda salubridad ”.(4)
Que en la Iglesia encontremos “toda salubridad” debe entenderse que, fuera de ella, no existe tal plenitud. La antigua y conocida frase citada y analizada en el Catecismo de la Iglesia “fuera de la Iglesia no hay salvación”(5) bien puede traducirse como “fuera de la Iglesia no hay salud o recuperación”, interpretación ésta que no es arbitraria sino que se corresponde perfectamente, por una parte, con las palabras de San Juan Crisóstomo que acabamos de escuchar, y al mismo tiempo, con la etimología latina de la palabra “salus”, traducida indistintamente sea como salud, sea como salvación.
La incorporación plena a la terapia plena no sólo se inicia cuando el hombre, por el bautismo, se aparta de su condición de bruto animal (a causa del pecado original) y se injerta en la cabalgadura sana y pura de la humanidad de Cristo sino también cuando esa inserción se prolonga en la Iglesia ya que ella es, como enseña la encíclica Veritatis splendor, “la contemporaneidad de Cristo respecto al hombre” (VS, 25).
Hecha esta breve explicación de la parábola del buen samaritano intentaremos en esta exposición mostrar, primero desde un punto de vista teórico-doctrinal y luego con alguna derivación práctica porqué la iglesia en cuanto comunión de personas santas que se unen en las cosas santas -es decir, porqué la Iglesia en cuanto communio sanctorum- es el lugar o la morada para el florecimiento de todas las capacidades humanas.
Dentro del primer encuadre teórico del tema haremos el esfuerzo tanto por mostrar la relación semántica entre morada y moral (o entre hábito, como disposición estable y ética).
En un segundo momento, y tras valorar la necesidad de una morada comunitaria y de una moral, intentaremos si cualquier teoría que incluya el elemento comunitario como esencial al desarrollo humano es igualmente válida, más allá de la especificidad (su origen, su historia y tradición, su composición intrínseca) propia de cada iglesia o de cada comunidad; o si, por el contrario, la sola referencia a una comunida y –eventualmente- a una tradición que la sustente es insuficiente para dicha justificación. Y validez. ¿Se puede curar una persona en una iglesia protestante o en una comunidad de personas conocidas o amigas del mismo modo (o incluso mejor) a como se podría ello lograr en el interior del catolicismo? Y si esa familia o grupo, además de sanar a muchas personas, goza de una larga y secular tradición a sus espaldas, ¿no bastaría para acreditarse como verdadera? A estas preguntas intentaremos responder. Aunque por el momento solo nos adelantamos diciendo que, de ser cierto que tales comunidades y tradiciones son capaces de sanar igual o mejor que la comunidad católica, difícilmente se logre ver la necesaria conexión existente entre la verdad y la libertad y entre el dogma y la moral (una separación o ruptura que ha sido denunciada por el Magisterio), (6) como también sería igualmente difícil no caer en el relativismo religioso y no mal interpretar -o incluso negar- el conocido adagio patrístico al que más arriba hemos aludido sobre la necesidad absoluta de la Iglesia para la salvación.
Luego de estos planteos teóricos haré una somera aplicación práctica de lo expuesto mostrando cuáles (en mis cortos ocho años de labor pastoral) han sido los resultados logrados en el intento por generar un ambiente comunitario en el cual las personas experimenten el perdón, la convivencia edificante y el gusto por el bien humano y divino en compañía con otras personas.
I.Encuadre teórico: La necesidad de una comunidad
I. 1. La Iglesia como morada y la Iglesia como lugar de la moral
¿Qué es una morada?
Es un ámbito en el espacio y en el tiempo en donde todo se vuelve familiar; lugar que da libertad a quien lo habita y donde se logra tener afecto al propio destino. Aristóteles señaló una ambigüedad originaria en el vocabulario griego: al inicio del segundo libro de la Ética a Nicómaco, el Estagirita llama la atención sobre la semejanza dada entre «éthos» con la épsilon (ἒθοϛ que quiere decir ética) y «ḗthos» con la ēta (ἢθοϛ que significa hábito). Por consiguiente, ética se relaciona con hábito pero más profundamente con habitar, vivir, residir. Se vive bien en un lugar cuando se obra bien, cuando el morar es no solo una convivencia pasiva o circunstancial con determinadas personas y en un lugar que es indiferente a cualquier otro sino, por el contrario, cuando ese convivir va acompañado de una serie de conductas que transforman la vida comunitaria en una vida de libertad y realización. Apelando pues a la semejanza etimológica entre «habitar» y «actuar» debemos afirmar que la calidad de la morada dependerá en este caso no de la calidad de los ladrillos sino de la calidad o moralidad de las conductas. No cualquier lugar físico y no cualquier familia fomenta la libertad de quienes allí residen: análogamente, no cualquier manera de vivir ni cualquier vínculo interpersonal genera ese espacio de libertad en el interior de las personas.
