In diebus suis placuit deo et inventus
est iustus.
Esta palabra que acabo de pronunciar en latín, está escrita en la Epístola
y se la puede referir a un santo confesor, y esta palabra reza en lengua
vulgar: «En sus días se comprobó que era justo en su interior, en sus días fue
agradable a Dios» (Eclesiástico 44, 16 y 17). Encontró la justicia en su
interior. Mi cuerpo se halla más en mi alma de lo que mi alma se halla en mi
cuerpo. Mi cuerpo y mi alma se encuentran más en Dios de lo que están en sí
mismos; y esto es justicia: la causa de todas las cosas en la verdad. Según
dice San Agustín[76]:
Dios se halla más cerca del alma de lo que ella se encuentra con respecto a
sí misma. La proximidad de Dios y el alma no conoce, por cierto, diferencia
[entre ambos]. Él mismo conocimiento en el cual Dios se conoce a sí mismo, es
el conocimiento de cualquier espíritu desasido y no [es] otro. El alma toma su
ser inmediatamente de Dios; por ello Dios está más cerca del alma que se halla
ella con respecto a sí misma; por ende, Dios se encuentra en el fondo del alma
con su entera divinidad.
Resulta que un maestro pregunta si la luz divina entra fluyendo en
las potencias del alma con la misma pureza que tiene en el ser [del alma], ya
que ésta tiene su ser inmediatamente de Dios y las potencias fluyen
inmediatamente del ser del alma. [La] luz divina es demasiado noble como para
poder tener cualquier relación con las potencias; porque a todo cuanto toca y
es tocado, Dios le resulta alejado y extraño. Y de ahí que las potencias,
porque son tocadas y tocan, pierden su virginidad. [La] luz divina no puede
alumbrar en ellas; pero es posible que se hagan susceptibles mediante el ejercicio
y la purificación. A este respecto dice otro maestro que se les da a las
potencias una luz que se asemeja a la [luz] interior. Se asemeja, es cierto, a
la luz interior, pero no es la luz interior. Resulta pues, que esta luz les
produce a ellas [las potencias] una impresión de modo que llegan a ser
susceptibles de la luz interior. Otro maestro dice[77]
que todas las potencias del alma que actúan en el cuerpo, mueren con el cuerpo
a excepción del conocimiento y de la voluntad: sólo éstos le quedan al alma.
[Aun] cuando mueren las potencias que actúan en el cuerpo, ellas permanecen
intactas en su raíz.
Dijo San Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y ya nos basta» (Juan
14, 8). Resulta que nadie llega al Padre sino por el Hijo (Cfr. Juan 14, 6).
Quien ve al Padre, ve al Hijo (Cfr. Juan 14, 9), y el Espíritu Santo es el amor
de ambos. El alma es tan simple en sí misma que ella, en todo momento, no puede
percibir sino una sola imagen. Cuando percibe la imagen de la piedra, no
percibe la imagen del ángel, y cuando percibe la imagen del ángel, no percibe
ninguna otra; y la misma imagen que percibe, la tiene que amar también en su
estar-presente. Si percibiera a mil ángeles sería lo mismo que a dos ángeles y,
sin embargo, no percibiría nada más que a uno solo[78].
Pues bien, el hombre debe unirse en sí mismo para ser «uno». Dice San Pablo:
«Si estáis librados de vuestros pecados, os habéis convertido en siervos de
Dios» (Romanos 6, 22). El Hijo unigénito nos ha librado de nuestros pecados.
