viernes, 26 de junio de 2015

San Pelayo de Córdoba - San José Ma Taishun - Santos Juan y Pablo - San Antelmo de Belley - Beato Raimundo Petiniaud de Jourgnac 26062015


San Pelayo de Córdoba

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San Pelayo, mártir


En Córdoba, en la región hispánica de Andalucía, san Pelayo, mártir, que a los trece años, por querer conservar su fe en Cristo y su castidad ante las costumbres deshonestas de Abd al-Rahmán III, califa de los musulmanes, consumó su martirio glorioso al ser despedazado con tenazas.

Pelayo (o Paio), nació en Galicia en la actual diócesis de Tui-Vigo en el año 911, probablemente en la parroquia de Albeos. El cual confesando la fe católica, por órden de Abderramen, rey de los sarracenos, fue despedazado miembro por miembro con unas tenazas de hierro, consumando así gloriosamente su martirio.

Eran los duros tiempos en los que España sentía sobre si el duro peso de la dominación musulmana, que tan poco aprecio siente por la virtud de la castidad. Y, de en medio de este mundo, Dios iba a elegir para si la flor pura del alma de Pelayo, cuando apenas si se había abierto a la vida.

Junto con su tío, el obispo de Tui Hermigio fue apresado y llevado a Córdoba a raíz de la batalla de Valdejunquera, del año 920, permanece como rehén a fin de facilitar la liberación de su ilustre tío que a su retorno a Galicia debía conseguir una fuerte suma convenida.

Allí, el califa se sintió torpemente atraído por la esbelta figura del muchacho de catorce años, horrorizado éste más por la monstruosidad de la proposición que por los posibles castigos que supondría su negativa, antepuso el amor de Dios a las seducciones del mundo y guardó el corazón limpio. Recibió el martirio el día 26 de junio del año 925. La sangre de los mártires ha hecho germinar siempre aquella tierra que ha recibido su riego, de ahí que el cuerpo sin vida del joven Pelayo haya recibido el culto desde muy pronto con gran respuesta de gracias por su parte.

En un principio fue trasladado de Córdoba a León, pasando más tarde a Oviedo, donde recibe veneración en el monasterio de San Benito que lleva su nombre. Es Patrono del Seminario Menor de Tui.





Señor, Padre nuestro, que prometiste a los limpios de corazón la recompensa de ver tu rostro, concédenos tu gracia y tu fuerza, para que, a ejemplo de san Pelayo, mártir, antepongamos tu amor a las seducciones del mundo y guardemos el corazón limpio de todo pecado. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén


San José Ma Taishun

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San José Ma Taishun, catequista mártir
En el territorio de Qianshengzhuang, cerca de la ciudad de Liushuitao, en la provincia de Hebei, en China, san José Ma Taishun, mártir, el cual, siendo médico y catequista, pese a que durante la persecución llevada a cabo por la secta de los Yihetuan todos los miembros de su familia renegaron de la fe, él prefirió dar testimonio de Cristo derramando su sangre.
Cristiano distinguido de la comunidad cristiana china, de la que era catequista. Era médico de profesión y vivía en el poblado de Tsien-Cheng-Tchoang. Cuando supo de la revolución bóxer y su odio al cristianismo, se refugió en la casa de un amigo pagano, el cual le insistió mucho en que salvara su vida renegando de la fe o al menos aparentara que renegaba, pero que se diera cuenta del peligro que corría de no hacerlo. José temió que la insistencia de su amigo, llena de la mejor voluntad de salvarlo, pudiera debilitar su fe y entonces decidió dejar la casa donde se hospedaba y comenzó a ir de un sitio a otro.

Fue finalmente apresado y llevado a su pueblo, donde confesó firmemente la fe y fue condenado a muerte. Llevado al lugar del suplicio, pidió unos instantes para poder hacer oración y mientras oraba fue masacrado. Era el 26 de junio de 1900, y tenía sesenta años. Fue canonizado el 1 de octubre de 2000.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003

