81. Cuando más necesitamos un
dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el
temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de
escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha
vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las
parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo
semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo
personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente
preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un
veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca a la
misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el
fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una acedia paralizante.
82. El problema no es siempre el
exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las
motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga
deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen.
No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en
definitiva, no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos orígenes.
Algunos caen en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas
lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de
los procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a algunos
proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder el
contacto real con el pueblo, en una despersonalización de la pastoral que lleva
a prestar más atención a la organización que a las personas, y entonces les
entusiasma más la «hoja de ruta» que la ruta misma. Otros caen en la acedia por
no saber esperar y querer dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso
de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que
signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se gesta la mayor amenaza,
que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual
aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va
desgastando y degenerando en mezquindad».[63]
Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los
cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o
consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza
dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los
elixires del demonio».[64]
Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas
que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo
apostólico. Por todo esto me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría
evangelizadora!
Reflexión:
28 de Diciembre
(RV).- (con audio) Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, argumenta el Santo Padre Francisco en el punto 81, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil conseguir catequistas capacitados. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos.
El problema, escribe el Papa, no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos caen en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder el contacto real con el pueblo, que lleva a prestar más atención a la organización que a las personas. Otros no saben esperar y quieren dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente la contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.
Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad». Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón». Llamados a iluminar y a comunicar vida, se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!
(RV).- (con audio) Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, argumenta el Santo Padre Francisco en el punto 81, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil conseguir catequistas capacitados. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos.
El problema, escribe el Papa, no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos caen en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder el contacto real con el pueblo, que lleva a prestar más atención a la organización que a las personas. Otros no saben esperar y quieren dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente la contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.
Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad». Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón». Llamados a iluminar y a comunicar vida, se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!
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