![](https://lh3.googleusercontent.com/blogger_img_proxy/AEn0k_sZhwtYTh9OwBaFfaDhG0L-7OnhPTC2XjfCbK3G35UBha8s7Xwm-O6qyxg9ooPhF8h_YXOnOTx29qawcy6spU5iWpikCvSRie7OBkX2gEG43RPrWJo5eF-F5AlCqPHVDhpOHqlQqpEV3gmi1RjSTl12mYXKKECMWU9CF6NxQAH5VtaN03_53RJEJhVwWnJMmA=s0-d)
Beata Ana de San Bartolomé, virgen
En Amberes, ciudad de Brabante, beata Ana de San Bartolomé, virgen de la Orden de Carmelitas Descalzas, la cual, discípula de santa Teresa de Jesús y dotada de gracias místicas, difundió y consolidó su Orden en Francia.
En los escritos de santa Teresa de Ávila se pueden encontrar varias alusiones a una joven hermana lega, llamada Ana de San Bartolomé, compañera suya predilecta y a quien describió como «una muy buena sierva de Dios». Ana era la hija de Fernando García y Catalina Manzanas, matrimonio de campesinos de la localidad de Almendral, situada a unos seis kilómetros de Ávila. La muchacha fue pastora hasta los veinte años, cuando consiguió que la admitiesen en el convento de carmelitas de San José de Ávila; fue entonces cuando conoció a Santa Teresa, y ésta se interesó por Ana a tal punto, que durante los últimos siete años de su vida la llevó consigo a todas partes y declaró que, para sus trabajos de fundaciones y reformas, no había mejor compañera que Ana. En diversas ocasiones insistió la santa para que la joven tomara el velo negro de las profesas, pero ella rehusó siempre, porque prefería ser hermana lega. La propia Ana nos ha dejado una crónica muy gráfica de la jornada que hizo, en compañía de la «Doctora de Ávila», de Medina hasta Alba de Tormes, así como una narración sobre los últimos momentos de la santa, en la que registró, con tono patético, su honda alegría al ver la gratitud de su santa madre agonizante, por los cuidados que le prodigaba. «La madre le tenía un gran amor a la limpieza y al orden, nos cuenta la hermana lega. El día de su muerte, ya no podía hablar. Yo le mudé las sábanas y fundas de su cama, así como la toca y las mangas del hábito. Entonces, la madre se examinó en silencio y pareció muy satisfecha al verse tan limpia, después me buscó con los ojos, me miró sonriente y me demostró su agradecimiento por señas». Fue en los brazos de Ana de San Bartolomé donde santa Teresa exhaló su último aliento.
La hermana lega continuó su tranquila existencia en el convento de Ávila durante otros seis años, y luego se produjo un acontecimiento que ocasionó un cambio radical en su vida. Varios importantes personajes de Francia, especialmente Mme. Acarie y Pierre de Bérulle, habían decidido, luego de muchos intentos, establecer en su país a las Carmelitas Descalzas y, con ese objeto, solicitaron la ayuda de las monjas españolas para hacer su fundación. Ana de Jesús, la sucesora de santa Teresa, partió hacia Francia a la cabeza de un grupo de cinco monjas, entre las que figuraba la beata Ana de San Bartolomé. Al llegar a París y mientras la princesa de Longueville y otras damas de la corte daban la bienvenida a las hermanas, Ana se escabulló hacia la cocina, con el pretexto de preparar la comida para la comunidad. Sin embargo, la superiora había decidido que la compañera inseparable de santa Teresa estaba destinada a obras más altas y, sin más trámites, sin tomar en cuenta la evidente poca voluntad de la muchacha, la sacó de la cocina y la hizo hermana de coro. Ana firmó su acta de profesión con una simple cruz, pero, según afirman autoridades en la materia, ya para entonces sabía escribir, puesto que actuó como secretaria de santa Teresa durante largo tiempo; otros sostienen, en cambio, que, en el momento de hacer su profesión aprendió milagrosamente a escribir; lo cierto es que, al tener que enfrentarse con nuevas y más complicadas responsabilidades, pareció repentinamente dotada, no sólo con el arte de la escritura, sino con otras muchas ciencias necesarias para realizar con éxito su cometido.