Por otra parte, que el hombre construya su morada a partir de su actuar subraya, por un lado, la centralidad de su libertad en la construcción de ese espacio de vida a tal punto que, más allá de cualquier frontera territorial y límite territorial la persona puede llevar esa morada consigo a través de su actuar. Parecido al caracol, que su residencia es él mismo, y en donde él es el creador de su propia morada(7) .
Pero al mismo tiempo, la construcción de ese espacio de libertad no sólo dependerá de la propia libertad sino de un contexto, necesario en cuanto que el hombre es esencialmente un ser social. La Sagrada Escritura habla de esta necesaria “edificación espiritual” en términos comunitarios (8). Volviendo a la comparación con el caracol: la diferencia con él es que, para el caso humano, la construcción de la casa depende también de otros (9) .
En resumen: que la morada del hombre sea su vida moral debemos entenderlo en un doble sentido, personal y comunitario. Respecto de este último fue Aristóteles quien intuyó el ideal de vida humana realizada en una comunidad, la «polis».
Dice en la Política:
“La sociedad política es el primer objeto que se ha propuesto la naturaleza humana pues el todo es necesariamente antes que la parte (…) Quienquiera que no tenga necesidad de los otros hombres o no puede permanecer con ellos, es un Dios o una bestia. La inclinación natural lleva a todos los hombres a este tipo de sociedad”(10).
Por naturaleza el hombre es social de manera que, su exclusión de una comunidad, lo asemeja a una bestia. Veremos luego si cualquier comunidad garantiza esta humanización.
Volvamos a la «polis». Esta sociedad, tal como la piensa Aristóteles, no hay que interpretarla en sentido moderno (iluminista, rousseauniano o kantiano) como comunidad edificada a partir de un contrato social y de un consenso no conflictivo sino más bien como realidad que tiene como finalidad el bien común, que es contemporáneamente el bien de cada uno en particular. ¿A cuál «bien» hace referencia? Al bien de la virtud. En efecto, para el Estagirita el fin de la vida comunitaria es lograr virtudes en los ciudadanos y no simplemente evitar conflictos (11) . La vida comunitaria o la sociedad civil, para él, “es menos una sociedad de vida en común que una sociedad de honor y de virtud”. (12)
Por otra parte, Aristóteles enseña en la Ética a Nicómaco que la virtud no se logra sin los amigos; por esta razón –y para resaltar la importancia de los semejantes en la construcción de la buena vida- dos de sus diez libros los dedica al tema de la amistad. Los hombres libres que integran la polis (13)van logrando una amistad social en la que van encontrando una mayor realización y una común tensión al bien común, al cual sirven y del cual participan y se benefician. Esta atinada concepción pagana fue perfeccionada por la Revelación cristiana y por la Iglesia, la cual ahora lleva a su plenitud aquella comunión de amigos necesaria para un crecimiento personal y comunitario. De esta nueva «polis» que es la Iglesia ahora pueden participar todos, incluso los esclavos en cuanto que también ellos pueden adquirir libertad interior y tener derechos delante de Dios (14) . La única condición es que el hombre no quiera él mismo excluirse por elecciones que esclavizan y le quitan libertad. Quien no desea pecar o si, pecando, se retracta y arrepiente puede ser parte de esta comunidad universal de amigos libres (15).
Como vemos, tanto los conceptos de «polis», «libertad» y «esclavitud» fueron sobredimensionados y espiritualizados a partir de la enseñanza profundamente espiritual que nos ha traído Jesucristo.
I. 2. Comunidad y comunidades
Si el elemento comunitario es esencial para el desarrollo humano y el crecimiento en la virtud, ¿eso significa que la sola comunidad humana, por el hecho de ser tal, es suficiente para garantizar la mejor ayuda psicológica y espiritual?; ¿se puede curar una persona en una iglesia protestante o en una comunidad de personas conocidas o amigas del mismo modo o mejor a como se podría ello lograr en el interior del catolicismo?; ¿es la antigüedad de su tradición lo que da a la comunidad su carácter de verdad y su autoridad moral?
Antes de proseguir necesitamos hacer una afirmación. Lo que salva al hombre no es la comunidad, sino la verdad; es decir, Dios. Lo dicho vale también para la Iglesia católica: en efecto, la sola pertenencia al ella no da al hombre garantía de salud y salvación si, junto a su estar físico o “con el cuerpo” no se verifica también un estar “con el corazón”(16)es decir, si se falta a la caridad, la cual a su vez nace y abreva de la Verdad de Dios (caritas in veritate)(17) .
Esto significa que la eficacia curativa de una comunidad depende directamente de su mayor o menor participación y unión con la verdad de Dios. A su vez, la Iglesia es la institución a la cual nada le falta para ser perfecta, es decir, para ser divina ya que en ella –y solo en ella- no solo su origen es divino sino que los medios para cumplir su finalidad son también revelados y divinos, y por eso son totales y plenos. Solo ella posee todos los elementos para que el hombre conozca a Dios, se cure, se salve (18) .
Ciertamente, esto no significa que otras comunidades cristianas o no cristianas sean totalmente ineficientes e innecesarias en la ayuda que puedan prestar a las personas (19), como tampoco son vanas las gracias actuales que Dios da a todas las personas (incluso fuera de la Iglesia) con la intención de que, en algún momento, esas gracias actuales lleven a la persona a una comunión más perfecta con la verdad revelada y la gracia santificante o gracia habitual, existente de manera plena y ordinaria en la Iglesia católica (20) .
I.2.1 Tres cualidades distintivas de la posada eclesial
¿Cuáles son las razones por las que la Iglesia se presenta como la mejor posada en la restauración de la humanidad?
I. 2.1.1 La verdad
La primera razón por cual la comunidad de la Iglesia corre con ventajas respecto de otras comunidades débese a la verdad que Ella propone y vive. En efecto, esta comunidad enseña y vive la verdad revelada por Dios de manera plena sobre toda la creación y en especial acerca del hombre y su sentido. El ideal humano ya no es Adán ni tampoco el hombre “químicamente puro” del iluminismo, el hombre de la sola razón. El ideal del hombre es un hombre que al mismo tiempo es Dios (21) . En adelante, y en virtud de la Encarnación del Verbo, el hombre puede ser como Dios... Por tanto, excluir el dato de la Revelación es despojar a la comunidad de un elemento esencial en su búsqueda por conocer el verdadero bien humano a realizar.
Decir que la Iglesia católica posee la plenitud de la verdad parecería, para muchos, arrogante y soberbio. ¿Lo es realmente? En la actualidad el relativismo es muy fuerte y, como diría Benedicto XVI, muy “dictatorial”(22) .
Difícilmente se pueda escapar a su influjo sin cierta sospecha de ser visto como una latente amenaza subversiva en la sociedad. El diálogo ecuménico no escapa a este “complejo de superioridad” ya que son muchos católicos que, para no ser juzgados como totalitarios y fundamentalistas, terminan siendo víctimas de una nueva dictadura, la del relativismo, y muchas veces también devienen ellos mismos en victimarios de esta nueva manera totalitaria de pensar.
Este relativismo no solo atañe a la filosofía moral de la «razón autónoma» o moral autónoma (23) sino también a aquellas otras que tienen en alta consideración el elemento comunitario. ¿Se puede ser relativista y, al mismo tiempo, «comunitarista» o no individualista? Sí, se puede. Se trata aquí de un relativismo de barniz comunitario el cual, a la vez que valora la importancia de una comunidad entendida como el producto de una tradición niega, sin embargo, que exista otro factor distinto de la tradición como elemento determinante en la construcción de una comunidad que busque presentarse como buena y respetable. Según esta lógica, toda comunidad y toda tradición es relativamente buena y ninguna comunidad puede arrogarse el título de absoluta, máxime cuando otras comunidades –distintas de la católica- muestran buenos frutos en su labor de ayuda a las personas.
¿Es lo mismo una comunidad que otra? Afirmarlo positivamente implicaría razonar de una manera que contrasta con la realidad que cada uno de nosotros vive, ya que de no existir algún criterio que haga posible preferir una comunidad más que otra deberíamos justificar por qué hemos decidido ser parte de esta comunidad, de este grupo, y no de otro. Si no fuésemos capaces de semejante argumentación deberíamos entonces concluir diciendo –¡contra nuestra manera de pensar y de creer!- que, así como el viento agrupa algunas hojas entre sí, del mismo modo el viento de la casualidad nos agrupó azarosamente en una comunidad y que, por lo tanto, nos debería ser indiferente estar en la comunidad de la Iglesia católica, o en una comunidad cristiana no católica, o en una no cristiana o, incluso, en una secta satánica, de no existir alguna otra razón que haya motivado nuestra elección.
Tampoco la sola consideración de los frutos o resultados de una determinada comunidad o institución alcanza para que esta venga erigida como la mejor o la más verdadera. Eficiencia no es sinónimo de veracidad, y mucho menos de salvación. La evangélica máxima «por sus frutos los conocereis» debería aquí ser correctamente interpretada sin olvidar que, por tratarse de algo profundamente espiritual, los verdaderos frutos de la gracia no siempre se ven de un modo estrictamente humano, es decir: en este tiempo (mi tiempo) y en este espacio (mi espacio). La gracia es un misterio, y por eso es invisible.
Respondiendo a la cuestión que plantea que la gracia de ayudar a otros es el mejor criterio para determinar la veracidad y santidad de una persona o de un grupo de personas, Santo Tomás dice que eficiencia o resultados visibles no es sinónimo de veracidad ya que se puede ayudar a otros y ser prudente en el consejo y gobierno de terceros y, al mismo tiempo, ser una mala persona o pecador (24).
¿Por qué entonces hemos elegido una determinada comunidad de la que formar parte?; ¿por qué decimos que tal comunidad (la católica) es más saludable que otra?; ¿cuál es el criterio que juzga la superioridad terapéutica de esta comunidad respecto de otra? Ese criterio último es la verdad plena que Dios ha revelado y ha dejado a la Iglesia para que ella sea su depósito y transmisora; y ello –dijimos- independientemente de los frutos visibles y computables.
