San Justino Flavia
San Justino
Mártir, nació en Flavia Nápolis. Fue el primer apologista cristiano, laico. Como buscador incansable de la verdad, profundizó principalmente en el sistema de los estoicos, los pitagóricos y de Platón. Tuvo un encuentro que le motivó a estudiar «una filosofía más noble» que las que él conocía. Así, comenzó a estudiar las Sagradas Escrituras y a informarse sobre el cristianismo.
San Justino tenía 30 años cuando se convirtió al cristianismo. Recorrió varios países discutiendo con los paganos, los herejes y los judíos sobre la fe. Los escritos de Justino mártir que han llegado completos hasta nosotros son las dos Apologías y el Diálogo con Trifón. En la primera Apología, San Justino protesta contra la condenación de los cristianos por razón de su religión o de falsas acusaciones.
En ella fundamenta que es injusto acusarlos de ateísmo y de inmoralidad, ya que son ciudadanos pacíficos, cuya lealtad al emperador se basa en sus mismos principios religiosos.- La segunda Apología es un apéndice de la primera. En su tercer libro, el mártir hace una defensa del cristianismo en contraste con el judaísmo, bajo la forma de diálogo con un judío llamado Trifón. San Justino se negó a la orden dada por Crescencio de ofrecer sacrificios a los ídolos y, confesando valientemente a Cristo, fue condenado por el juez a morir decapitado.
Oremos
Dios nuestro, que enseñaste a San Justino a descubrir en la locura de la cruz la incomparable sabiduría de Jesucristo, concédenos, por la intercesión de este mártir, la gracia de alejar los errores que no cercan y de mantenernos siempre firmes en la fe. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
Beato Juan Bautista Scalabrini | |||||||||||||
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Nació en Fino Mornasco, Como, Italia, el 8 de julio de 1839. Pertenecía a una familia de clase media. Era el tercero de ocho hermanos. El rezo comunitario del rosario, la devoción materna por Cristo crucificado y por María, entre otras, fueron lecciones inolvidables que aprendió en su hogar, aunque en sus hermanos calaron de forma desigual. Uno estuvo a punto de ser encarcelado por temas económicos, y otro tuvo que emigrar perdiendo la vida en la travesía. Los restantes destacaron en la política y en la universidad. Sus hermanas estuvieron cerca de él. Una alumbró a dos sacerdotes, y la benjamina respaldó generosamente sus proyectos y fue artífice de otros. Por su afán en compartir la fe con sus amigos, mientras estudiaba en el Instituto, se veía que estaba abocado a la consagración. A los 18 años su padre le condujo al seminario. Fue ordenado en 1863 con un expediente impecable, impregnado de su grandeza humana y espiritual. Versado en ciencias modernas, políglota, inquieto e inteligente, cifró su afán evangelizador en el continente asiático. Contaba con la bendición materna que rogó hincándose de rodillas. Pero el prelado le disuadió diciéndole: «Tus Indias están en Italia». Comenzó siendo coadjutor de una modesta parroquia, misión breve porque el obispo pronto le encomendó otras. En 1867 se produjo una epidemia de cólera y por su heroica acción con los damnificados fue galardonado civilmente. Ese mismo año fue designado vicerrector del seminario; sería también su rector. Allí ejerció la docencia.
En esa época tomó contacto con el beato Luigi Guanella, que se ocupaba de los migrantes, y con dos científicos: Serafino Balestra, admirable por su labor con los sordomudos, y Antonio Stoppani que era, además, escritor. Los tres dejaron su huella en él. Y otro tanto sucedió con Jeremías Bonomelli, entonces arcipreste de Lovere, que sería nombrado obispo. Ambos se influenciaron entre sí compartiendo similares afanes. En 1870 fue nombrado párroco de San Bartolomé. Su quehacer apostólico y formativo era extraordinario. Fundó un jardín de infantes, promovió la obra de San Vicente destinada a niños enfermos y creó un oratorio para jóvenes. Se ocupó de los sordomudos a los que ayudó de manera decisiva aplicando el método fonético de su amigo Balestra. Y, además, se implicó activamente en temas socio-laborales teniendo siempre como trasfondo el elemento espiritual. Allí escribió un catecismo para niños y dictó una serie de conferencias sobre el Concilio Vaticano I que no pasaron desapercibidas para Pío IX. No tenía más que 36 años cuando ocupó la sede episcopal de Piacenza a la que fue elevado en 1876. Durante casi tres décadas actuó como un pastor infatigable, ejemplar. Tenía la agenda repleta con la administración de sacramentos, predicación, asistencia y educación al clero y a su grey. Visitó cinco veces las 365 parroquias de la diócesis a pie o a caballo, ya que aún no había llegado el progreso. Realizó tres sínodos, reformó los estudios eclesiásticos, consagró doscientas iglesias, etc. Y se preocupó por infundir en todos el amor por la comunión frecuente y la Adoración Perpetua. En 1895, junto al P. Giuseppe Marchetti, fundó la congregación de Hermanas Apóstoles del Sagrado Corazón.