El establecimiento de las carmelitas en Francia tropezó con tantas dificultades que cinco de las seis monjas españolas se trasladaron a Holanda en busca de un ambiente más propicio. Ana se quedó en Francia y fue nombrada superiora en la casa de Pontoise y luego en la de Tours. Al principio, la perspectiva de gobernar a una comunidad, la hundió en un amargo desconsuelo: hecha un mar de lágrimas, oró ante el Santo Cristo; en su ferviente plegaria, insistía en su incapacidad y en su indignidad para desempeñar el cargo y repetía, una y otra vez, que ella no era más que un poco de paja. Ahí mismo, al pie de la cruz, recibió una contestación que la dejó llena de consuelo y fortaleza: «Con la paja yo enciendo mis hogueras», respondió el Señor. A los pocos días se anunció que ya se habían abierto casas de carmelitas en los Países Bajos. La Beata Ana fue enviada a Mons, donde parmaneció un año. En 1612, hizo su propia fundación en Amberes, y ahí acudieron pronto y en gran número las herederas de las más nobles familias holandesas,* ansiosas todas de emprender la marcha por el camino de la perfección, conducidas por una religiosa que, aun en vida, era considerada como una santa, dotada con los dones de profetizar y hacer milagros. En dos ocasiones en que Amberes quedó sitiada por las fuerzas del príncipe de Orange y a punto de ser capturada, la madre Ana estuvo en oración toda la noche y la ciudad quedó a salvo. A raíz de esto, la monja carmelita fue declarada, por aclamación popular, defensora y protectora de Amberes. Su muerte, ocurrida en 1626, dio motivo a una extraordinaria demostración de duelo, en la que más de veinte mil personas desfilaron ante su cadáver, expuesto durante tres días, para tocarlo con rosarios y otros objetos de devoción. Muchos años más tarde, la ciudad seguía venerando su memoria con procesiones anuales en las que los miembros del Concejo Municipal, con velas en las manos, encabezaban la marcha hasta el convento. Ana de San Bartolomé fue beatificada en 1917.
La carta apostólica que anuncia el decreto de beatificación, fue impresa en el Acta Apostolicae Sedis, vol. IX (1917), pp. 257-261; en ella se encuentra la acostumbrada biografía resu
mida. La beata Ana escribió una autobiografía por mandato de sus superiores; el escrito se remonta a los primeros años de su estancia en Amberes y, el manuscrito original se conserva en el convento de carmelitas de aquella ciudad. Una incompleta traducción francesa del mismo se publicó en 1646. Véase también la obra de Fr. Bruno, La Belle Acarie (1942). C. Henríquez publicó una biografía en español en 1632; en tiempos más modernos, Florencio del Niño Jesús escribió otra que apareció en 1917.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Mártires cordobeses
|
Saber más cosas a propósito de los Santos del día | |
Isaac y compañeros, mártires cordobeses († 851)
En la ciudad los moros están cansados de matar; los cristianos que conviven allí están cansados también de aguantar insolencias y de sufrir humillaciones con peligro. Bastantes han preferido la salida y se han instalado en los alrededores, ocupando las cuevas de la montaña donde viven como ermitaños. Son más de los que se esperaba; casi se puede decir que han formado un cinturón cercando la ciudad de los emires. Con frecuencia reciben la visita de Eulogio que les conforta con la palabra clara, fuerte y enérgica que deja en sus almas regustos de mayor entrega a Dios, mezclada con deseos de fidelidad a la fe cristiana y a los derechos de la patria.
Gran parte de ellos avivan en el alma deseos sinceros de perfección. Pasan el día y la noche repitiendo las costumbres ascéticas de los antiguos anacoretas entre la meditación y la alabanza. Las numerosas ermitas de la montaña forman un gran monasterio que sigue la Regla de los antiguos y pasados reformadores visigóticos Leandro, Isidoro, Fructuoso y Valerio quienes muy probablemente recopilaron, adaptándolas, las primeras reglas cenobíticas de los orientales recogidas por Pacomio, Casiano, Agustín y Benito. El más importante es el Tabanense.
Estalló la tormenta con el martirio del sacerdote cordobés Perfecto que fue arrastrado al tribunal, condenado y degollado.
