93. La mundanidad espiritual, que
se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la
Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el
bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es
posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis
por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de
buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma
muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los
que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no
siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto.
Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que
cualquiera otra mundanidad simplemente moral».[71]
94. Esta mundanidad puede
alimentarse especialmente de dos maneras profundamente emparentadas. Una es la
fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo
interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y
conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el
sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus
sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de
quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores
a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a
cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o
disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en
lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en
lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar.
En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son
manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que
de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico
dinamismo evangelizador.
Reflexión:
15 de Enero
(RV).- (con audio) “No a la mundanidad espiritual”, afirma con fuerza el Papa en su Exhortación Apostólica. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo mismo –dice-. que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral».
Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente emparentadas, explica Francisco. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
(RV).- (con audio) “No a la mundanidad espiritual”, afirma con fuerza el Papa en su Exhortación Apostólica. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo mismo –dice-. que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral».
Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente emparentadas, explica Francisco. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
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