Pero su acción más representativa la llevó a cabo con los emigrantes. Conocía perfectamente el drama del éxodo de los que partían de Italia con el ideal americano en sus corazones y la esperanza de una vida mejor. Muchos hallaron frustrados sueños y fe. Viendo el peligro que corrían de perderla, en 1887 instituyó la congregación de los Misioneros de San Carlos (Scalabrinianos), aprobada por León XIII, para darles asistencia religiosa y humana. A él se debe el traslado de santa Francisca Javier Cabrini a América en 1889 para socorrer a niños, huérfanos y enfermos italianos. El beato nunca abandonó a sus emigrantes. Visitó a los que se hallaban en América del Norte y del Sur en dos ocasiones. Su consigna fue: «Hacerme todo a todos para ganarlos a todos para Cristo». Y ciertamente lo consiguió. Tuvo dilección por los pobres, especialmente los «vergonzosos» –personas que gozaron de gran posición venidos a menos por la crisis–, así como por los prisioneros. Fundó un instituto para sordomudos, organizó la asistencia a las obreras del arroz, impulsó la sociedad de mutuo socorro, asociaciones de obreros, cajas rurales y cooperativas. Con sus propios bienes rescató del hambre a millares de campesinos y obreros. Para ello vendió sus caballos, así como el cáliz y la cruz pectoral obsequios de Pío IX. Fue el creador del primer Congreso catequético nacional, y fundador de la primera revista italiana de catequesis. ¿El secreto? Sus numerosas horas de adoración ante el Santísimo Sacramento. Decía que la oración «es la parte más viva, más fuerte, más poderosa del apostolado». Era un apasionado de la cruz que solía apretar junto a su pecho suplicando: «Haz que me enamore de la cruz», y de María, de la que hablaba con vehemencia en las homilías que pronunciaba. Impulsor de las peregrinaciones a santuarios marianos, donó las joyas de su madre para coronar a la Virgen. A su paso fue dejando el sello de su amor por la Iglesia y el pontífice. Llevaba trazada en sus labios la bendición del perdón. Es memorable y profético el discurso que pronunció en el «Catholic Club» de Nueva York en 1901 sobre la emigración. El 1 de junio de 1905 falleció agotado por tantas fatigas. Antes exclamó: «¡Señor, estoy listo. Vamos!». Juan Pablo II lo beatificó el 9 de noviembre de 1997 denominándolo «mártir de la verdad», aunque ya era mundialmente conocido como el «padre de los Migrantes», y «apóstol del Catecismo», título otorgado por Pío IX. En 1961, alumbradas por su enseñanza, nacieron las Misioneras Seglares Escalabrinianas.
San Iñigo.
En concordancia con la calenda antigua del cenobio pirenaico de San Juan de la Peña no se encuentra documento alguno, escrito o cultual, a lo largo de nueve siglos que haya sugerido para San Iñigo patria diversa de Aragón y Calatayud. Gráficamente expresaba esta realidad una representación escénica del siglo XVI en honor de San Iñigo, cuando un actor en figura de demonio sugería a su príncipe: "Sábete, gran Belcebú, — que este Santo venerado — que en Oña está sepultado — era de Calatayú".
Los escritores y el pueblo bilbilitano han fijado la casa natal de San Iñigo en el barrio de los Mozárabes, donde la actual iglesia benedictina, un barrio indefenso que hacia el año mil aguantaba sobre sí los cerros fortificados de los invasores sarracenos y a sus lados el ambiente hebreo que tantas lápidas ha legado. Pocos años después de la muerte de San Iñigo existía ya allí un monasterio benedictino.
Al carácter de San Iñigo en esta primera juventud dedicó su discípulo el abad Juan de Alcocero una sola frase, pero de honda sugerencia: "Fue suave y manso aun cuando estaba en la soberbia del siglo".
Tobed de Calatayud, con su cueva y su culto a la Virgen, es un nombre enlazado en el recuerdo bilbilitano a la retirada de San Iñigo hacia la soledad.