Hay revuelo en la ciudad y protesta e indignación en el campo. Ha nacido un sentimiento por mucho tiempo tapado; muchos, llenos de ánimo, se lanzan en público a maldecir al Profeta y se muestran deseosos de morir por la justicia y la verdad. El mismo Eulogio pretendió serenar los ánimos, pero de todos modos sostiene que «nadie puede detener a aquellos que van al martirio inspirados por el Espíritu Santo».
Isaac es un joven sacerdote de Tábanos, hijo de familia ilustre cordobesa; de buena educación, conocedor excelente del árabe, hábil en los negocios, servidor en la administración de Abderramán y de sus rentas. Pero amargado en la casa de su amo por la insolencia de los dominantes, por su prepotencia altanera, o quizá por escrúpulos de conciencia, decidió irse y entrar en Tábanos donde le trató Eulogio. Ahora, indignado por la persecución de los musulmanes, toma la decisión de presentarse al cadí con la intención de ridiculizar la injusticia y acabar en el martirio. Simula querer tener razones para aceptar la religión del Profeta y las pide con ironía y sarcasmo al juez que cae en la trampa. Tan de plano rechaza ante el público reunido la mentira del Profeta, la bajeza de la vida del mahometano y la falsía de la felicidad prometida que, resaltando la verdad del Crucificado, la dignidad que pide a sus fieles y la verdad del único Cielo prometido, que, fuera de sí el improvisado y timado maestro, abofetea a Isaac, contra la ley y la usanza. La crónica del suceso narrada por Eulogio coincide con la versión árabe relatada en las Historias de los jueces de Córdoba, de Alioxaní, por la que sabemos hasta el nombre del cadí, Said-ben Soleiman el Gafaquí, que le juzgó. Abderramán II mandó aplicar el rigor de la ley a su antiguo servidor; y para que los cristianos no pudieran hacer de su cadáver un estandarte dándole veneración, lo mantuvo dos días en la horca, lo hizo quemar y desparramar después sus cenizas por el río Guadalquivir.
Eso sucedió el miércoles 3 de junio. Dos días más tarde, el mártir es Sancho, un joven admirador de Eulogio, nacido cerca del Pirineo, que era un esclavo de la guardia del sultán; a éste, por ser culpado de alta traición además de impío, lo tendieron en el suelo, le metieron por su cuerpo una larga estaca, lo levantaron en el aire y así murió tras una larga agonía; esa era la muerte de los empalados.
Seis hombres que vestían con cogulla monacal se presentaron el domingo, día 7, ante el juez musulmán, diciéndole: «Nosotros repetimos lo mismo que nuestros hermanos Isaac y Sancho; mucho nos pesa de vuestra ignorancia, pero debemos deciros que sois unos ilusos, que vivís miserablemente embaucados por un hombre malvado y perverso. Dicta sentencia, imagina tormentos, echa mano de todos tus verdugos para vengar a tu profeta». Eran Pedro, un joven sacerdote y Walabonso, diácono, nacido en Niebla, ambos del monasterio de Santa María de Cuteclara; otros dos, Sabiniano y Wistremundo, pertenecían al monasterio de Armelata; Jeremías era un anciano cordobés que había sido rico en sus buenos tiempos, pero había sabido adaptar su cuerpo a los rigores de la penitencia en el monasterio de Tábanos que ayudó a construir con su fortuna personal y ya sólo le quedaba esperar el Cielo y, otro tabanense más, Habencio, murieron decapitados.
En unos días, ocho hombres fueron mártires de Cristo.
|
San Antonio María Gianelli
|
Saber más cosas a propósito de los Santos del día | |
![](https://lh3.googleusercontent.com/blogger_img_proxy/AEn0k_uogRmv0pvh4APQueC82Dq_Tj19KOaWj15PDpd8kmsGYvKFACZcddKBItrSDJWfXWS4-nu1lpxf_MSPHNl9DgN3P1nB5It4_KfNMnaxCD3ngWNi-KuiQbprLJrsCtsL_Aye_C03NCFblGvPTkuAdOgmlPd385c5_bfsVrFP8I_C4m1bY3n3LHWknexdwjA-DfqQCTnsziZ2Cw=s0-d)
San Antonio María Gianelli, obispo y fundador
En Piacenza, de la región de Emilia, tránsito de san Antonio María Gianelli, obispo de Bobbio, fundador de la Congregación de Hijas de María Santísima del Huerto, que se distinguió por su atención a los pobres y a la salvación de las almas, y que, con su ejemplo y dedicación, promovió la santidad entre el clero.