Pero Nuestro Señor dice con mucho más acierto que San Pablo: «No os he llamado
siervos, sino que os he llamado amigos míos». «El siervo no conoce la voluntad
de su señor», pero el amigo sabe todo cuanto sabe el amigo. «Todo cuanto he
escuchado de mi Padre, os lo he dado a conocer» (Juan 15, 15), y todo cuanto
sabe mi Padre, lo sé yo y todo cuanto yo sé, lo sabéis vosotros; porque yo y mi
Padre tenemos un solo Espíritu. El hombre, pues, que sabe todo cuanto sabe
Dios, es un hombre sabedor de Dios. Este hombre aprehende a Dios en su propio
ser y en su propia unidad y en su propia presencia y en su propia verdad; con
semejante hombre las cosas andan muy bien. Pero el hombre que no está
acostumbrado para nada a las cosas interiores, no sabe lo que es Dios. Es como
una persona que tiene vino en su bodega, pero no lo ha bebido ni catado, y
luego no sabe que es rico. Lo mismo sucede con la gente que vive en [la]
ignorancia: ignoran lo que es Dios y, sin embargo, creen y se imaginan que
viven. Semejante saber no proviene de Dios. El hombre debe tener un saber puro
[y] claro de la verdad divina. En aquel hombre que emprende todas sus obras con
recta intención, Dios es el principio de su intención, y su intención
[convertida] en obra es Él mismo y es de naturaleza puramente divina y se acaba
en la naturaleza divina en Él mismo.
Ahora bien, un maestro dice[79]
que no existe ningún hombre tan bobo que no aspire a [la] sabiduría. Pero
entonces ¿por qué no llegamos a ser sabios? Para eso se necesita mucho. Lo más
importante es que el hombre deba atravesar todas las cosas e ir más allá de
ellas y de su causa, y luego, esto comienza a molestar al hombre. En
consecuencia, el hombre persevera en su insignificancia. Si soy un hombre rico,
no soy sabio gracias a ello; pero si está configurada dentro de mí la esencia
de la sabiduría y la naturaleza de ésta y si soy la sabiduría misma, entonces
soy un hombre sabio.
Cierto día, en un convento, dije [lo siguiente]: La imagen verdadera del alma
es aquella en la cual no se presenta ninguna copia de nada ni se configura cosa
alguna fuera de Dios mismo. El alma tiene dos ojos, uno interior y otro
exterior. El ojo interior del alma es aquel que mira adentro del ser y recibe
su ser de Dios en forma completamente inmediata: ésta es la obra propia de él.
El ojo exterior del alma es aquel que está dirigido hacia todas las criaturas
percibiéndolas en forma de imagen y de acuerdo con su [propia] potencia. Pero
aquel hombre que se ha vuelto hacia su propio interior de modo que conoce a
Dios con el propio sabor y en el propio fondo de Él, semejante hombre ha sido
liberado de todas las cosas creadas y está encerrado en sí mismo con el
verdadero cerrador de la verdad. Según dije una vez, que Nuestro Señor en el
día de Pascua de Resurrección vino a ver a sus discípulos con las puertas
cerradas, así [sucede] también con ese hombre librado de toda extrañeza y de
toda criaturidad: en tal hombre no entra Dios: ya se halla adentro en su
esencia.
«En sus días fue agradable a Dios.»
Cuando se dice «en sus días» se trata de más de un solo día: [a saber] el
día del alma y el día de Dios. Los días que transcurrieron hace seis o siete
días, y los días que fueron hace seis mil años, se hallan tan cerca del día de
hoy como el día que fue ayer. ¿Por qué? Porque el tiempo existe en un «ahora»
presente. Debido a que el cielo gira, se hace de día a causa de la primera
revolución del cielo. Ahí se da en un «ahora» el día del alma, y a la luz
natural[80]
de ésta, dentro de la cual se hallan todas las cosas, hay un día entero; ahí el
día y la noche son una sola cosa. El día de Dios, [en cambio], es allí donde el
alma se mantiene en el día de la eternidad, en un «ahora» esencial, y allí el
Padre engendra a su Hijo unigénito en un «ahora» presente y el alma renace en
Dios. Cuantas veces se realiza este nacimiento, tantas veces da a luz al Hijo
unigénito. Por eso hay una cantidad mucho mayor de hijos nacidos de una virgen
que de hijos dados a luz por una mujer, porque aquéllas dan a luz más allá del
tiempo en la eternidad. (Cfr. Is. 54, 1). Pero por numerosos que sean los hijos
que el alma dé a luz en la eternidad, no hay más que un solo Hijo, ya que esto
sucede más allá del tiempo en el día de la eternidad.