También el monasterio de San Juan de la Peña consideraba a San Iñigo de su escuela y lo resalta en su calenda: “Iñigo, monje del monasterio de San Juan Bautista". Eran los años del implantarse, en los monasterios del viejo reino navarro, la reforma benedictina que el recoleto Paterno y sus compañeros enviados por Sancho III el Mayor habían aprendido y practicado en Cluny.
Un manuscrito inédito del archivo oniense compendia así la estancia de San Iñigo en el monasterio pirenaico: "Tomó el hábito de monje en el monasterio real de San Juan de la Peña, el cual poco había que el rey don Sancho el Mayor había ilustrado. Y después de haber vivido en el dicho monasterio algún tiempo, con beneplácito y voluntad de sus superiores, salió a vivir a los desiertos imitando a los Santos Padres".
El prestigio firme de San Iñigo por este tiempo es su vida oculta y anacoreta. Cada documento anterior presenta un nuevo rasgo hagiográfico: "En los comienzos de su edad dispuso de servir a Dios todopoderoso, ayudándole su gracia. Y porque esto más a su voluntad pudiese hacer, estaba apartado fuera de todo poblado en un monte, adonde en una cueva hacía vida de ermitaño y solitaria; y allí estuvo algunos años morando en hábito de monje, mortificando su carne con trabajos de vigilias, ayunos y oraciones.
"Durante muchos años llevaba una vida de rigidísima aspereza en la soledad de los montes en hábito de monje, preclaro en opinión de santidad."
"Su célebre fama resonaba lejos y ampliamente y con frecuentes milagros."
"Y oyendo los moradores comarcanos su santidad iban a verlo con gran devoción y recibían de él muy saludables consejos y amonestaciones, y con su ejemplo muchos menospreciaban el mundo y entraban en religión."
Todos estos detalles de los viejos documentos, aun a través de su dura corteza latina, configuran la primera imagen histórica de San Iñigo: Carácter de apacibilidad externa y empuje interior para entregarse a Dios en los rigores y dulzuras contemplativas de la vida eremítica y para entregarse a los hombres desde su cueva y con su hábito monacal como guía y modelo de vida perfecta.
Mientras tanto, en un bravío recodo de las estribaciones cantábricas que encuñan de roquedales la vieja astilla burgalesa, el conde don Sancho de Calatañazor, nieto de Fernán González, había aplomado un monasterio con robusta silueta románica de retiro y fortín.
Lo entregaba como dote a Tigridia, "nuestra hija dulcísima", que fue la más popular abadesa de este monasterio benedictino de religiosas con capellanía de monjes. La generosa carta fundacional del conde don Sancho de Castilla es del año 1011. La abadesa infanta quedó para la posteridad como Santa Tigridia y su epitafio se escribió sobre un altar de la iglesia de San Salvador de Oña.
Posteriormente a la abadesa Tigridia la observancia religiosa aparece lánguida en el cenobio del conde. Su yerno Sancho III el Mayor de Navarra, primer emperador de las Españas reconquistadas, con facultad pontificia y de los obispos de sus dominios, suprime la Comunidad de monjas e introduce monjes de la regla cluniacense el año de 1033.
El primer abad de la Oña cluniacense fue dom García, pero su prelatura sólo duró dos años incompletos. Lo demás lo transmite en este castellano primaveral una Memoria antigua y abreviada del archivo de Oña:
"Quedó este Monasterio de Oña sin Pastor. E cobdiciando el Noble Rey darle Regidor e que la nueva planta, que había ordenado, permaneciese siempre en mayor virtud y santidad, finalmente, la fama (que casi todas las cosas quenta) vino a las sus Orejas de este piadoso Rey, e fuele dicho la vida santa y loable, que el Bienaventurado S. Iñigo facía, y habiendo el su Consejo con varones sabios e discretos, que consigo siempre traía, envió a rogar con ellos a este Santo Varón que le pluguiesse vinirse para él, porque le quería encomendar el regimiento de este su Monasterio de Oña; porque con su exemplo, y la buena vida, los Monges que aquí estaban, fuesen informados en toda Santidad.
"E como el bienaventurado S. Iñigo a los primeros y segundos Mensageros respondiesse que lo non faría en ninguna guisa, en fin viendo el Noble Rey la su voluntad, el mismo Rey olvidando su dignidad Real, fue en persona a le rogar que sí quisiesse venir, e después que se hobo mucho excusado, en la conclusión constreñido por la devoción del Rey hóbolo de aceptar contra toda la su voluntad. E assí fue este Santo varón ordenado por Abad de este Monasterio de Oña, de común consentimiento y clamor de todos los sus Monges, según que la Regla de nuestro bienaventurado Padre S. Benito lo dispone y ordena, e con grande aplauso, beneplácito e gusto del dicho Señor. Rey que a todo fuesse presente".