«El santo de hierro, gran confesor y formador, obispo de Bobbio, devoto de María. Fundador de las Hijas de María Santísima del Huerto quiso que extendiesen su labor caritativa en hospitales y hospicios»
Vino al mundo en Cerreta, Italia, el 12 de abril de 1789. Su familia era muy pobre; cultivaban tierras arrendadas en las que él trabajó hasta los 18 años, sin descuidar el estudio, la oración y las obras de caridad. Al plantearse el ingreso en el seminario que sus padres no podían costear en manera alguna, providencialmente recibieron ayuda de una acaudalada y noble viuda, Nicolasa Assereto, quien lo alojó en su mansión de Génova hasta que obtuvo plaza en el seminario. Se incorporó como alumno externo hasta 1808; luego quedó interno. Esta etapa fue, según sus palabras, la más feliz de su vida. Era tal su aplicación que el profesor de retórica, impulsor de la academia literaria «de los Constantes» integrada por alumnos destacados, lo seleccionó para encabezarla. Su lección inaugural sobre la virtud de la constancia mostró su madurez y permitió vislumbrar al santo que llegaría a ser. Participó en una misión y se le encomendó hablar de la muerte, uno de sus temas predicados más sobresalientes y preferidos para él.
Fue ordenado en 1812 tras una formación apresurada. Y a pesar de ser sacerdote, prolongó un curso más sus estudios en el seminario. Su primera ocupación fue asistir al abad de la parroquia genovesa de San Mateo, que se hallaba impedido. Inició una labor pastoral y apostólica itinerante, que mantuvo toda su vida, y se convirtió en un destacado predicador. En 1814 se unió a los Misioneros Rurales, una congregación eclesial nacida en Génova en 1713, y después de asumir varios cargos, fue designado superior. Al morir el abad, el cardenal Spina, que lo conocía bien, lo nombró vice-abad. Impartió retórica en las Escuelas Pías de Cárcare con tan buenos resultados que el purpurado le encargó la cátedra de esa disciplina en el seminario de Génova. Diez años de docencia marcados por una clara consigna para los futuros sacerdotes: «Sean doctos, sí, pero sobre todo santos».
En 1826 monseñor Lambruschini, arzobispo de Génova, le envió como arcipreste a San Juan Bautista en Chiavari diciendo a sus habitantes: «Os envío la más bella flor de mi jardín». Y a Gianelli: «haga cuenta que emprende una misión, no de pocos días, sino de 10 o 12 años...». Doce años estuvo dejando allí lo mejor de sí, encaminando a todos hacia Cristo con una sublime caridad, ejercitada en medio de contratiempos, rivalidades e injusticias que se cernieron sobre él dentro del seminario. Exquisito en su trato, abrió sus «reglas dispositivas y preparatorias» con una sentencia de oro: «La primera cortesía y la más noble de todas las formas de urbanidad es tolerar y soportar a quien no la tiene». Fue confesor y director espiritual en el conservatorio de las Hijas de San José para las que redactó sus reglas y costumbres.
Se afilió a la Sociedad económica, de la que hizo una institución nueva ayudado por las mujeres, y se afanó por el hospicio de caridad y trabajo buscando el bien de los necesitados. Cumplió escrupulosamente el sentimiento que expuso a los feligreses cuando se hizo cargo de la parroquia: «Un párroco no es otra cosa, sino un padre de una gran familia, él tiene que regirla, gobernarla y nutrirla, sobre todo en el espíritu, pero como padre de los pobres y como primer custodio del templo y del altar... para converger a tan alto fin ora y predica el Evangelio...». Era muy devoto de María cuyo amparo solía buscar yendo a orar al santuario de la Virgen del Huerto. Y Ella fue su inspiración para instituir en 1829 el Instituto de las Hijas de María Santísima del Huerto con doce primeras mujeres que iban a dedicarse al servicio de hospitales, hospicios para huérfanos y escuelas.
Le urgía la caridad y le preocupaba que sus hijas la pusieran en práctica con la radicalidad evangélica. De ahí su insistente recomendación: «La dulzura, las buenas maneras, la paciencia no pueden ser nunca excesivas»; «Sabed ejercitar una gran paciencia con las personas de afuera cuando acuden a vosostras. Oídles. Responded con dulzura y buenos modales». En 1835 no escondió su angustia por la tragedia de la peste que segó la vida de gran parte de sus fieles. Con hondo sentido penitencial, ceñido con una corona de espinas, exclamó: «Hiere, oh Señor al pastor, pero deja salva a la grey».