Santos Juan y Pablo

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Santos Juan y Pablo, mártires
En  Roma, conmemoración de los santos Juan y Pablo, a los que se dedicó una basílica en el monte Celio, en el Clivo de Scauro, en las propiedades del senador Pammaquio.
Aparte de su nombre y del hecho que fueron dos cristianos martirizados en Roma, la historia no nos dice nada más sobre los santos Juan y Pablo, a quienes se conmemora juntos en este día. A decir verdad, en algunos círculos se pone en duda su existencia. Esta incertidumbre se debe, en términos generales, a que en una época del siglo cuarto, las supuestas reliquias de estos santos se depositaron en una casa edificada sobre la Colina Coeli, construcción ésta que Bizancio, o su hijo san Pamaquio, amigo de san Jerónimo, transformó en una iglesia cristiana. Es posible que la basílica edificada sobre los cimientos de la vieja construcción, en el siglo quinto, haya sido dedicada originalmente a los apóstoles San Juan y San Pablo; pero lo cierto es que la iglesia llegó a quedar completamente asociada, por tradición popular, con los dos santos mártires cuyas supuestas reliquias se conservaban ahí y cuyo culto se difundía extraordinariamente, gracias al crédito que se daba a las «Actas», que se tenían por auténticas, pero que en realidad son espurias. Como resultado de ese culto, los nombres de los «hermanos» Juan y Pablo se insertaron en el canon de la misa, así como en la letanía de los santos; se les acordó una conmemoración con misa y oficio propios, en los sacramentales que se conocen con los nombres de Gelasianum y Gregorianum y, de ahí, pasaron a ocupar un lugar en la liturgia gala. En el Gelasianum se encuentra incluso su fiesta precedida por una vigilia y ayuno, aunque no tardaron en ser anuladas estas prácticas, debido quizá a su proximidad a los ayunos de las fiestas del Nacimiento de san Juan Bautista y de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. La fama de los dos hermanos se extendió ampliamente: entre los diversos itinerarios que siguió, desde la basílica de la Colina Coeli, durante la Edad Media, señalados por altares, capillas, inscripciones y escritos propiciados por la devoción de los peregrinos que visitaban Roma, figura uno, descubierto en la localidad inglesa de Salisbury, en la forma de una colección de manuscritos del siglo décimo. También Guillermo de Malmesbury, quien escribió durante el reinado de Esteban, hace mención de los santos y, el Concilio de Oxford, en 1222, dispuso que la conmemoración de los santos Juan y Pablo se celebrase como una fiesta de tercer orden, con la obligación para los fieles de asistir a misa antes de ir a trabajar.
Las llamadas «Actas» no son más que una fábula piadosa que sostiene haber sido escrita en base a los informes de Terenciano, el capitán de la guardia que se encargó de ejecutar a los dos mártires. De acuerdo con esta historia, los hermanos Juan y Pablo eran oficiales del ejército, a quienes el emperador Constantino puso al frente de la guardia que velaba por la seguridad de su hija, Constancia. Esta les profesaba una gran estimación, y a uno de los hermanos lo nombró su acompañante, mientras que al otro le dio el cargo de mayordomo. Posteriormente, el emperador los llamó para ponerlos al servicio del general Gallicano, en una fuerza expedicionaria que se envió a la Tracia para rechazar una invasión de los escitas. Los bárbaros invasores eran enemigos formidables y, en un momento dado, parecía inminente la derrota de las fuerzas imperiales. Una de las alas de la vanguardia había quedado aislada, varios oficiales se habían rendido y, en esos momentos, los dos hermanos se aproximaron a Gallicano para asegurarle que obtendría la victoria si se comprometía a abrazar la religión cristiana. El general hizo la promesa requerida y, en seguida apareció una legión de ángeles que puso en fuga al enemigo. Mientras Constantino y sus hijos conservaron la vida, Juan y Pablo siguieron a su servicio y fueron honrados por la familia imperial; pero, en cuanto el emperador Juliano proclamó su apostasía, le demostraron su hostilidad. En consecuencia, Juliano los hizo comparecer ante su tribunal, donde se negaron rotundamente a obedecer sus órdenes de ofrecer sacrificios a los dioses y, además, proclamaron su decisión de mantenerse firmes en la fe cristiana que profesaban y su abominación por la apostasía del emperador. Se les dio un plazo de diez días para que considerasen su negativa. Al cumplirse, llegó Terenciano, capitán de la guardia imperial, con algunos de sus hombres, a la casa donde permanecían los hermanos bajo vigilancia. Ahí mismo se procedió a la ejecución, sin más testigos que los cuatro o cinco guardias presentes. Los cadáveres fueron sepultados en el jardín de la residencia sobre la Colina Coeli, pero Terenciano y sus hombres juraron guardar silencio y hacer creer que los dos cristianos habían sido enviados al exilio. La leyenda agrega que el emperador Joviano construyó la iglesia dedicada en su honor, en el mismo sitio donde se hallaba la casa.
La actual basílica de los Santos Juan y Pablo, con su fachada de estilo románico-lombardo, fue entregada por el Papa Clemente XIV a san Pablo de la Cruz y, a la fecha, está al cuidado de los pasionistas. Las excavaciones practicadas en 1887, bajo los cimientos de la basílica, revelaron la existencia de habitaciones de la antiquísima casa, con restos de frescos, algunos de los cuales pertenecen al siglo tercero.
Nota: algún lector puede sentirse confundido frente al culto tributado a unos mártires que en realidad parece que todos los indicios apuntan a su inexistencia. ¿Por qué la Iglesia conserva este caso, pero otros en similares circunstancias los quita? ¿o por qué nos enseña a rendirles culto y no deja sencillamente que su nombre se vaya perdiendo en el olvido? Si se lee con atención el texto oficial del elogio ("En Roma, conmemoración de los santos Juan y Pablo, a los que se dedicó una basílica en el monte Celio, en el Clivo de Scauro, en las propiedades del senador Pammaquio."), se verá que el centro no está puesto en la vida de los santos sino en el culto que se les tributó desde antiguo. Incluso dudando de su existencia, el caso de estos santos es distinto a santos como, por ejemplo, san Expedito, porque en el caso de Expedito el culto no es antiguo, mientras que en el caso de estos Juan y Pablo, hayan existido o sean fruto de una confusión, el culto que reciben proviene realmente del siglo IV, y fue contínuo a lo largo de la historia. En definitiva, todo culto se tributa a Dios, admirable en sus santos, y de eso da testimonio la conmemoración de hoy.
Fr. Delehaye discute el caso de estos santos en forma muy completa, en su CMH., pp. 336-337. La pasión espuria de los mártires, se halla impresa en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII. Véase también a P. Franchi de Cavallieri, en Studi e Testi, vol. IX, pp. 55-65 y XXVII, pp. 41-63; J. P. Kirsch, Die Rómischen Titelkirchen, pp. 26 33, 120-134, 156-158; Lanzoni, / Titoli Presbiterali di Roma antica, p. 46. El cuadro es de Guercino: La Virgen y el Niño con el martirio de los santos Juan y Pablo de Roma, 1832.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