El manuscrito de fray Iñigo de Barreda redondea de monaquismo el llamamiento de Sancho el Mayor con esta composición de escena: "obligado de las exhortaciones del Rey y assimismo de los mandatos de su Abad de la Peña (porque entrambos estaban presentes y le hacían las debidas instancias), temiendo desagradar a Dios si resistía a su vocación, aceptó el cargo y dexó el consuelo de aquellos riscos, testigos de sus penitencias, con harto desconsuelo suyo y de aquellos sus Hermanos y Compañeros Monjes, y... vino a descender de las montañas de Xaca para levantar las de Burgos".
Ciertamente, el nombramiento de abad de Oña recayó sobre San Iñigo con anterioridad al 21 de octubre de 1034, fecha en que confirma una donación de Sancho el Mayor al monasterio de Leyre con la fórmula “Enneco Abbas Honiensis".
El gobierno interno de San Iñigo aparece en el juicio de su discípulo fray Juan de Alcocero como de una paternalidad discreta, espiritual y popular: "No vivió para sí solo, sino para nosotros, porque todo el día estaba él para nosotros. Nunca se indignó de manera que en su indignación olvidase la benignidad; y no podía airarse un hombre que despreciaba las injurias y evitaba los rencores. Nunca juzgó sin comprensión, como quien sabía que el juicio de los cristianos ha de ir revestido de misericordia. El Espíritu Santo otorga su don de justicia a los más benignos, y concede a los suyos tanta equidad y justicia como gracia y piedad; de ahí que nuestro padre Iñigo guardaba rectitud al examinar lo justo y misericordia al decidir la sentencia. En la solicitud de su monasterio e iglesias imitó la fe y caridad de todos los apóstoles, obispos y abades".
Con razón alude el discípulo ferviente al cuidado de "las iglesias". Al entrar San Iñigo en Oña recibía la prelatura de una verdadera diócesis y el gobierno —según aquel tiempo feudal— de un auténtico señorío. Las escrituras comprueban ciento cincuenta nombres de iglesias y pertenencias que tenía que regir el abad Iñigo en diáspora caprichosa por las actuales provincias de Burgos, Logroño, Palencia y Santander. Todas estas solicitudes del obligado feudalismo de entonces imponían al anacoreta aragonés, ya en plena madurez de vida, largos y penosos viajes. Su firma de prestigio se repite con frecuencia en los documentos monásticos y reales de la época. Y su presencia aparece frecuentemente junto al rey navarro García, hijo de Sancho el Mayor, lo mismo en las tierras riojanas de Nájera, su corte, que en la fratricida batalla de Atapuerca, a cuatro leguas de Burgos, donde sucumbió traidoramente Don García, que vino a morir en los mismos brazos y oraciones de San Iñigo. San Iñigo no se separó de su rey, lo mismo anteriormente en el sitio victorioso de Calahorra que en su desastre de Atapuerca, hasta confiarlo al sepulcro en Santa María la Real de Nájera. Los esfuerzos pacifistas de San Iñigo hasta el momento mismo de la batalla tenían razón. Por eso la actuación de San Iñigo dejó invariable el afecto de Fernando I de Castilla hacia el capellán de su hermano, como aparece en diversas donaciones mutuas, especialmente en las hechas en 1063 cuando fue convocado San Iñigo a León para recibir el cuerpo de San Isidoro.
A pesar de esta obligada dispersión, las primeras atenciones pastorales de San Iñigo se centraban en su monasterio de Oña. Y con éxitos reconocidos. "La santa regla —repiten insistentemente los monjes onienses— se observaba sin interpretación, sin dispensa, sin privilegio. El silencio era silencio, el ayuno, ayuno; la clausura, clausura; y todo en aquel peso y medida del santo legislador. Con tal pastor era el rebaño como él."
Y hablan de aquel monje de agrio carácter que termina reducido y blando ante la psicología y oraciones paternales del santo abad. Y de su bendición manifiesta sobre los campos y vecinos de Oña. Y del castigo sensacional de aquellos dos hidalgos que injuriaron a San Iñigo y al día siguiente, sin causa, se agredían entre sí con sus espadas para perecer ambos locamente bajo sus mutuas heridas. Y ante el pueblo vibrarán con aureola legendaria la serenidad, la oración y la hoguera de San Iñigo para aniquilar un fantaseado serpentón y el espectáculo ridículo del "jorobado de Tamayo", atribuido a su mala intención de pastor al meter su ganado en la viña del monasterio recién plantada por el abad junto al río.