Fue consagrado obispo de Bobbio en 1838 por el cardenal Tadini. El rector del seminario de Génova, antiguo alumno de Gianelli y confidente suyo, al volver de la ceremonia dijo a los clérigos: «Hoy han consagrado obispo a un santo». En su despedida de Chiavari, Gianelli se había excusado pidiendo perdón a sus feligreses, en particular por haber callado alguna vez la denuncia de desórdenes y vicios. Humilde y sencillo, decía «¿Yo, nacido pobre; yo, de baja condición, yo, un don nadie… yo, obispo?». Partió habiendo repartido entre los pobres sus escasas pertenencias. Hasta se fue desprendiendo por el camino del préstamo que le hicieron unos amigos. Llegaba a Bobbio con este sentimiento: «No puedo ser bueno si no estoy dispuesto a morir por vosotros, por cada uno de vosotros».
En abril de 1844 en una de sus cartas develaba su grandeza de espíritu, y prontitud para responder con gozo al peso de la soledad que acompaña a la persona de gobierno; dejaba entrever también su celeste añoranza por lo divino: «Hay que estar alegres. Pero, ¿cómo conseguirlo, cuando todos los vientos traen tristeza y melancolía? Hay que hacer que la alegría surja de la melancolía, de la tristeza misma, aún cuando solo sea porque ha sido fiel compañera de nuestro Señor Jesucristo». Su labor apostólica y entrega tuvo la misma intensidad que había marcado su vida, aunque al recibir el viático se acusó de haber sido «un obispo indulgente y flojo». Murió en Piacenza el 7 de junio de 1846 a consecuencia de una tisis. Pío XI lo beatificó el 19 de abril de 1925, y Pío XII lo canonizó el 21 de octubre de 1951. Su biógrafo G. Frediani lo denominó «El santo de hierro».
Beata María Teresa de Soubiran
|
Saber más cosas a propósito de los Santos del día | |
Beata María Teresa de Soubiran La Louvière
En París, en Francia, beata María Teresa de Soubiran La Louviére, virgen, que para mayor gloria de Dios fundó la Sociedad Hijas de María Auxiliadora, de la cual fue después alejada, para pasar el resto de su vida en profunda humildad.
La familia Soubiran pertenecía a la antigua nobleza. Sus orígenes datan por lo menos del siglo XIII, emparentada con buena parte de las familias reales de Europa. En el segundo cuarto del siglo XIX, el jefe de la familia Soubiran era José de Soubiran la Louviére, quien vivía en Castelnaudary, cerca de Carcassonne. José se casó con Noemí de Gélis de l'Isle d'Albi. Sofía Teresa Agustina María, segunda hija de este matrimonio, nació el 16 de mayo de 1835. Los Soubiran mantenían las tradiciones religiosas de la familia, aunque en una forma que reflejaba más la severidad que la alegría del cristianismo. Sofía, dirigida por su tío, el canónigo Luis de Soubiran, se sintió pronto llamada a la vida religiosa. En la congregación mariana que proyectaba el canónigo había otras jóvenes que se sentían también llamadas por Dios. Cuando Sofía tenía diecinueve años, Don Luis determinó fundar una comunidad de «beguinas», es decir, de mujeres que viviesen en comunidad con votos temporales de castidad y obediencia. Pero Sofía no creía que ésa fuese su vocación, ya que las «beguinas» gozaban de mucha libertad y podían volver al mundo en el momento en que lo deseasen. Ella se sentía más bien inclinada a la austeridad y la vida retirada del Carmelo. Sin embargo, al cabo de un período de vacilaciones y de solicitar consejos, decidió finalmente plegarse a los deseos de su tío. Así pues, se trasladó a Gante para estudiar el género de vida de las «beguinas» y, a su vuelta, fue nombrada superiora de la comunidad de Castelnaudary, que entonces inauguró su tío el canónigo. Estos acontecimientos tuvieron lugar entre 1854 y 1855.
