San Cleofás
San Cleofás, discípulo del Señor (s. I) Dos veces aparece este nombre en los Evangelios. Una en San Lucas cuando habla de los dos discípulos que marchaban a Emaús (cfr San Lucas 24; 13, ss) y la otra en San Juan cuando habla de una "María, la mujer de Cleofás" que estaba presente en el Calvario, acompañando a la Virgen, la tarde en que fue crucificado y moría Jesús (cfr San Juan 19; 25,ss). Sin que pueda establecerse con certeza que estos dos personajes fueran marido y mujer, ya que varones llamados Cleofás debía haber bastantes en Jerusalén, sí parece que el esposo de esa María del Calvario debía ser un cristiano bastante conocido entre los discípulos, cuando San Juan escribe su evangelio y también que ambos estuvieron muy cerca de los acontecimientos que hoy narramos. Es la alborada del Domingo. Unas mujeres, quieren envolver en lienzos el cuerpo y poner perfumes preciosos, a la usanza judía, en el cuerpo de Jesús, ya que no pudo prepararse con finura el viernes por la tarde cuando lo pusieron en el sepulcro. El sepulcro está vacío, no tiene cuerpo dentro. Unos ángeles avisan que está vivo el Señor Jesús . Las mujeres, locas de alegría, nerviosas, corren y transmiten la nueva a los discípulos. Pedro y los demás no pueden creer ese inusitado acaecimiento. La distancia de Jerusalén a Emaús es de algo más de diez kilómetros. Hacia Emaús caminan ese mismo día dos discípulos del Maestro. Uno de ellos responde al nombre de Cleofás. Van comentando entre ellos los acontecimientos del fracaso de Jesús en los días pasados. Las pisadas son pesadas porque llevan la amargura en el pecho. Son tantos años juntos, tantas ilusiones truncadas, tantas promesas secas, tantas alegrías cegadas... hasta los proyectos del Reino se esfumaron con los clavos, la cruz y la lanza. Con Jesús muerto mal se anda. Se les unió un caminante como compañero de camino. Ellos temían "ofuscada la mirada". Al preguntar qué les pasa, Cleofás con tono enojado casi le regañó por no estar al día de lo que ha pasado en la Ciudad Santa. Cuando resumen los hechos tan trágicos e impresionantes, el viajero les recordó que ya estaba previsto por los profetas. Al acercarse a la aldea, el caminante hace intención de proseguir. Cleofás y su amigo le insistieron: "Quédate con nosotros, que el día ya declina". El caminante accedió, entró con ellos en la casa, se sentó a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió en trozos, y se lo dio. En este instante le reconocieron. Ahora, desandar lo andado para decirle a los hermanos que las mujeres mañaneras tenían razón no es pesado, es alegría; avanzan en la noche tan seguros como a pleno día porque lucen mucho las estrellas, los pasos se han tornado ágiles y firmes, el corazón late con fuerza, el gozo se ha hecho vida. Notan la vehemencia de decir pronto a los otros que Jesús sí es el Mesías.Con Jesús Vivo bien se camina.
oremos
Confesamos, Señor, que sólo tú eres santo y que sin ti nadie es bueno, y humildemente te pedimos que la intercesión de San Cleofás venga en nuestra ayuda para que de tal forma vivamos en el mundo que merezcamos llegar a la contemplación de tu gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
San Sergio de Rádonezh
|
| |
Canonizado por el papa Nicolás V en 1449 quien, al proclamar sus virtudes, se hizo eco de la veneración que ya recibía y continúa dispensándole en Rusia, país del que fue originario y del que es su patrón. Nació en Rostov al inicio del siglo XIV en año impreciso; el arco fijado por diversas fuentes que incluyen fechas distintas se halla entre 1312 y 1322. Fue bautizado con el nombre de Bartolomé. Consciente de su dificultad para el aprendizaje, oraba a Dios para que abriese su mente. En medio de un hecho prodigioso que le aconteció, a través de un monje recibió la gracia solicitada. Su temprana vocación a la vida monástica no obtuvo la aprobación de sus padres que se mantuvieron firmes en su disconformidad hasta poco antes de morir, cuando él había entrado en la veintena. Entonces, junto a Esteban, su hermano mayor que compartía el mismo ideal, dejó la casa paterna y herencia en manos del benjamín y se dispuso a cumplir su sueño. Ambos eligieron como morada un lugar recóndito del bosque cercano al río Conchúry. Allí pusieron el signo monástico erigiendo una Iglesia y una humilde celda que dedicaron a la Santísima Trinidad; fue bendecida por el sacerdote Feognósto.