"Abrió sus alhóndigas a los pobres y sus despensas a todos los que venían a él. A cuántos levantó que estaban oprimidos. A cuántos puso en libertad que estaban cautivos. Con una sola diligencia enjugaba las lágrimas de los deudores y renovaba el gozo de los acreedores." Así comenta la acción social de San Iñigo su discípulo fray Juan de Alcocero.
Y la voz popular no teme envolver en prodigios su veneración por San Iñigo. La parálisis remediada del conde leonés Gonzalo Muñiz, de un peregrino traído de más allá de los Pirineos y de un mendigo tendido ante las tapias de la huerta del monasterio. El hijo concedido a las oraciones de San Iñigo para una mujer atribulada sin familia después de quince años de matrimonio. La vista restituida a una humilde joven. Diversos casos mentales extraños totalmente normalizados. Lluvias conseguidas. Hambres subsanadas.
Eran tiempos de reconquista, y la caridad de San Iñigo tuvo que suavizar las frecuentes refriegas entre los barrios moros y cristianos, próximos al monasterio. Cierto día en que la composición ofrecida por San Iñigo fue aceptada por ambos bandos, menos por el jefe moro, se trabó la batalla y sólo pereció el jefe disconforme, según el prenuncio del abad, que pronto logró cristianar con sus monjes aquellos rescoldos agarenos.
"El caminante pobre cantando va entre los salteadores", respondió San Iñigo, con el proverbio latino en su granja de Solduengo a unos ladrones que le habían cercado inútilmente toda la noche; y, al replicarle ellos que, si no la bolsa, al menos le podrían quitar la vida, les respondió que para él quitarle la vida era sólo quitarle de muchos cuidados. Y su entereza cristiana fue el comienzo de una amistad que acabó con el arrepentimiento y la disolución de aquella banda temida. Otra famosa conversión del apostolado de San Iñigo, fue la de un bandido profesional, causante de verdaderas batallas campales entre dos pueblos vecinos al monasterio.
Pero la flor más perfecta de la dirección espiritual de San Iñigo fue San Adón, o, como el mismo se firmaba "Atto, Aukensis episcopus"; Ato, obispo de Oca y Valpuesta, por los años de 1034 y 1039. San Adón, dejando sus obispados, se puso bajo la obediencia de San Iñigo, quien le asignó un eremitorio en los montes de la Peralada junto a la aldea del Portillo de Busto. Su fama de santidad perdura juntamente con su sepulcro en el monasterio de Oña, donde fue enterrado por el mismo San Iñigo, que le sobrevivió casi quince años.
La estampa final de la vida de San Iñigo se aromatiza de un lirismo de romance místico. Los manuscritos monásticos detallan la misma narración fundamental. "Había salido San Iñigo a visitar las iglesias que tenía a su cargo. En Solduengo se sintió enfermar gravemente. Al ser llevado al monasterio de noche le pareció que iban delante dos muchachos con hachas encendidas. Compadeciéndoles el varón de Dios la fatiga del camino, pues creía que eran muchachos cuando en realidad eran ángeles, vuelto a los circunstantes les exhortaba a que aliviasen a los muchachos, cuando nada semejante veían los que le acompañaban, sino sólo una gran claridad. Todos los monjes recibieron al abad moribundo. San Iñigo les daba saludables consejos de amor, hermandad y observancia. Pidió y recibió los auxilios sacramentales humilde y devotamente y, como despedida y promesa de amparo, dio su última bendición de padre y abad."
Era el 1 de junio de 1068. Los arrebatos sin tasa del discípulo Juan de Alcocero en el sermón de honras fúnebres recogen el ambiente de aquel entierro "en la claustra vieja": "Vimos cómo se nos quita el justo sin que la mente se haga a ello. ¿Qué lugar hay en la tierra que no se haya conmovido con el tránsito de nuestro santísimo padre Iñigo?"...
En una arqueta de plata y piedras preciosas se conservan en la iglesia de Oña las reliquias de San Iñigo, el Patrono medieval de los cautivos, que enrejaron de exvotos su altar; el Patrono de Calatayud y de Oña. Su popularidad taumatúrgica le siguió durante los siglos de la Reconquista y del esplendor de España, cuando todas las familias nobles imponían a alguno de sus hijos el nombre del abad de Oña. Iñigo de Loyola se llamaba el fundador de la Compañía de Jesús y un autor de fines del siglo, XVI llama al abad de Oña San Ignacio de Calatayud. Dos nombres y dos símbolos fundidos de un cristianismo apostólico, entero y perenne.
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