En los años siguientes, la nueva fundación prosperó, aunque en una forma bastante diferente a la de los «beguinatos» belgas, ya que Sofía y sus compañeras renunciaron a sus propiedades, establecieron un orfelinato y practicaron por regla la adoración nocturna al Santísimo Sacramento. A pesar de los progresos, fue aquélla una época tan difícil para la comunidad y su superiora, que la casa en que habitaban recibió el nombre de «el convento del sufrimiento». En 1863, la madre María Teresa, como la llamaremos en adelante, consultó acerca de su vocación a la superiora del convento de Nuestra Señora de la Caridad, en Toulouse y a algunas personas de su confianza, quienes le aconsejaron que hiciese los Ejercicios de San Ignacio. Así lo hizo bajo la dirección del famoso jesuita, P. Pablo Ginhac. Dios le manifestó entonces claramente que debía llevar adelante su propósito de fundar la congregación de María Auxilidaora, tal como lo tenía planeado. El fin de dicha congregación consistía en que sus miembros practicasen la vida religiosa en toda su plenitud y trabajasen por «la empresa más divina y más humana que existe: la salvación de las almas». Ningún trabajo debería parecer demasiado grande ni demasiado pequeño a las religiosas, sobre todo si otras congregaciones no podían o no querían tomarlo entre manos. El canónigo de Soubiran acabó por plegarse a los deseos de su sobrina. El «beguinato» no se disolvió; simplemente, en septiembre de 1864, la madre María Teresa y unas cuantas hermanas se mudaron al convento de la Rué des Büchers de Toulouse, que iba a ser la residencia de la nueva congregación. A partir del año siguiente, los escritos de la beata nos permiten seguir de cerca su evolución interior hasta su muerte, ocurrida un cuarto de siglo más tarde.
Las nuevas religiosas siguieron dedicándose al cuidado de los huérfanos y a la instrucción de los niños pobres e inauguraron en Toulouse la primera casa de huéspedes para jóvenes trabajadoras a la que se dio el nombre de Maison de famille, porque era un verdadero hogar para las jóvenes que no lo tenían o que vivían lejos del suyo. Las auxiliadoras practicaban diariamente la adoración nocturna, en tanto que las «beguinas» sólo lo hacían una vez al mes. La madre Teresa calcó las constituciones de su congregación sobre las de la Compañía de Jesús. El P. Ginhac, que tomó parte muy activa en la nueva fundación, se encargó de revisar las constituciones. En 1867, el arzobispo de Toulouse aprobó a las auxiliadoras y la Santa Sede publicó, en 1868, un breve laudatorio. En 1869, se inauguraron los conventos de Amiens y de Lyon, en los que las religiosas siguieron consagrándose al cuidado de las jóvenes trabajadoras. Durante la guerra franco-prusiana, las religiosas de los tres conventos se refugiaron primero en Southwark y después, en Brompton, donde los padres oratorianos las ayudaron mucho. Más tarde, establecieron una "casa de familia" en Kennington. Tal fue la primera fundación inglesa de las auxiliadoras.
En 1868 ingresó en la congregación una novicia que tres años después fue elegida por voto casi unánime del capítulo, consejera y asistenta de la madre general. Se trataba de la madre María Francisca, una mujer muy hábil e inteligente, cinco años mayor que la madre María Teresa de Soubiran. A la vuelta de Inglaterra, la madre María Francisca presentó un proyecto sobre el desarrollo de la congregación; «con el brillo de sus discursos, la fuerza y claridad de sus argumentos, la precisión de sus juicios, su tacto, su habilidad en el manejo de los negocios y su fe ardiente y avasalladora», consiguió que el plan fuese aprobado. La cita anterior procede de los escritos de la beata María Teresa y muestra claramente la influencia que ejercía sobre ella su asistenta. Desgraciadamete, la beata no se dio cuenta durante mucho tiempo de que la madre María Francisca era «dominadora, inestable y ambiciosa», como el tiempo lo había de probar. El hecho fue que la congregación se desarrolló demasiado rápidamente y se abrieron nuevas casas sin recursos suficientes. A principios de 1874, la madre María Francisca declaró que la situación económica de la congregación era desesperada (actualmente sabemos que tal juicio era exagerado).