Ahora bien, va por muy buen camino el hombre que lleva una vida virtuosa,
pues —según dije hace ocho días— las virtudes se hallan en el corazón de Dios.
Quien vive y obra virtuosamente, [este hombre] va por buen camino. Quien no
busca nada de lo suyo en ninguna cosa, ni en Dios ni en las criaturas, éste
permanece en Dios y Dios permanece en él. A semejante hombre le resulta
placentero dejar y despreciar todas las cosas y le da placer realizar todas las
cosas con miras a la máxima perfección de ellas. Dice San Juan: «Deus
caritas est», «Dios es amor» y el amor es Dios;«y quien vive en el amor,
permanece en Dios y Dios en él» (1 Juan 4, 16). Quien permanece en Dios, se ha
instalado en buena vivienda y es heredero de Dios, y en quien permanece Dios,
tiene consigo dignos convecinos. Ahora bien, dice un maestro que Dios le
da al alma un don por el cual el alma es movida hacia las cosas interiores.
Dice un maestro que el alma es tocada, inmediatamente, por el Espíritu
Santo, pues con el amor con el que Dios se ama a sí mismo, con este amor me ama
a mí y el alma ama a Dios con el mismo amor con que Él se ama a sí mismo; y si
no existiera este amor con el cual Dios ama al alma, tampoco existiría el
Espíritu Santo. Se trata de un ardor y un florecimiento hacia fuera del
Espíritu Santo mediante los cuales el alma ama a Dios.
Ahora bien, escribe uno de los evangelistas «Éste es mi Hijo amado
en el que tengo mi complacencia» (Cfr. Marcos 1, 11). Mas, el otro evangelista
escribe: «Éste es mi Hijo amado en el que me complacen todas las cosas»
(Cfr. Lucas 3, 22; variante «complacuit»). Y ahora resulta que el tercer evangelista
escribe: «Éste es mi Hijo amado en el que me complazco yo mismo» (Mateo 3,
17). Todo cuanto agrada a Dios, le agrada en su Hijo unigénito; todo cuanto ama
Dios, lo ama en su Hijo unigénito. Resulta que el hombre debe vivir de tal modo
que sea uno con el Hijo unigénito y que sea el Hijo unigénito. Entre el Hijo
unigénito y el alma no hay diferencia. Entre el siervo y el amo nunca surge un
amor igual. Mientras soy siervo, estoy muy alejado del Hijo unigénito y le soy
muy desigual. Si quisiera mirar a Dios con mis ojos, estos ojos con los que
miro el color, procedería muy mal porque [esta visión] es temporal porque todo
cuanto es temporal, se halla alejado de Dios y le es ajeno. Si uno toma el
tiempo y si sólo lo toma en el mínimo, [o sea el] «ahora», sigue siendo tiempo
y se mantiene en sí mismo. El hombre, en tanto tiene tiempo y espacio y número
y multiplicidad y cantidad, anda muy equivocado y Dios le resulta alejado y
ajeno. Por eso dice Nuestro Señor: «Si alguien quiere llegar a ser mi
discípulo, debe renunciar a sí mismo» (Cfr. Lucas 9, 23); nadie puede escuchar
mi palabra ni mi doctrina a no ser que haya renunciado a sí mismo. Todas las
criaturas en sí mismas son [la] nada. Por eso he dicho: Abandonad [la] nada y
aprehended un ser perfecto donde la voluntad es recta. Quien ha renunciado a su
entera voluntad, éste saborea mi doctrina y escucha mi palabra. Ahora bien,
dice un maestro que todas las criaturas toman su ser inmediatamente de
Dios; por eso les sucede a las criaturas que ellas, de acuerdo con su
naturaleza verdadera, amen más a Dios que a sí mismas. Si el espíritu llegara a
conocer su puro desasimiento, ya no sería capaz de inclinarse hacia ninguna
cosa, tendría que permanecer en su puro desasimiento. Por eso se dice: «Le fue
agradable en sus días».
