41. Al mismo tiempo, los enormes y
veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para
intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir
su permanente novedad. Pues en el depósito de la doctrina cristiana «una cosa
es la substancia […] y otra la manera de formular su expresión».[45]
A veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles
reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo que no
responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de
comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas ocasiones
les damos un falso dios o un ideal humano que no es verdaderamente cristiano.
De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no entregamos la substancia.
Ése es el riesgo más grave. Recordemos que «la expresión de la verdad puede ser
multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para
transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado».[46]
42. Esto tiene una gran incidencia
en el anuncio del Evangelio si de verdad tenemos el propósito de que su belleza
pueda ser mejor percibida y acogida por todos. De cualquier modo, nunca
podremos convertir las enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente comprendido
y felizmente valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto de cruz,
alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión. Hay cosas que sólo
se comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor, más allá de
la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos. Por ello, cabe
recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud evangelizadora
que despierte la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y el testimonio.
43. En su constante discernimiento,
la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente
ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la
historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no
suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el
mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de
revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber
sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza
educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los
preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos».[47]
Citando a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia
posteriormente deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a
los fieles» y convertir nuestra religión en una esclavitud, cuando «la
misericordia de Dios quiso que fuera libre».[48]
Esta advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene una tremenda actualidad.
Debería ser uno de los criterios a considerar a la hora de pensar una reforma
de la Iglesia y de su predicación que permita realmente llegar a todos.
44. Por otra parte, tanto los
Pastores como todos los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un
camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña
el Catecismo de la Iglesia católica: «La
imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e
incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el
temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o
sociales».[49]
Por lo tanto, sin disminuir el
valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las
etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a
día.[50]
A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de
torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el
bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser
más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus
días sin enfrentar importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y
el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona,
más allá de sus defectos y caídas.
45. Vemos así que la tarea
evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias.
Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto
determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar
cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y
se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca
se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez
autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no
renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del
camino.
Reflexión:
10 de diciembre
(RV).- (audio) En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas, recomienda el Papa Francisco. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos». Citando a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles» y convertir nuestra religión en una esclavitud». Esta advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación que permita realmente llegar a todos.
Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, afirma Francisco, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día. A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas.
Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites. Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino.
(RV).- (audio) En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas, recomienda el Papa Francisco. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos». Citando a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles» y convertir nuestra religión en una esclavitud». Esta advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación que permita realmente llegar a todos.
Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, afirma Francisco, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día. A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas.
Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites. Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino.
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