Al principio, la madre María Francisca se echó a sí misma la culpa; pero pronto empezó a atacar a la madre María Teresa, acusándola de ser orgullosa, débil, vacilante y de poco espíritu religioso. Al poco tiempo, empezó a correr en todos los conventos de la congregación el rumor de que el mal estado de cosas se debía a la fundadora. La madre María Teresa recordó entonces que muy poco antes le había parecido que el Señor le decía: «Tu misión ha terminado. Dentro de poco, no habrá sitio para ti en tu congregación. Pero mi poder y mi bondad estarán contigo». Ella había respondido: «Amén». Desde entonces, estuvo dispuesta a repetir nuevamente su «amén», pero antes quiso consultar al P. Ginhac. Este quedó un tanto desconcertado e, inmediatamente, mandó llamar a la madre María Francisca, quien le expuso a su modo la situación. Entonces, el siervo de Dios aconsejó a la madre María Teresa que renunciase. Su consejera fue nombrada superiora general.
La casa madre de la congregación era entonces la de Bourges. La nueva superiora general no quiso que su predecesora retornase ni residiese en ninguno de los conventos de la congregación. Así pues, la madre María Teresa se retiró al convento de las Hermanas de la Caridad de Clermont, so pretexto de descansar algunas semanas. El descanso se prolongó siete meses -«siete meses de angustia»-, en tanto que la madre María Francisca determinaba su destino. No hay para qué narrar en detalle las desagradables medidas que la madre María Francisca tomó para evitar que la madre María Teresa reconquistase su antigua influencia y su autoridad. Baste con decir que esas medidas culminaron con la expulsión de la fundadora de la congregación. La beata tuvo que abandonar el convento de Clermont y el hábito religioso en septiembre de aquel año. A fines de 1874, la madre María Teresa, fundadora de la Compañía de María Auxiliadora, volvió a ser simplemente Sofía de Soubiran la Louviére. Sofía estuvo veinte años en el convento y tuvo que empezar una nueva vida, una prueba muy dura para las personas que no viven «en el mundo». En vano solicitó ser admitida en la congregación de la Visitación y en la orden del Carmelo, «su primer amor». Entonces, pidió su admisión entre sus antiguas amigas del convento de Nuestra Señora de la Caridad en Toulouse, quienes se dedicaban a rescatar mujeres perdidas. Aquellas religiosas no le cerraron las puertas y comprendieron su deseo de ingresar más bien en el convento de París. Después de ciertas dilaciones debidas a algunas dificultades canónicas y a una enfermedad que casi costó la vida a la beata, ésta hizo finalmente la profesión en 1877, a los cuarenta y dos años de edad. Su diario muestra que entró entonces en un período de gran serenidad espiritual y que el poder y la bondad del Señor estaban con ella. El P. Hamon, su director espiritual, escribió: «La abnegación de la madre de Soubiran era tan extraordinaria, que consiguió olvidar completamente a su antigua familia religiosa, confiándola enteramente en manos de la providencia; en esa forma obligó al Divino Pastor a mirar por sus hijas huérfanas. La generosidad de ese sacrificio rayaba, a mi modo de ver, en el heroísmo».
En todo caso, la madre María Francisca no permitía ningún trato, epistolar o personal, entre sus religiosas y la fundadora de la congregación. Sin embargo, al cabo de ocho años, el contacto se restableció de un modo dramático. La madre María Francisca despidió también de la congregación a la madre María Javier, hermana de la fundadora, pues temía que su presencia conservase vivo el recuerdo de la madre María Teresa. La madre María Javier ingresó también en el convento de Nuestra Señora de la Caridad de París y dio a su hermana noticias muy tristes sobre el estado de la congregación de María Auxiliadora. La madre María Teresa escribió por entonces: «Ahora sí que estoy segura de que esa pequeña compañía que Dios quiere tanto, sobre la cual ha velado tan amorosamente y en la cual había tantas almas fervorosas y verdaderamente virtuosas, estoy segura, digo, de que esa compañía está moralmente muerta, o sea que su fin, su forma y sus métodos han cesado de existir. Acepto amorosamente los planes de Dios, pues soy nada ante su santa e incomprensible voluntad». La beata María Teresa había contraído la tuberculosis. La larga enfermedad la obligó a pasar en la enfermería los últimos siete meses de su vida. Murió el 7 de junio de 1889, al murmurar estas palabras: «Ven, Señor Jesús». Trató de hacer la señal de la cruz, pero no llegó a signarse. Fue sepultada en el cementerio de Montparnase, en la cripta del convento de Nuestra Señora de la Caridad. Actualmente, sus reliquias se hallan en la casa madre de las auxiliadoras, en París. La madre María Teresa de Soubiran fue beatificada en 1946. La mejor síntesis de su espíritu queda expresada en las palabras que escribió en una carta, poco después de su expulsión de la congregación de María Auxiliadora: «Como podéis imaginaros, todo ello me ha hecho sufrir enormemente. Sólo Dios es capaz de medir la intensidad y la profundidad de mi dolor y sólo Él sabe hasta qué punto esa pena se ha convertido en una fuente de fe, esperanza y caridad. La gran verdad de que Dios es todo y el resto nada se va convirtiendo en la vida de mi alma y, sobre esa verdad me puedo apoyar con seguridad, en medio de los incomprensibles misterios de este mundo. Es éste un bien superior a todos los bienes de la tierra, porque en el amor omnipotente podemos confiar durante la vida y por toda la eternidad. No sé si hubiese podido aprender esa gran lección sin pasar por tantas angustias; no lo creo. El tiempo pasa y pasa de prisa; pronto veremos la razón de tantas cosas que sorprenden y desconciertan a nuestra inteligencia débil y miope».