Además de esta relativización que debemos hacer de los resultados terapéuticos acaecidos en una comunidad debemos también esforzarnos por no caer en la segunda trampa del relativismo «comunitarista». ¿Cuál es esa trampa? Considerar como única verdad (¡qué paradoja!) la que surge de la sola tradición, entendida esta como formas, usos, ritos y maneras expresivas muy arraigadas en el tiempo. «Las tradiciones son respetables y es preciso mantenerlas», se suele escuchar. Esta corriente filosófica y teológica a la larga impide el acercamiento profundo entre las distintas comunidades y cualquier tipo de comunión real (el «ut unum sint» de Jesucristo) con una tradición distinta a la propia ya que, por su mismo carácter pluralista y multicultural, la noción de “tradición” no es intrínsicamente susceptible de adaptabilidad, de cambio, de fusión y de conversión. Si una tradición cambia radicalmente deja de ser tradición para devenir en algo nuevo; a lo sumo, en el inicio de una nueva y naciente tradición. Dicho más simplemente: por naturaleza la verdad es una, mientras que las tradiciones son, también por naturaleza, muchas (25).
Si todas las tradiciones son igualmente válidas, ninguna tradición es absolutamente válida. Si todas las comunidades son saludables y terapéuticas, ninguna comunidad es absolutamente terapéutica. Y si esto es realmente así, no solo la vida social y el entendimiento entre las distintas culturas sino también el entero ecumenismo estarán condenados a una pobre unión contractual de convivencia y tolerancia basada no en la verdad sino en la ausencia de conflicto. No es difícil percibir aquí el gran influjo, dentro del cristianismo, del iluminismo y del kantismo.
“Si nos pusiéramos completamente de acuerdo en considerar todas las Confesiones [cristianas] como simple tradiciones, entonces nos habríamos alejado totalmente de la cuestión acerca de la verdad, y la teología no sería más que una forma de diplomacia, de política. En este caso, nuestros padres estaban en la polémica, realmente más próximos, pues en la conflictividad [entre católicos contra protestantes] sabían que solo podían ser servidores de una verdad que hay que reconocer tan grande y tan pura como ha sido pensada por Dios para nosotros” (26)
El hombre, solo y en sociedad, debe servir a la verdad y no la verdad ponerse al servicio de la política y de la diplomacia.
“El concepto [moderno] de Tradición esconde la eliminación de la cuestión acerca de la verdad. La diferencia entre iglesias se reduce a la diferencia de «tradiciones» (usos). (…) Ya no se trata de la gran discusión del hombre por la verdad, sino de la búsqueda de un… equilibrio entre usos (27) ”.
Se trata de volver a plantear el tema en términos filosóficos y teológicos y no simplemente en términos históricos o culturales. La cuestión de fondo es la cuestión de la verdad. La pregunta de Pilato a Cristo sigue haciéndose oír con nuevas fórmulas y teorías que, a posteriori, llevarán a una nueva forma de concebir (en términos relativos) la necesidad de la Iglesia y de la entera praxis ecuménica.
Por el contrario, si es cierto (como nosotros pensamos que lo es) que existen comunidades más buenas, más sanas, más curativas respecto de otras eso se debe no solo a su tradición (entendida como transmisión de “usos” o “formas”) sino a la verdad que esta tradición porta consigo. Lo más importante seguirá siendo el contenido, no el envase.
I. 2.1.2 La libertad
Como consecuencia de lo anterior, hay que decir que la comunidad de la Iglesia católica por ser depositaria de verdades dogmáticas y morales que Dios ha revelado posee es la ofrece, por principio, las mejores garantías para alcanzar la plena libertad. De la plenitud de la verdad nace la plenitud de la libertad, como segunda condición distintiva y especifica de la comunidad católica.
Pero, ¿qué es la libertad?
Estudiando el sentido originario de la palabra libertad («eleuthería») el cardenal Ratzinger ha hecho ver que ella no significa «capacidad para elegir lo que uno quiera», «deseos de hacer lo que nos venga en gana» o «licencia para hacer una acción o su contraria indiferentemente». Tal es la concepción moderna, sea liberal o marxista(28),de la noción de libertad y que tiene como “padre” a un autor del s. XIV, el franciscano Guillermo de Occam. En efecto, para él la libertad es indiferencia ante la realidad, pura potencialidad para elegir un objeto o su contrario indiferentemente y con un valor al acto que es dado y presentado al hombre por su sola voluntad y libertad. «Llamo libertad al poder por el que puedo poner distintas cosas indiferente y contingentemente de forma que puedo causar y no causar el mismo efecto (29) ». El efecto bueno o malo no depende, según este autor, del objeto en sí sino de la libertad y de la intención con la que se obra.
Para Occam, un objeto (que motiva al acto) es bueno porque yo lo elijo ; mientras que para la concepción tradicional es al revés: yo lo elijo(30) porque es bueno y me siento inclinado, naturalmente o virtuosamente, a él.
