lunes, 22 de septiembre de 2014

San Mauricio - San Ignacio de Santhià Belvisotti 22092014

lunes 22 Septiembre 2014

San Mauricio



San Mauricio
 
San Mauricio y compañeros mártires (s. III) Diocleciano ha asociado a su Imperio a Maximiano Hércules. Ambos son acérrimos enemigos del nombre cristiano y decretaron la más terrible de las persecuciones.   En las Galias se produce una rebelión y Maximiano acude a sofocarla. Entre sus tropas se encuentra la legión Tebea procedente de Egipto y compuesta por cristianos.
Su jefe es Mauricio que antes de incorporarse a su destino ha visitado en Roma al papa Marcelo. En los Alpes suizos, antes de introducirse por los desfiladeros, Maximiano ordena un sacrificio a los dioses para impetrar su protección en la campaña emprendida.   Los componentes de la legión Tebea rehusan sacrificar, se apartan del resto del ejército y van a acampar a Agauna, entre las montañas y el Ródano, no lejos del lado oriental del lago Leman.   Maximiano, al conocer el motivo de la deserción, manda diezmar a los legionarios rebeldes, pasándolos a espada.
Los sobrevivientes se reafirman en su decisión y se animan a sufrir todos los tormentos antes que renegar de la verdadera religión.   Viendo el emperador su inflexibilidad, da órdenes a su ejército para eliminar a la legión de Tebea que se deja degollar como mansos corderos. En el campo corren arroyos de sangre como nunca se vió en las más cruentas batallas.   Sólo conocemos el nombre de cuatro mártires, los otros nombres Dios los conoce. Según San Euquero la legión estaba formada por 6.600 soldados.





Oremos

Dios todopoderoso y eterno, que diste a los santos mártires San Mauricio y compañeros la valentía de aceptar la muerte por el nombre de Cristo: concede también tu fuerza a nuestra debilidad para que, a ejemplo de aquellos que no dudaron en morir por ti, nosotros sepamos también ser fuertes, confesando tu nombre con nuestras vidas. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.


San Ignacio de Santhià Belvisotti



Lorenzo Maurizio, que era su nombre de pila, nació en Santhià, Italia, el 5 de junio de 1686. Pertenecía a una acomodada familia y era el cuarto de siete hermanos. Al morir su padre cuando tenía 7 años, recibió instrucción de manos de un sacerdote que influyó en su vocación sacerdotal. Fue seminarista en su ciudad natal, y completó estudios en Vercelli. Recibió la ordenación en 1710. Tras cinco años de ejercicio pastoral, ingresó con los capuchinos de Chieri, Turín, en medio de la incomprensión de parientes y feligreses. Allí tomo el nombre de Ignacio de Santhià. Lo destinaron sucesivamente a distintos lugares, entre otros, Saluzzo, Chieri, Mondoví, Ivrea, Turín… desempeñando diferentes misiones. Fue prefecto de sacristía, director de acólitos, vicario y maestro de novicios, capellán militar y confesor. Siempre se le vio centrado en la oración, a la que dedicaba muchas horas diarias adorando al Santísimo Sacramento, con un espíritu de servicio y disponibilidad admirables; constituía un auténtico descanso para sus superiores.
 
Los religiosos de las comunidades por las que pasó, y las gentes de las localidades en las que vivió y sus aledaños, reconocían en él al auténtico discípulo de Cristo: sereno, prudente, acogiendo con gozo toda misión, incluida la limosna, abierto a escuchar las cuitas ajenas dentro y fuera del convento, tanto en confesión como en otras circunstancias elegidas por las personas que acudían a él. Se le ha llamado «el padre de los pecadores y de los desesperados» porque abría sus brazos a cualquiera sin distinción, con piedad, caridad y misericordia, sin juzgar la gravedad de sus acciones: todo lo que había aprendido orando frente al crucifijo. Como maestro de novicios y director espiritual no tenía precio. Con ternura, comprensión y rigor, sabiamente dosificado, guiaba a los aspirantes por el auténtico sendero de la santidad, incidiendo en la necesidad de la obediencia: «¡Obediencia! ¡Obediencia! ¿Qué cosa más grata podemos ofrecer a Dios que nuestra obediencia?». Podían acudir a él siempre que lo necesitaran; todos sabían que él les estaría esperando fuese de día o de noche. «El paraíso –afirmaba– no ha sido creado para los apoltronados; por tanto, empeñémonos. Desdice de quien ha optado por una regla austera, una excesiva preocupación por huir de los padecimientos, siendo así que el sufrimiento es propio del seguimiento de Jesús. Si el Sumo Pontífice de Roma nos obsequiara con un pedacito de la Santa Cruz, nos sentiríamos muy honrados por semejante deferencia, y la recibiríamos con suma reverencia y devoción. Pues bien, Cristo Jesús, Sumo Pontífice, nos envía desde el cielo una parte de su cruz mediante los sufrimientos. Llevémosla con amor y soportémosla con paciencia, agradecidos por semejante favor».
 
Tenía la firme convicción de que la autoridad moral es la que verdaderamente conmueve, y siempre iba delante en la vivencia de las virtudes que proponía para ser ejercitadas. Humildemente rogó a los novicios que no tuvieran reparos en hacerle ver las faltas que pudiera cometer. Si en su aclamada predicación, al hablar con rigor evangélico, alguien pudo interpretar que aludía a sus superiores, enseguida dejaba bien claro quien alumbraba sus intenciones: «Yo hablo de todos y de ninguno, y cuanto digo lo he leído previamente en el crucifijo». Recibió diversos dones, entre otros, el de milagros; uno de ellos fue «rescatar» de la ceguera física al novicio Bernardino da Vezza, habiéndose ofrecido a Dios para asumir la enfermedad que, tal como rogó, le afectó a él. Mejoró con tratamientos, pero nunca recuperó la visión al cien por cien. Abnegado, heroico en su quehacer, a tenor de esta entrega a la que no dio importancia, con gran humildad y sencillez solía decir: «alguien tiene que llevar la cruz». Después, el agraciado por su generosa donación fue misionero en el Congo.
 
En 1744 durante la guerra contra los ejércitos franco-españoles actuó como capellán de las tropas del rey Carlos Emanuel III, en el Piamonte, dando ejemplo durante dos años de caridad con los enfermos, heridos y presos de enfermedades contagiosas. Al finalizar la contienda, volvió a Turín, al convento del Monte, donde pasó los últimos veinticinco años de su vida predicando, impartiendo ejercicios espirituales, explicando la doctrina, animando y confesando. Hacía décadas que se había convertido en un afamado director espiritual, al que lo mismo acudía la nobleza (miembros de la casa de Saboya), destacados prelados y sacerdotes, como el pueblo llano en el cual prevalecía su fama de santidad. Todos le tenían en alta estima. Un marqués que conocía bien la gracia que le acompañaba para atraer a la Iglesia a los alejados de ella aludía a él entrañablemente considerándole «cazador y refugio de pillos y truhanes». Murió el 22 de septiembre de 1770. Pablo VI lo beatificó el 17 de abril de 1966. Juan Pablo II lo canonizó el 19 de mayo de 2002.



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