San Antelmo de Belley

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San Antelmo de Belley, obispo
En Belley, en Saboya, actual Francia, san Antelmo, obispo, monje de la Gran Cartuja, que restauró los edificios destruidos por una gran nevada. Elegido después prior, convocó el Capítulo general, y designado más tarde obispo, se distinguió por su aplicación firme y decidida en la corrección de los clérigos y en la reforma de las costumbres.
A san Antelmo se le considera, con justicia, como uno de los eclesiásticos más importantes de su época, debido a los servicios que prestó a la Iglesia como obispo de Belley, como ministro general de la Orden de los Cartujos en una etapa crítica de su desarrollo, y como un destacado defensor del verdadero Papa en contra de un pretendido Pontífice que contaba con el apoyo de todas las fuerzas del emperador.

Antelmo nació en el año de 1107, en el castillo de Chignin, a unos doce kilómetros de Chambery. Al recibir las órdenes, era un joven sacerdote de sólidos principios, hospitalario y generoso, pero que se interesaba demasiado en las cosas de este mundo. Sin embargo, sus frecuentes visitas al convento de los cartujos, en Portes, donde tenía parientes, transformaron radicalmente sus ambiciones. Lo que presenció de la vida en comunidad de los monjes y lo que aprendió en sus pláticas con el prior, bastó para mostrarle su verdadera vocación y, en consecuencia, abandonó el mundo para tomar el hábito de san Bruno, alrededor del 1137. Antes de que hubiese terminado el noviciado, se le envió a la Gran Cartuja, que acababa de perder una buena parte de su edificio, destruida por una alud. En el gran centro cartujo, Antelmo, con su ejemplo y sus cualidades naturales de hombre práctico, favoreció el renacimiento del fervor y la reanudación de la prosperidad del monasterio.

Tras la renuncia de Hugo I, en 1139, fue elegido como séptimo prior de la «Grande Chartreuse». Su primer cuidado fue el de reparar el edificio dañado, al que, una vez renovado, rodeó con una muralla. Mandó construir un acueducto y dio impulso a la agricultura y al pastoreo en los campos de la abadía; mientras tanto, no cesaba de predicar sobre la obediencia a la regla en su sencillez original. Pronto tuvo la satisfacción de ver sus esfuerzos coronados por el éxito. Hasta entonces, los monjes cartujos habían sido independientes uno del otro y cada cual estaba sujeto únicamente al obispo. Antelmo fue el que convocó al primer capítulo general, por el que la Gran Cartuja quedó constituida como la casa madre. De esta manera, él mismo fue de hecho, aunque no de nombre, el primer ministro general de la orden.