Dado que la fundación forma parte de la vida de un fundador, añadiremos unas palabras sobre la historia de la congregación que fundó la madre de Soubiran. La beata había predicho que las cosas iban a cambiar totalmente en la compañía de María Auxiliadora, uno o dos años después de su muerte. Su profecía se verificó. La congregación estaba muy descontenta del gobierno de la madre María Francisca, y varias casas habían sido clausuradas. A partir de 1884, la inestabilidad administrativa se hizo intolerable. Por ejemplo, en menos de cinco años, la sede del noviciado cambió siete veces. La crisis estalló en 1889, cuando el capítulo general se negó a ratificar los nuevos cambios que la superiora proyectaba. El 13 de febrero de 1890, exactamente dieciséis años después de la expulsión de la fundadora, la madre María Francisca dejó de ser superiora y salió de la congregación.
El cardenal Richard, arzobispo de París, nombró a la madre María Isabel de Luppé superiora general. Bajo su gobierno, se hizo luz acerca de la verdarera historia de la fundadora, la madre María Javier ingresó nuevamente en la congregación y la compañía de María Auxiliadora recobró su forma original y empezó a adquirir las características que le han merecido el sitio tan distinguido que ocupa actualmente en la Iglesia. Este corto artículo basta para probar que la historia de la beata María Teresa de Soubiran fue realmente extraordinaria. Lo mismo puede decirse sobre la vida de la madre María Francisca, por más que no tenga cabida en una vida de santos: nos limitaremos simplemente a observar que murió en 1921, cuando la causa de beatificación de la madre María Teresa ya estaba introducida. Después de la muerte de María Francisca, se descubrió que era casada y que para entrar en la congregación de María Auxiliadora había abandonado a su esposo. Como su marido vivía aún y ella lo sabía, María Francisca no pudo hacer votos válidos, de suerte que su generalato fue también inválido y, por consiguiente, todos sus actos fueron nulos. Por la misma razón, la madre María Teresa no dejó nunca de pertenecer, canónicamente, a la congregación que había fundado. Nada sabemos acerca de los últimos treinta años de la vida de María Francisca; según parece, poseía fortuna personal y vivió sola en París.
La primera biografía de la Beata María Teresa fue la del canónigo Théloz (1894). En 1946, T. Delmás publicó una biografía admirable. La obra del P. Monier-Vinard. La Mere Marie-Thérése de Soubiran d'aprés ses notes intimes (2 vols.) constituye prácticamente una colección de los escritos y notas espirituales de la beata. Véase también la biografía del P. W. Lawson (1952); y la excelente semblanza biográfica del P. C. Hoare, Life out of Death (1946). La vida de la beata es única en los anales de las congregaciones religiosas, pero presenta ciertas analogías con la de san Alfonso de Ligorio, san José Calasanz, santa Teresa Couderc y la recientemente canonizada santa María de la Cruz Jugan. Es extraordinario que hombres de la talla de Mons. Tour d'Auvergne, arzobispo de Bourges, y del P. Ginhac hayan procedido como procedieron: para evitar un escándalo público, contribuyeron a otro peor.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
|
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario