52. La humanidad vive en este
momento un giro histórico, que podemos ver en los adelantos que se producen en
diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la
gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la salud, de la educación y de la
comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias
funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se
apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países
ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la
violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para
vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este cambio de época se ha
generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y
acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las innovaciones tecnológicas
y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y de la
vida. Estamos en la era del conocimiento y la información, fuente de nuevas
formas de un poder muchas veces anónimo.
53. Así como el mandamiento de «no
matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy
tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa
economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en
situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es
exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa
hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad
y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como
consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas
y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser
humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar.
Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no
se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de
algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a
la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la
periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son
«explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto, algunos
todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento
económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo
mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido
confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad
de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del
sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando.
Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder
entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la
indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante
los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos
interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos
incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el
mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas
truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de
ninguna manera nos altera.
Reflexión:
13 de diciembre
(RV).- (audio) En el apartado titulado: “Algunos desafíos del mundo actual”, el Papa señala que la humanidad vive en un momento histórico, de grandes adelantos en diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la gente, dice, sin embargo, no se puede olvidar tampoco que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y de la vida, pero que producen también una economía de la exclusión.
«No a una economía de la exclusión y la inequidad», dice el Papa. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
En este contexto, escribe Francisco, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.
(RV).- (audio) En el apartado titulado: “Algunos desafíos del mundo actual”, el Papa señala que la humanidad vive en un momento histórico, de grandes adelantos en diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la gente, dice, sin embargo, no se puede olvidar tampoco que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y de la vida, pero que producen también una economía de la exclusión.
«No a una economía de la exclusión y la inequidad», dice el Papa. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
En este contexto, escribe Francisco, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.
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