“Esta libertad, definida por Guillermo de Occam como poder de elegir entre los contrarios a partir de la sola voluntad, produce una ruptura con las aspiraciones espirituales, especialmente con la inclinación al bien y a la felicidad […]. En lo sucesivo, la libertad se afirma como el poder radical de aceptar o rehusar toda inclinación previa […]. En este caso, la moral no puede provenir ya de un impulso interior cualquiera; no puede tener ya otro origen que la intervención directa de la voluntad divina todopoderosa, que se impone por la fuerza de la obligación ”(31).
El ahora Benedicto XVI muestra cómo, según la etimología griega, la libertad es otra cosa bien distinta a lo que enseña la modernidad de cuño occamista. “Libertad” no era pensada primeramente como libertad de elección sino en contraposición a la condición de esclavo, aquél que no tiene ni casa ni patria propia (32) . Carecer de libertad era carecer de casa propia, de morada, y estar -por esa razón- como extranjero y sin posibilidad de ser ciudadano y adquirir derechos.
A partir del cristianismo la verdad sobre la libertad también es profundizada y espiritualizada. Para el cristiano, ser libre y tener derechos es posible a partir de su inserción en la nueva casa de la Iglesia a través del bautismo, de la fe en Cristo y de una moral (mores) que es la consecuencia de ese nuevo ser bautismal. Quien tiene fe y obra según la fe está en su casa, está en la Iglesia, es libre allí donde se encuentre, incluso en situaciones exteriores de esclavitud.
La Iglesia es la nueva morada, el lugar en donde se adquiere un nuevo ser, una nueva ciudadanía, unos nuevos derechos y unas nuevas obligaciones. Esos derechos que posee el cristiano son, en especial, los referentes al acceso a la fe íntegra y los sacramentos(33).
Y los deberes, lo relativos a la conducta que la Iglesia exige a quienes la integran. Aquí, una vez más, morada como casa y morada como conducta se entrelazan y reclaman recíprocamente.
Al mismo tiempo, con el cristianismo se redimensiona el concepto de esclavitud. Ya no es esclavo el que carece de casa o patria propia sino aquél que, por no poseer el ser bautismal o por llevar una vida alejada de las obligaciones propias del «cuidadano celestial»(34) , vive como extranjero. “El que peca es esclavo del pecado” (Jn. 8, 34), por más que sea parte de una comunidad, de una familia, de una nación, o de un hogar. Para Jesús el extranjero y sin morada es el pecador, que vive errante y no permanece en la casa para siempre (cf. Jn. 8, 35). Ejemplo de esta esclavitud o pseudo-libertad sin casa es el hijo menor de la parábola del hijo pródigo antes de su retorno. Quedarse en casa, permanecer en la Iglesia, es la condición para la verdadera libertad y crecimiento personal.
A su vez, ese permanecer no es pasivo sino servicio activo; quizás por eso Jesús cuando nos enseña cuál ha de ser la actitud que debemos tener dentro de su casa apela a imágenes que remiten al servicio (viñadores, mayordomo, sembrador, etc.). ¿Se puede servir y no dejar de ser libre?; ¿se puede ser esclavo y amo al mismo tiempo?
«Junto al Señor es libre la servidumbre. Libre servidumbre, porque el servicio no lo impone la necesidad sino la caridad […]. La caridad te convierta en siervo, así como la verdad te ha hecho libre […]. Eres esclavo del Señor y eres liberto del Señor» (35).
Aún más: se puede estar dentro de la posada y ser paradojalmente esclavo. ¿Cuándo? Cuando el servicio es inexistente o existe pero movido por intereses mezquinos y espíritu partidario. En la parábola del hijo pródigo el hijo mayor nunca se fue de casa, nunca perdió la libertad, y sin embargo, era el más extranjero de todos: entrando su hermano en la casa paterna él estaba afuera, “no quiso entrar” (cf. Lc. 15,28ª) ni socializar. Con esto confirmamos una vez más lo ya dicho sobre la relación entre «habitar» y «vivir» o entre morada y moral: la verdadera libertad se adquiere no tanto cuando se entra físicamente en la casa de Dios sino cuando de depone la envidia, la mezquindad, el pecado y la falta de caridad (36) . Es decir, cuando se vive una recta vida moral.
I. 2.1.3 La catolicidad
Finalmente, otra nota distintiva de ella es su universalidad o catolicidad, que le permite extender la salvación de Cristo a todos los confines. Contrariamente, hay que decir que una comunidad cerrada en sí misma y sin apertura a toda la realidad difícilmente pueda sanar a quien, por razones territoriales, culturales o raciales, queda impedido de formar parte de ella. Esta limitación no sólo atañe a grupos extraeclesiales sino que también aparece, lamentablemente, como una tentación siempre latente incluso en el interior del catolicismo, ya sea cuando los grupos intra-eclesiales vienen absolutizados, ya cuando (en la relación existente entre Iglesia universal y diócesis) la iglesia particular o diócesis deviene, junto con su pastor el obispo, el referente último respecto de la fe del creyente. Sobre esto último debemos decir que una indebida exaltación de la iglesia local hace que la Iglesia como tal “se convierte [convierta] en grupo, que se mantiene unido por su consenso interior, mientras que su dimensión católica se agrieta”(37) .