No es de sorprender que la reputación de su santidad y de su ciencia atrajesen a numerosos reclutas; entre éstos, que recibieron el hábito de sus manos, figuraba su propio padre, uno de sus hermanos y el conde Guillermo de Nivernais, que no pasó de hermano lego. También fue san Antelmo quien comisionó al beato Juan Hispano para que redactase la constitución para la comunidad de mujeres que desearan someterse a la regla de los cartujos.

Después de gobernar sabiamente durante doce años la Gran Cartuja, pudo renunciar, en 1152, para gran satisfacción propia, a un puesto que nunca había deseado. Inmediatamente se retiró a una celda para vivir en soledad, pero no fue por mucho tiempo. Bernardo, el fundador y primer prior del monasterio de Portes, obligado por lo avanzado de su edad, delegó su cargo y, a solicitud suya, Antelmo fue su sucesor. El trabajo de los monjes había acarreado una inusitada prosperidad al monasterio, cuyos arcones y cuyos graneros estaban llenos a reventar. El nuevo prior consideraba que tanta abundancia era incompatible con la pobreza evangélica y, en vista de la escasez que prevalecía en la comarca circundante, ordenó la libre distribución de granos y dinero, a todo el que acudiese a solicitar ayuda. Los necesitados fueron tantos, que el prior vendió algunos de los ornamentos de la iglesia para dar limosnas. Dos años más tarde, regresó a la Gran Cartuja para entregarse, durante algún tiempo, a la vida de contemplación de un simple monje. Fue entonces cuando le vino a la cabeza la idea de ocuparse de los asuntos de la Iglesia, fuera de su orden.

En el año de 1159, la cristiandad occidental estaba dividida en dos campos: uno favorecía las reclamaciones del verdadero Papa, Alejandro III, el otro apoyaba al antipapa «Víctor IV», protegido por el emperador Federico Barbarroja. Antelmo se lanzó a la lucha, junto con Godofredo, el sabio abad cisterciense de Hautecombe. Ambos tuvieron éxito en el reclutamiento de su propia comunidad de monjes elegidos en diversas órdenes, pero que apoyaban al Papa Alejandro, y organizaron su causa, en Francia, en España y aun en Inglaterra.

Sin duda que, por lo menos en parte debido a su agradecimiento por aquellos esfuerzos, el Papa Alejandro atendió a un llamado de atención que se le hizo para que ocupase la sede vacante en la diócesis de Belley con un partidario suyo y puso aparte a todos los candidatos para nombrar a Antelmo. Fue en vano que el cartujo suplicase, aun con lágrimas en los ojos, que se le dispensara; el Papa insistió, y Antelmo se vio obligado a aceptar. Fue consagrado obispo el 8 de septiembre de 1163.

En su diócesis había numerosos aspectos que necesitaban ser reformados, y Antelmo comenzó a trabajar en ello con su característica energía. En el primer sínodo que convocó, hizo un impresionante llamado a sus clérigos para que cumpliesen con la gran misión que les había sido confiada: la observancia del celibato eclesiástico no se tomaba en cuenta, y no pocos sacerdotes vivían, ostensiblemente, como hombres casados. Al principio, el obispo recurrió tan sólo a las advertencias y a las medidas de persuasión, pero al cabo de dos años, al ver que las cosas seguían más o menos lo mismo en algunos círculos, impuso un castigo ejemplar a los renuentes, privándoles de sus beneficios eclesiásticos.

Con igual firmeza trató el desorden y la opresión entre los laicos; ninguno de los anteriores obispos de Belley había sido tan valiente y temerario. Cuando Humberto III, conde de Maurienne, en violación a los derechos de jurisdicción de la Iglesia sobre los clérigos, metió en la cárcel a un sacerdote acusado de malversación, Antelmo envió un prelado para que pusiese en libertad al prisionero. En la reyerta que se produjo cuando el conde Humberto trató de impedir que el prelado se llevase al reo, éste resultó muerto. Ni siquiera por la expresa solicitud del Papa alivió su rigor el obispo Antelmo: cuando supo que Alejandro III, con quien se hallaba el conde Humberto en relaciones amistosas, había anulado la acusación, se retiró indignado al monasterio de Portes y protestó enérgicamente con el alegato de que el Papa había actuado ultra vires, puesto que ni el propio san Pedro habría tenido poderes para dejar libre de culpa y cargo y aun de censura, a un pecador impenitente. Con trabajo se le convenció para que retornase a su diócesis, pero nada sirvió para inducirle a que aceptase a Humberto en la comunión. Sin embargo, se mantenían en el mismo plano de excelencia sus relaciones con Roma, y no tardó en encomendársele una misión como legado en Inglaterra, para hacer el intento de reconciliar al rey Enrique II y a Santo Tomás Becket; pero las circunstancias le impidieron partir.

