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Un día, el mullah Nasrudin observó cómo el maestro del pueblo conducía a un grupo de niños hacia la mezquita.
“¿Para qué los llevas allí?”, le preguntó.
“La sequía está azotando al país”, le respondió el maestro, “y confiamos en que el clamor de los inocentes mueva el corazón del Todopoderoso”.
“Lo importante no es el clamor, ya sea de inocentes o de criminales”, dijo el mullah, “sino la sabiduría y el conocimiento”.
“¿Cómo te atreves a blasfemar de ese modo delante de estos niños?”, le recriminó el maestro.
“¡Deberás probar lo que has dicho, o te acusaré de hereje!”.
“Nada más fácil”, replicó Nasrudin. “Si las oraciones de los niños sirvieran de algo, no habría un maestro de escuela en todo el país, porque no hay nada que detesten tanto los niños como ir a la escuela.
Si tú has sobrevivido a tales oraciones, es porque nosotros, que sabemos más que los niños, te hemos mantenido en tu puesto”.
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Un piadoso anciano rezaba cinco veces al día, mientras que su socio en los negocios jamás ponía los pies en la iglesia. Pues bien, el día que cumplió ochenta años, el anciano oró de la siguiente manera:
“¡Oh Dios, nuestro Señor! Desde que era joven, no he dejado un sólo día de acudir a la iglesia desde por la mañana y rezarte mis oraciones cinco veces diarias, como está mandado. No he hecho un solo movimiento ni he tomado una sola decisión, importante o intranscendente, sin haber primero invocado tu Nombre. Y ahora, en mi ancianidad, he redoblado mis ejercicios piadosos y te rezo sin cesar, día y noche.
Sin embargo, aquí me tienes: tan pobre como un ratón de sacristía. En cambio, fíjate en mi socio: juega y bebe como un cosaco e incluso, a pesar de sus años, anda con mujeres de dudosa reputación... y a pesar de todo, nada en la abundancia. Y dudo que alguna vez haya salido de sus labios una sola oración. Pues bien, Señor: no te pido que le castigues, porque eso no sería cristiano; pero te ruego que respondas: ¿Por qué, por qué, por qué... le has permitido a él prosperar y me has tratado a mí de este modo?” .
“¡Porque eres un verdadero pelmazo!”, le respondió Dios.
Había un monasterio cuya Regla no era “No hables”, sino “No hables si no es para decir algo que sea mejor que el silencio”.
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