El camino al Abya Yala o al Emaús latinoamericano
Jennifer VARGAS REINA
Siento que el corazón se me sale, como en esa noche en que tus labios tocaron mis labios por primera vez, sentados sobre la tierra húmeda y tierna. Ese viento que nos resguardó, hoy roza mi cara con mas fuerza que cuando estabas a mi lado, en medio del sonido del agua que aunque lejos, nos recordaba que todo fluye, y que la sangre de la tierra da vida y acompaña...
El fuego congregaba a los demás junto al abuelo que contaba en silencio la sabiduría de la vida, mientras que tú y yo corríamos para que no notaran nuestra ausencia y en cada paso sentíamos el calor de la sangre agitada, la seguridad presente cuando no hay temor, cuando no se está solo. Vi en tus ojos el misterio que esconde el centro de la tierra y sentí el calor de tu cuerpo en medio del frío de la noche.
Ese mismo frío que hoy me penetra los huesos y me hace temblar en medio de este charco de barro en el que me encuentro. Me duele el pecho de ver tanto muerto, tanta sangre junta bañando la tierra por causas que no entiendo. Siento que el corazón se me sale porque tengo mucho miedo. He buscado a Esperanza por todos lados. Cuando ellos llegaron ella no estaba a mi lado. No sé si es mi culpa. No la encuentro. No la encuentro. Dios mío no la encuentro.
Las balas llovían desde arriba y desde abajo, yo me protegía en medio de la alacena y la mesa mientras escuchaba los gritos de los vecinos y rezaba duro para que parara todo. No podía ser cierto, las balas rozaban mi cabeza y yo no sabía si salir corriendo a buscar a Esperanza o quedarme quieto como si fuera invisible para que las balas no me tocaran.
Después de la metralla quedó todo en silencio. Un silencio teñido de rojo. Ahí estaban tirados lo hijos de Pablo y la esposa de Ernesto. Pero no sólo mataron. Los paras se llevaron a diecinueve personas de la vereda. Los acusaron de ser guerrilleros. Todos dicen que ahí no iba mi hija, pero no aparece y eso ya hace dos meses. Me da rabia y me da impotencia porque en segundos acaban con la vida, la cortan como cuando cortamos la caña. Sacan el alma y nos dejan sin presente, sin pasado, sin nada.
Alfonsina me dice que quizá se fue con los de la vereda vecina. Ellos se desplazaron al sur, hacia la frontera con el Ecuador, por miedo a un ataque. Al igual que nosotros, no querían vender la tierra a esos empresarios de prestigioso nombre. Allí nacimos, allí crecimos y allí nos quitaron la vida a poquitos.
¡Dios mío!, ¡No puedo parar de llorar!. No puedo. ¿Dónde estaba Dios para protegernos?, ¿dónde está mi hijita?. Antes de marcharme al sur decidí irme a la capital a buscar ayuda. No tenía un solo peso, y cuando le pedía a la gente me ignoraba como si no fuera humano, como si no mereciera respeto. Me paré afuera de la Iglesia y la gente entraba a misa y ni siquiera me miraba. Cuando salían no me preguntaban nada, no les interesaba mi nombre, ni mi soledad, ni mi tristeza. Acallaban su conciencia con una moneda.
Intenté hablar con las autoridades, me dijeron que pusiera una denuncia. Me dieron papeles y mas papeles. Cuando veía sus ojos no encontraba nada, no son como los tuyos. Su voz me sonaba lejana y sin sentido. Le pregunte al policía que podía hacer y me dijo que lo único posible era rezar a Dios por la vida de mi hija.
En cambio, el cura Francisco nos explicaba que no solo había que rezar, sino que había que construir. A él también lo mataron. El siempre decía que la resurrección era luchar hasta el final. En la perseverancia, en la tortura, en la muerte, Dios no nos abandona y eso nos sostiene, nos alienta y nos permite la fidelidad, decía. Y cuando le alegaban que la lucha, la política y la religión no eran amigas, él amorosamente explicaba que Jesús era el mejor ejemplo de que el amor, el servicio, el trabajo en comunidad y el dar la vida derrotaban los imperios.
Pero mi país ya ha puesto muchos muertos y nada cambia. Hay más religiones que hombres y mujeres que practiquen el amor. Si esos hombres y mujeres que se llevaron a mis vecinos y mis vecinas y mataron a mis amigos son imagen y semejanza de Dios, entonces ¿quién es Dios?.
Acaso Dios es ese que le da calma a esta gente que cuando sale de misa, se va a su casa tranquila, prende su tele y se toma un café caliente, después de ver las novelas y hablar de la música de moda y las nuevas tendencias. Acaso Dios es el monopolio de unos pocos que tienen la verdad y no la construyen con la gente. Acaso Dios es el producto del estudio de los universitarios que después de arreglar el mundo en sus aulas, salen a vender su trabajo sin compromiso social con quienes los y las necesitan. ¿Dios es indiferente ante el sufrimiento, como estas mujeres y estos hombres que me ignoran?.
Autoridades que solo sabían dar papeles y rostros que se perdían en medio de la nada.
Por eso, decidí yo mismo buscar a esperanza. Me desplacé al sur, llegué a Ipiales y de allí pase a Ibarra en el Ecuador. No tenía dinero pero como fuera me desplazaba. Cuando le mostré la foto a las campesinas, me dijeron que varios grupos de personas habían llegado, pero en territorio ecuatoriano se habían dispersado.
Nadie sabía nada de mi hija. En medio de mi desespero, una mujer me tendió su mano, escuchó mis angustias y limpió mis lágrimas. No me dijo nada, pero me recordó la bondad de Dios mujer en medio de la desolación. Por momentos, su rostro me recordaba ese gesto tuyo de preocupación, cuando te contaba mis espinas, mis abismos.
Una marcha se alzaba en el Ecuador contra el TLC. Se dirigían hasta Quito, me uní a ellos. Estando allí le mostraba la foto de Esperanza a cuanta persona veía. Unos indígenas me dijeron que la habían visto y oído. Me contaron con asombro y admiración que era una mujer valiente, que trajo semillas de fuerza, de denuncia de la injusticia y anuncio de tiempos mejores, dejó la capital para irse a Loja y continuar la tarea que había comenzado. Me devolvieron la vida, la esperanza de hallar mi Esperanza y una sonrisa que se dibujó en mi rostro.
La ruta a seguir tenía como destino final Loja. El cura Francisco tenía razón. Resurrección es luchar hasta el final. Emprendí camino. En mi andar fatigoso mucha gente se cruzó con migo. Recuerdo que un día, al caer la tarde, una camioneta vieja me aventó muchos kilómetros. Varios indígenas iban en ella. Se desplazaban desde diferentes países andinos para celebrar y acompañar a su gente en Bolivia. Me contaron su lucha por condiciones de trabajo dignas, por el respeto a su autodeterminación y su cultura. Me recordaron cuando Esperanza me enfrentaba para pedirme que le dejara vivir su vida y no intentara vivirla por ella, determinando lo que yo creía correcto.
Los pueblos indígenas desde siempre han puesto muchos muertos, pero no se rinden porque tienen claro que en realidad sus muertos no han muerto, están con nosotros. “Si hubiésemos abandonado su lucha entonces si habrían muerto”, decían constantemente. Yo recordé a mis vecinos: a Oscar, Ester, Rosa, Ingrid, Miguel. Y me repetía mentalmente “ellos no han muerto, si hubiera abandonado su lucha si habrían muerto”.
Cuando llegué a Loja y pregunté por Esperanza todos y todas la conocían. Era una heroína sencilla que hablaba con voz fuerte, llena de una ternura infinita. También allí había alentado a las mujeres, a las campesinas, a sus hijos e hijas. Pero ya no estaba, también de allí se había ido. Su horizonte era Perú, pero ellos ignoraban donde estaba exactamente.
Por un momento largo mi corazón se llenó confusión. No entendía como mi hija podía estar hablando a todos y todas de otro mundo posible sin importarle el sufrimiento de su padre que como un loco la buscaba. Definitivamente se parece mucho a ti. Tú te presentabas ante mí como la incertidumbre. Cuando yo intentaba limitarte tú me desbordabas. Me hacías ver los matices de la contradicción y yo lento para comprender siempre corría a la iglesia, me sentaba frente al sagrario y tu llegabas por la espalda, me leías un texto corto o me decías algún refrán popular, me cantabas un pedazo de canción y, con un beso suave y profundo, me enseñabas la grandeza de Dios en mi condición humana.
Para poder buscar a Esperanza en Perú tenia que rebuscar dinero. No tenia un céntimo en el bolsillo, estaba cansado, había bajado de peso notablemente y sentía que hasta los zapatos me pesaban. Así que me puse a trabajar recogiendo la cosecha en una gran hacienda. Allí conocí a Ana y a su esposo. Tanto ellos como yo trabajamos muy duro a cambio de salarios de miseria. Yo me encontraba muy débil y en varias ocasiones ellos tuvieron que levantarme y hacer el trabajo que a mí me correspondía. Ellos tenían cinco hijos cuatro niñas y un barón, todos pequeñitos. Y aun así sacaban fuerzas para levantarme, ayudarme y consolarme.
La noche en que partía para el vecino país, Ana y Joaquín, me invitaron a su humilde choza. Se respiraba el cansancio del día, pero también la calidez y la serenidad de la vida sencilla. Empezamos a cenar y en ellos también reconocí el rostro de Dios. El de la fuerza, el de la pobreza, el de la búsqueda por condiciones dignas, el del amor y la vida.
En un primer momento la impotencia y el miedo, la rabia y el dolor no me permitían verlo. Pero después se me abrieron los ojos y pude comprender que las manos de Dios son reales en la tierra y tienen nombres humanos. Dios tenía rostro indígena, campesino, femenino. Dios mujer, Dios madre, padre. Dios que lucha por condiciones mejores para sus hijos, para su pueblo. Dios una vez más muerto en la cruz, con el rostro de Oscar, de Rosa, de Ester. Supe que tantas muertes no eran y no serán nunca en vano, pues lo construido por ellos y ellas es el aliento de los que se quedan para continuar.
Mi hija estaba dando fuerza a muchos y muchas que tienen la capacidad de soñar y emprender caminos para hacer posible un mundo distinto, cuyo aliento son sus seres queridos, los que ya se fueron y los que vendrán. Mi hija me estaba dando ejemplo de valentía y firmeza. Así como tú, cuando te sentabas con la gente después de haber llorado largo rato a solas en la montaña, por no comprender exactamente lo que pasaba ni lo que tenias que hacer.
Cuando llegue a Perú, pregunté por Esperanza y me dijeron que estaba en Brasil, en Chile, en Bolivia, en Uruguay en Argentina, en Paraguay, en Venezuela, en Centroamérica, en toda Latinoamérica. La angustia se apodero nuevamente de mi corazón humano, muy humano. No era posible que estuviéramos hablando de mi hija. Dudé de todo nuevamente. De que fuera cierto que estaba viva, dudé de que fuera esa mujer de la que me hablaron los indígenas y las campesinas.
Me senté y lloré. Llore amargamente como cuando te arrancaron de mi lado. Sentados en medio del Kiosco, a plena luz del día, cuando te dispararon. En ese momento juré que no permitiría que a Esperanza le pasara lo mismo. Pero ella es igual que tú. Sigue muriendo con la frente en alto, por devolver la vista a los ciegos y el oído a los sordos. Quería estar solo y pisar la tierra donde te conocí, donde te vi dormir tranquila, llena de fantasías y luces infinitas.
Regrese a Colombia y al retornar por el mismo camino sentí la solidaridad de la naturaleza con mi dolor. Estaba serena, callada, un poco gris en medio de la majestuosidad de sus paisajes y la imponencia de su riqueza. Ha sido el viaje más difícil de mi vida. Encontrarme con Dios en los rostros de mis compañeros y compañeras de camino, encontrarme con toda la pobreza, la iniquidad, la injusticia en medio de la gran riqueza en manos de unos pocos. Encontrarme con que Latinoamérica es supuestamente un país tercer mundista cuando el Abia Yala ha existido desde siempre, encontrarme con que hemos sido explotados porque otros conocen y quieren la riqueza de nuestro suelo. Encontrarme que somos esclavos de otros en medio de nuestra abundancia. Y volver sin mi hija y tal vez mas desconcertado que nunca.
Cuanto desee tenerte aquí. Tú siempre me decías algo cuando me sentía así. Tú siempre me recordaste que el futuro no esta adelante sino atrás, cuando se reconoce la historia y cuando se cargan en las espaldas los hijos y las hijas. Yo reconozco la historia pero no traigo a mi hija.
He pensado en tantas cosas, este viaje me ha hecho conocer tantas realidades de la gente, he pensado sobre todo en tus palabras, cuando me decías que el problema no han sido solo los sistemas económicos de injusticia, los modelos de desarrollo foráneos, las oligarquías que pasan de gobierno a gobierno y el poder no sale de la manos de las mismas familias. El problema no solo radica en las políticas que benefician a unos pocos a costa de las mayorías. El problema radica también en el corazón de los hombres y las mujeres. En los egoísmos, en la ambición, en el deseo desmedido de poder, en la indiferencia, en la destrucción de la vida.
Todo lo que ha pasado me llena de una profunda soledad. Hoy ha llovido mucho y hace frío, mucho frío. Estoy aquí, a las afueras de la iglesia donde me refugiaba cuando me perdía. En este templo Esperanza le habló por vez primera a nuestra gente acerca de la libertad, el camino y la vida. Era aquí donde venia cuando se quedaba sin fuerzas. Por eso he venido, porque necesito recobrar la fuerza a ejemplo de mi hija.
Hoy la siento tan cerca... como cuando jugábamos escondidas y ella estaba a punto de encontrarme. En realidad aquí adentro de nuestro templo hace menos frío. ¡Dios mío!, ¡no puede ser!. ¿Esperanza eres tu?. ¡Esperanza vive!. ¡Dios mío! ¡está viva!. ¡Mi amor, estas viva!
Esperanza, ¡cuánto caminé por ti y estas aquí en mi corazón mi amada niña!. Nunca dejaré que te vayas, no permitiré que te mueras, porque me enseñaste que el enemigo más grande es el miedo, y que tenemos que derrotarlo para construir un mundo más humano, más social, más justo. La gente cree en ti porque fuiste coherente en hechos y palabras. Porque estuviste allí cuando todo faltaba, porque te vestiste de mil rostros para que los rostros de Latinoamérica se vieran en ti reflejados.
Mi amada, ¿por qué te perdiste?, ¿porque no me buscaste?, ¿porque no me avisaste que te ibas un ratito lejos de mi fatigado corazón?, ¿no ves que soy muy débil y te necesito para vivir?. Dame mil besos, llena mis mejillas con cientos de ellos, te traeré leche caliente y juntos elevaremos una oración al cielo pidiendo que Dios nos de la fuerza para trabajar con la gente en la re-construcción de nuestra vida y de tantas vidas.
No me vuelvas a asustar así, mi pequeñita. Si yo me suelto de tú mano, tu no te sueltes de la mía. Ven, no lloremos mas, vamos a la casa, tengo muchas cosas que contarte y muchas otras que escuchar, ya cae el día...
Jennifer Vargas
Bogotá, Colombia
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