Esteban partió a Moscú para hacerse cargo de otro monasterio, y Sergio prosiguió empapándose de la soledad monástica, entregado a una intensa oración y ayuno siguiendo la estela de los antiguos monjes del yermo. Habiendo tomado el hábito que le entregó Mitrofan, abad de un monasterio, se esforzaba por seguir los pasos de los grandes eremitas del desierto, como san Antonio o san Juan Clímaco, entre otros. La gracia de Dios y el ejemplo de lucha contra toda clase de tentaciones que le dieron los venerables cenobitas le ayudaron a superar las suyas; afrontó múltiples dificultades y sorteó también muchos peligros. Los animales salvajes –hacia los que tuvo un don especial– le respetaban.
Los frutos de su penitencia y humildad se manifestaron de un modo inesperado para él. Aunque detestaba la notoriedad y quería mantener a resguardo su austera vida, no pudo evitar que muchos llegasen hasta allí queriendo emularle y seguir a Cristo bajo su amparo. Y es que la providencia esparcía las semillas del amor que había germinado en su corazón con el brillo inmarcesible de la humildad y el desasimiento de todo lo que impide correr en pos de la unión con la Santísima Trinidad. Rechazó la misión de abad hasta que en 1354 una voz interior le persuadió de que debía acoger sin reservas la voluntad de Dios. Instado por Él, dio respuesta a las peticiones de sus seguidores, convirtiéndose en fundador y abad del monasterio de la Santísima Trinidad. Predicaba con su virtuosa vida, además de hacerlo con su palabra, movido por gran celo apostólico y caridad. Oraba con tanta fe que siempre llovían del cielo las bendiciones paliando las necesidades de la austera comunidad. Hasta él llegaban personas confundidas que esperaban ver en él signos externos de opulencia. Y se encontraban con un hombre santo, humildemente cubierto por un más que remendado sayal, desempeñando modestas tareas. Al recibirles y hablarles, se obraban milagros que suscitaban un inmediato arrepentimiento y la conversión de sus corazones.
Sergio había sido agraciado con el don de las apariciones. En una de ellas la Virgen María le aseguró que los protegería a todos. También se le vaticinó que el monasterio sería favorecido con numerosas vocaciones. Muchos pedían su bendición y consejo. Entre ellos, el príncipe moscovita Dmitry Ivanovich, al que en 1380 ayudó en la famosa batalla de Kulikov contra los tártaros. Quiso que le acompañaran dos de sus monjes, que perecieron en la contienda. No había sido una decisión precipitada; sabía bien el riesgo que corrían. De hecho, cuando expuso su parecer al príncipe con valor y firmeza, consciente de que un discípulo de Cristo vive al límite en su ofrenda confiado en la gracia de Dios, le había dicho: «Si los enemigos quieren de nosotros el honor y la gloria se los daremos, si quieren plata y oro, se los daremos también; pero si por el nombre de Cristo, por la fe ortodoxa es necesario entregar el alma propia, entonces que la sangre corra».
En el entorno del convento fueron floreciendo nuevos moradores, y los monjes comenzaron a recibir limosnas y a extender su labor acogiendo a enfermos y peregrinos. Sergio tuvo que afrontar momentos internos de gran dificultad. No le agradaba el gobierno que había acogido por obediencia, hasta que la sublevación de algunos discípulos le instó a dejarlos, y se estableció nuevamente en el bosque, en soledad, a la vera del río Kirzhach. Allí vivió pocos años porque el metropolitano Alexis de Moscú, que le tenía en alta estima y le encomendó misiones diplomáticas para reconciliar a algunos príncipes, le rogó que volviera al convento. Cuando Alexis, deseoso de que el santo fundador le sucediese quiso condecorarle con la cruz de oro, símbolo de tan alta misión, Sergio la rechazó, diciendo: «Desde la infancia no usé oro, a la vejez con más razón quiero mantenerme en la humildad».
Su convento de la Santísima Trinidad fue bendecido por el patriarca Filofey quien aprobó también sus reglas. Antes de morir rogó a sus hermanos que las cumplieran escrupulosamente. Fue el insigne propagador del culto a la Santísima Trinidad. El conocido icono del monje Andrej Rubljow sobre este misterio –que pintó bajo el patriarcado de Nikon, sucesor de Sergio–, es heredero de sus enseñanzas. Este gran patrón de Rusia murió en Moscú el 25 de septiembre de 1392.
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario