84. La alegría del Evangelio es esa
que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de nuestro
mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra
entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la
mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu
Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar
el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en
medio de la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque nos
duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el
mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor
generosidad. En ese sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato
Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11 de octubre de 1962: «Llegan, a
veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas
que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la
medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos
parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar
siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese
inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a
un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero
más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de
planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades,
aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia».[65]
85. Una de las tentaciones más
serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos
convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie
puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El
que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra
sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay
que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a
san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad»
(2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que
al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa
ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la
tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una
desconfianza ansiosa y egocéntrica.
86. Es cierto que en algunos
lugares se produjo una «desertificación» espiritual, fruto del proyecto de
sociedades que quieren construirse sin Dios o que destruyen sus raíces cristianas.
Allí «el mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra
sobreexplotada, que se convierte en arena».[66]
En otros países, la resistencia violenta al cristianismo obliga a los
cristianos a vivir su fe casi a escondidas en el país que aman. Ésta es otra
forma muy dolorosa de desierto. También la propia familia o el propio lugar de
trabajo puede ser ese ambiente árido donde hay que conservar la fe y tratar de
irradiarla. Pero «precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de
este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su
importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a
descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo
contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de
la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto
se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el
camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza».[67] En
todo caso, allí estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a
los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue
precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente
de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!
Reflexión:
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