El carácter de universalidad que posee de manera superlativa la Iglesia católica, su capacidad para amoldarse a todo hombre, y en todo tiempo y lugar es, sin duda alguna, un valor del cual carecen otras comunidades que, siendo sanas en su interior pero a causa de su visón negativa del mundo, de la materia o del progreso, no logran congeniar con la sociedad moderna ni pueden, por tanto, reclamar universalidad.
“La radicación de la vida moral en comunidades pequeñas y particulares, que convergen en la concepción de lo que constituye el bien humano […] plantea el problema de la convivencia común en la sociedad más amplia y pluralista; es decir, plantea el problema de la universalidad del derecho. Y aquí se revela la debilidad del punto de vista de los «comunitaristas»”(38)
Que la Iglesia sea católica le permite, dijimos, hacer extensivo su mensaje y su terapia a todos y en todas partes del mundo. Para lograrlo el cristiano debe tener una relativa relación amical con las autoridades civiles, como enseña san Pablo y argumentaban los Padres apologistas contra quienes decían que los cristianos eran sectarios. En efecto, ya desde los orígenes, ser un buen cristiano incluía ser un buen ciudadano (39) . De esta manera, y salvando los casos más extremos de conflictividad en donde lo principal siempre era “obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5, 29), la apertura de la Iglesia en relación con la sociedad significaba para ella una legitimación de la institución y una cierta universalidad de su derecho al punto de llegar a transformarse poco a poco en verdadero fermento social tanto que, como demuestran muchos trabajos de estudiosos, los adelantos –sobre todo en Occidente- en el campo del arte, de la arquitectura, del pensamiento, de la hospitalidad, de la ciencia y del derecho que no serían siquiera imaginables de no haber existido la Iglesia católica (40) .
No podía ser de otra manera tratándose de una religión que, si bien es sobrenatural (“la más divina de todas”), ha revelado también de manera perfecta la naturaleza humana (“la más humana de todas”).
2. Casos prácticos y conclusión
Puedo dar fe que la comunidad eclesial es altamente terapéutica. No solo porque he visto y he sido parte de procesos de sanación que han llevado a que personas abandonen definitivamente o casi definitivamente prácticas que alteraban seriamente su psiquis y su relación con los demás (tales como la droga, la lujuria, la homosexualidad, el ostracismo o fobia social, la desorientación religiosa y existencial, y otras patologías) sino porque también personas psíquicamente más equilibradas pero que aún deseaban fuertemente dar cumplimiento a la natural sociabilidad han encontrado en la comunidad católica y parroquial el lugar en donde saciar su sed comunitaria, potenciando las propias potencialidades al servicio de los demás y aprendiendo simultáneamente del buen ejemplo del prójimo. En el interior del catolicismo han encontrado aquella “plena salubridad” de la que nos hablaba san Juan Crisóstomo(41). Un anticipo del cielo, en donde la felicidad y libertad propia es a la vez felicidad y plenitud ajena, en donde el individuo y el todo “se funden” pero no dejan de ser distintos, en donde la persona y la comunidad crecen juntas y “se hacen uno” análogamente –si se me permite esta analogía- a la vida matrimonial o, aún más, a la vida intra-trinitaria cuyas Tres Personas divinas, sin perder identidad propia, son al mismo tiempo una única divinidad.
Para mejor ejemplificar lo dicho, remito al caso de una persona perteneciente a nuestra comunidad parroquial la cual, luego de buscar durante mucho la pertenencia a una familia en la que lograse vivir profundamente la vida comunitaria y edificación recíproca encontró lo que supuestamente buscaba. Se trataba de una comunidad religiosa, naturista y en apariencia cristiana llamada “Las 12 tribus” (de muy fuerte impronta comunitaria) a la que perteneció durante casi un año pero de la que luego se alejó. ¿La causa del alejamiento? Una exigencia intrínseca de la comunidad que atentaba contra las tres características principales del catolicismo, pero muy especialmente, contra su catolicidad.
En efecto, una visión muy pesimista del mundo exterior a esa comunidad (un mundo que no es “el mundo” en términos joánicos, con su propio “Príncipe”)(42)impedía a esta persona vincularse amigablemente con otras personas de su entorno laboral y familiar que eran ajenas a esa comunidad religiosa. Para formar parte de “Las 12 tribus” debía sacrificar su personalidad en aras de la comunidad, dejar de ser ella para ser parte de un “todo”(43)Aún más, no era ni es posible integrar este grupo si no se deja el trabajo exterior y si no se está dispuesto a dejar la propia familia en el caso que de esta no quiera entrar a formar parte de la comunidad de elegidos.
Esta manera de vivir no solo atenta contra la catolicidad: también sacrifica la libertad de quien, por razones laborales, conyugales o familiares no puede verse en la libertad de dejarlo todo para “seguir a Dios”, tal como esa comunidad profesa(44).