El día del alma y el día de Dios se distinguen [uno de otro]. Donde el alma
se halla en su día natural, allí conoce todas las cosas por encima del tiempo y
del espacio; ninguna cosa le resulta ni alejada ni cercana. Por eso he afirmado
que en dicho día todas las cosas son igualmente nobles. Alguna vez dije que
Dios crea el mundo [en el eterno] «ahora» y todas las cosas son igualmente
nobles en ese día. Si dijéramos que Dios creó el mundo ayer o [lo haría]
mañana, procederíamos tontamente. Dios crea el mundo y todas las cosas en un
«ahora» presente; y el tiempo que pasó hace mil años, se halla tan presente y
tan cerca de Dios como el tiempo que pasa actualmente. En el alma que se
mantiene en un «ahora» presente, el Padre engendra a su Hijo unigénito, y en
este mismo nacimiento el alma renace en Dios. Éste es un solo nacimiento:
tantas veces como ella [=el alma] renace en Dios, tantas veces el Padre
engendra en ella a su Hijo unigénito.
He hablado de una potencia [=el entendimiento][81]
en el alma; en su primer efluvio violento esa potencia no aprehende a Dios en
cuanto es bueno, tampoco lo aprehende en cuanto es verdad: ella penetra hasta
el fondo y sigue buscando y aprehende a Dios en su unidad y en su desierto;
aprehende a Dios en su yermo y en su propio fondo. De ahí que nada la puede
satisfacer; ella sigue buscando qué es lo que es Dios en su divinidad y en la
propiedad de su propia naturaleza. Ahora bien, dicen que no hay unión mayor que
el hecho de que las tres personas sean un solo Dios. Luego —así dicen— no hay
ninguna unión mayor que la [existente] entre Dios y el alma. Cuando sucede que
el alma recibe un beso de la divinidad, se yergue llena de perfección y
bienaventuranza; entonces es abrazada por la unidad. En el primer toque con el
cual Dios ha tocado y toca al alma en su carácter de no-creada y no creable,
allí el alma es —en cuanto al toque de Dios— tan noble como Dios mismo. Dios la
toca según [es] Él mismo. Alguna vez prediqué en latín[82]
—y esto fue en el día de la Trinidad—, entonces dije: La diferenciación
proviene de la unidad, [me refiero a] la diferenciación en la Trinidad. La
unidad es la diferenciación, y la diferenciación es la unidad. Cuanto mayor es
la diferenciación, tanto mayor es la unidad, pues es diferenciación sin
diferencia. Si hubiera mil personas, sin embargo, no habría nada más que
unidad. Cuando Dios mira a la criatura, le da su ser [de criatura]; cuando la
criatura mira a Dios, recibe su ser [de criatura]. El alma tiene un ser
racional, cognoscitivo; por eso: allí donde se halla Dios, se halla el alma, y
donde se halla el alma, allí se halla Dios.
Ahora bien, se dice: «Fue hallado en su interior». «Interior» es aquello
que vive en el fondo del alma, en lo más íntimo del alma, en [el]
entendimiento, y que no sale ni mira a ninguna cosa. Allí todas las potencias
del alma son igualmente nobles; allí «fue hallado justo en su interior». Justo
es aquello que es igual en el amor y en el sufrimiento y en la amargura y en la
dulzura, [justo es] aquel a quien no lo estorba ninguna cosa para hallarse
[como] uno en la justicia. El hombre justo es uno con Dios. [La] igualdad es
amada. [El] amor siempre ama a lo igual; por eso, Dios ama al hombre justo como
igual a Él mismo.
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