Todavía más notable fue la amistad y el favor de que le dio muestras su antiguo antagonista, el emperador. Pero ni los honores de los más altos dignatarios de la Iglesia y el Estado, ni tampoco los deberes pastorales, que cumplió con tanta prudencia y sabiduría, apartaron su corazón de su amada comunidad y nunca vivió de distinta manera que el más humilde de los monjes cartujos. El tiempo que le dejaban libre sus tareas, lo ocupaba en visitar la Gran Cartuja u otra de las casas de la orden. Tenía gran afecto por otras dos instituciones: una comunidad de solitarias mujeres en un lugar llamado Bons y una casa para leprosos, donde solía atender personalmente a los enfermos. El curso de los años no menguó su actividad; pero en cierta ocasión, cuando se ocupaba en distribuir víveres durante una época de hambre, fue súbitamente atacado por una fiebre que habría de resultarle fatal. Poco antes de entrar en agonía, tuvo la satisfacción de recibir la visita del conde Humberto, quien acudía a solicitar su perdón y a prometer enmienda. San Antelmo murió el 26 de junio de 1178, a la edad de setenta y dos años. San Hugo de Lincoln, al regresar de su última visita a la Gran Cartuja, poco antes de morir, pasó por Belley y se detuvo a presentar el tributo de su veneración a los restos de su viejo amigo Antelmo, cuya fama de santidad se extendía rápidamente por los milagros que se obraban en su tumba.

En el Acta Sanctoram, junio, vol. VII, los bolandistas imprimieron una vida de san Antelmo que, al parecer, fue escrita en su época y cuya copia se obtuvo en la Gran Cartuja. Las virtudes y trabajos del santo se discuten detalladamente en los Anuales Ordinis Cartuciensis, recopilados por Dom Le Couteulx, vols. I y II.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


Beato Raimundo Petiniaud de Jourgnac

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Beato Raimundo Petiniaud de Jourgnac, presbítero y mártir
 En una nave anclada ante el puerto de Rochefort, en Francia, beato Raimundo Petiniaud de Jourgnac, presbítero y mártir, arcediano de Limoges, que en tiempo de la Revolución Francesa, por ser sacerdote, fue encarcelado en condiciones atroces y, víctima de las enfermedades, consumó su martirio.
Nació en Limoges el 3 de enero de 1747 en el seno de una religiosa familia, tres de cuyos hijos llegarían a ser sacerdotes. Eligió el sacerdocio y se doctoró en la Sorbona, obteniendo en 1767 una canonjía en la catedral de Limoges. En 1780 se le dio el cargo de sochantre y poco después el de chantre [dignidades eclesiásticas caídas luego en desuso]. En 1785 el obispo de la diócesis, mons. D'Argentré, lo nombró su vicario general. Era también oficial de la diócesis y arcediano de Limoges. Vivió habitualmente en la casa cural de San Mauricio con sus dos hermanos sacerdotes, Juan José y Juan Bautista.
Llegada la Revolución, se negó a jurar la constitución civil del clero y fue expulsado de sus cargos. Se refugió en Riom, diócesis de Clermont. Cuando salió la ley de deportación de los no juramentados, creyó que se libraría a causa de su mal estado de salud, y por ello se presentó a las autoridades del departamento de Puy-de-Dóme. Conducido a Limoges el 8 de marzo de 1794, primero intentaron condenarlo a muerte como emigrado vuelto, pero, finalmente, la pena fue de deportación, decretada contra él tras deliberación, el 13 de marzo. El día 29 salía hacia Rochefort en el segundo envío, estando
ya el día 13 de abril a bordo del Borée cuando se le hizo el habitual registro. De ahí pasó a Les Deux Associés, cuyas condiciones su débil salud no pudo resistir. Falleció el 26 de junio de 1794 y fue enterrado en la isla de Aix. Sintiéndose morir llamó a sus compañeros en torno a sí, les recordó algunos pasajes de la Escritura apropiados para su situación y les dijo que la muerte en aquellas circunstancias era una ganancia, puesto que era tan dura la vida que les hacían llevar. Moría en la esperanza de que los sufrimientos terrenos se convertirían en gloria eterna junto a Dios y que Cristo los resucitaría finalmente para convertir nuestro cuerpo débil en un cuerpo glorioso como el suyo. Fue beatificado el 1 de octubre de 1995.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003

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