En esta mentalidad «comunitarista», el desprecio por la vida laical va unido a la soberbia encubierta (y a veces inconsciente) de sus miembros al considerarse “apóstoles”, capaces ellos de haber cumplido mejor que nadie y al pie de la letra (demasiado al pide de la letra…), la invitación de Jesús de dejarlo todo para seguirlo a Él.
Hoy la realidad de esta persona es, afortunadamente, bien distinta, luego de haber encontrado en la Iglesia católica una comunidad de amigos a la cual sirve, de la cual se sirve pero que al mismo tiempo le respeta sus vínculos extra-eclesiales. Hoy esa persona ha saciado su sed comunitaria y goza de una libertad interior que, según ella, nunca antes había experimentado. De eso doy fe que no miente. Se le nota en la cara.
Notas
1. San Beda, In.. Lc. Expositio, l. III, cap.10, PL 92, 469. Citado en ALFREDO SAENZ, Las parábolas del Evangelio. La misericordia de Dios, Gladius, 1994, Bs. As., 310.
2. San Ambrosio, Exp. Ev. Sec. Lc., l.VII, 76: Sources Chrétiennes 52, p.34; cf. ALFREDO SAENZ, op. cit., ibid.
3. San Gregorio de Nyssa, In Cant. Canticorum, hom. 14: PG 44, 1085. Cf. ALFREDO SAENZ, op. cit., 311. Cursiva nuestra.
4. San Juan Crisóstomo, cit. en Catena Aurea (de Santo Tomás de Aquino), tomo IV, p.262. Cursiva nuestra.
5. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (CATIC), 846-848.
6. «La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación y realización de otra más grave y nociva dicotomía: la que se produce entre la fe y la moral» (VS, 88)
7. En este mismo sentido es muy lograda la frase de San Gregorio de Nyssa cuando dice que nosotros, por medio de nuestras acciones, «somos padres de nosotros mismos» (De vita Moysis, II, 3 (PG 44, 328)). Citado por Juan Pablo II en la Enc. Veritatis splendor, n° 71.
8. «Edificaos los unos a los otros» (1 Ts. 5, 11). Y en Judas 20: «Pero vosotros, queridos, edificandoos sobre vuestra santísima fe (…)».
9. El ser humano, por su limitación material, necesita de otras personas para su perfección, a diferencia del ángel que en sí mismo contiene todas las perfecciones de su única especie.
10. Citado por Calderon Bouchet en La ciudad griega (Ciudad Argentina, Bs. As., 1994, p.486).
11. La sociedad política, asegura Aristóteles-, «es algo más que una comunidad de lugar y una institución para preservarnos de las injusticias de los otros o mantener el comercio. Todo esto debe pre-existir a la formación del Estado pero no la constituye propiamente» (Política, cit. por CALDERON BOUCHET, op. cit., p.489).
12. Política, ibid., 490.
13. Para el Estagirita los esclavos son parte de la polis pero no propiamente ciudadanos, es decir, sujetos de derechos.
14. Por eso san Pablo, en su carta a Filemón, le pide a este que trate a su esclavo Onésimo como a un «hermano querido» (cf. Fil. 16)
15. ¿Y si la persona no quiere enmendar su error ni aceptar la corrección? En tal caso, la Iglesia se reserva (en pro del bien común y del bien del pecador) el derecho a la excomunión en el caso en que la persona no acepte la corrección de la comunidad (cf. Mt. 18, 15-18; 1 Cor. 5, 11). Aunque habría que decir que, en rigor, la excomunión propiamente dicha no existe. Lo que sí existe es la autoexcomunión o exclusión cuya existencia la Iglesia no hace más que patentizar y formalizar.
.
16. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (CATIC), 837.
17 . “«La caridad es cierta amistad del hombre con Dios fundada en la comunicación de la bienaventuranza eterna […]. No está en nosotros ni de manera natural ni como efecto de las fuerzas naturales, sino por infusión del Espíritu Santo…» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q.24, a.2)
18. «Solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación» (CONCILIO VATICANO II, Unitatis redintegratio, 3).
19. «Fuera de la estructura visible de la Iglesia, pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica» (CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium, 8).
20. I-II, q.109, a.1 y 2. Sin la gracia habitual o gratum fasciens el hombre puede conocer algunas verdades y obrar el bien, aunque parcialmente. Ambas acciones son también fruto de una gracia que solemos llamar “actual”: no reside de manera estable en la esencia del alma sino que mueve al acto a sus potencias.
21. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, «La pregunta sobre Dios no puede omitirse cuando se trata de conocer al hombre» (JOSEPH RATZINGER, Iglesia, ecumenismo…, p. 290).
22. Habló por primera vez de la “dictadura del relativismo” el 20/4/2005, durante la homilía, en una Misa celebrada en San Pedro por la elección del nuevo Papa.
23. Filosofía moral que busca ante todo resaltar la figura del individuo por sobre la comunión eclesial, oponiendo para ello la conciencia personal (a la cual siempre hay que escuchar y servir) al Magisterio eclesial, cuyas enseñanzas no son –según esta corriente- vinculantes para la fe del creyente, sino tan solo orientativas.
24. II-II, q. 47, a.13, q.50, a.3, ad.2. Además la capacidad de hacer bien a otras personas puede incluirse entre las llamadas gracias gratis data o “carismáticas” (don de profecía, de la palabra, de hacer milagros, de curar, hablar o interpretar lenguas, de discernir los espíritus; cf. 1 Cor. 12, 8-10) las cuales, si bien dan “ciertas disposiciones” para unir el alma con Dios, no unen a Dios. Es decir, no justifican, no salvan (cf. I-II, q. 111, a. 5).
25. A este problema actual que consiste en el desplazamiento de la Sola Scriptura a la sola Tradición Ratzinger lo llama con el título «traditionibus»: “[…] La clásica Sola Scriptura apenas si se emplea, mientras que en su lugar parece perfilarse un nuevo principio formal, que, a modo de intento, me siento llevado a describir con el slogan «traditionibus»” (JOSEPH RATZINGER, Iglesia…, p. 110)
26. JOSEPH RATZINGER, Iglesia…, p. 113.
27. Ibid., p. 106.
28. Marx: «La libertad es salir de caza por la mañana, pescar al mediodía… y después de comer entregarse a la crítica según venga en gana» (citado por JOSEPH RATZINGER, op. cit., 283).
29 Cit. en SERVAIS PINCKEARS, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, 419-350.
30. Trasladada esta filosofía a Dios se traduce en lo que se ha llamado el voluntarismo divino. Si quisiera, Dios podría hacer que una acción objetivamente buena sea condenable y otra objetivamente mala sea encomiable ya que lo que interesa, en el fondo, no es el objeto en sí o la realidad sino la intencionalidad de la voluntad libre del divino Legislador que juzga y decreta demasiado arbitrariamente, «como le viene en gana».
31. SERVAIS PINCKAERS, La vida espiritual, EDICEP, Valencia, 1995, p.31.
32. JOSEPH RATZINGER, Iglesia, ecumenismo, política. Nuevos ensayos eclesiológicos, BAC, Madrid, 2005, 213-216.
33. «El derecho fundamental del cristiano es el derecho a la fe íntegra» (ibid., p. 219).
34. «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef., 2, 19).
35. SAN AGUSTÍN, Enarratio in Psalmum XCIX, 7 (CCL, 39, 1397), citado también en la encíclica VS, n° 87.
36. «Nadie excluye al hermano mayor –escribe San Ambrosio-, él mismo se autoexcluye, se resiste a entrar (…). Al obrar así pareciera que hubiese dejado de ser el hijo que era para convertirse en siervo, porque el siervo ignora lo que hace su señor (cf. Jn. 15,15)» (ALFREDO SAÉNZ, op. cit., 243).
37. JOSEPH RATZINGER, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, San Pablo, Bs. As., 2005 (5ta. ed), 77. En esta visón de matriz ortodoxa (ibid., 75-76) la universalidad se pierde al quedar reducida a la particularidad de la iglesia local. Existe además otra tendencia según la cual la catolicidad dependería esencialmente de la comunión no tanto con el Papa cuanto con el sentir común consensuado y ejecutado en un Concilio. En esta postura definida «conciliarista» la eclesialidad es concebida como la sumatoria de iglesias particulares que, en la instancia conciliar, deciden a través de sus obispos qué y cómo hay que creer y vivir la fe. En respuesta a esta visión el cardenal Ratzinger llegó a decir, en lacónica pero contundente frase, que “la Iglesia no es un concilio” ni tampoco está a su servicio sino que, al revés, es el Concilio quien está al servicio de la Iglesia. Esto significa que la Iglesia no depende esencialmente de aquél (JOSEPH RATZINGER, Iglesia, ecumenismo…, p.107). Aquí también, la universalidad o catolicidad es afectada por culpa de una exagerada acentuación en lo particular que, a diferencia de la postura ortodoxa, es pensada en su sentido democrático o quasi matemático: como mayoría y como sumatoria.
38. L. MELINA -J. NORIEGA -J.J PEREZ SOBA, Caminar a la luz del amor, Palabra, Madrid, 2007, p. 527.
39. “Sométanse todos a las autoridades constituídas […] Quien se opone a la autoridad se rebela contra el orden divino” (Rm. 13, 1-2)
40. Recomiendo la obra de Thomas Wood Jr., Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental (Ciudadela, Madrid, 2007).
41. Cf. nota 4, pág.2.
42. Cf. Jn. 12,31; 16,11.
43. En esta comunidad está muy presente la mentalidad judaica del Antiguo Testamento (se lo ve en su nombre, por ej.), que afirma la unicidad de Dios pero niega la individualidad de las Tres Personas. Creo que no es coincidencia este modo de concebir la importancia del “todo”.
44. Esta falta de libertad lleva al extremo de que –según me contó esta persona, ex –integrante- sus miembros se vistan igual, trabajen de lo mismo, bailen igual e incluso hablen igual, con la misma tonalidad y “cantito”. La mimetización no podía ser mayor...
No hay comentarios:
Publicar un comentario