La hija de san Pedro
Pedro, pues, estaba casado, y aunque en los textos del Nuevo Testamento no se alude a su descendencia, nada impide pensar que en verdad la haya tenido. Al contrario, su hija entra claramente en escena, aunque sin nombre, más tarde, en un fragmento copto (siglo IV o V) perteneciente a un texto griego apócrifo, los Hechos de Pedro, escritos a fines del siglo II. “¿Por qué no has ayudado a tu hija, virgen, que se ha convertido en una muchacha hermosa y ha creído en el nombre del Señor? Ves, tiene un costado completamente paralizado y está acostada allá, en un rincón, impotente. Vemos a los que has sanado, pero por tu hija no has hecho nada”, dice la multitud al apóstol, como reprochándolo.
A partir de ahí el relato comienza un recorrido dramático: para demostrar que para Dios todo es posible, Pedro logra la curación de la muchacha, pero solo por un momento, e inmediatamente después le ordena volver a su estado anterior. Luego, ante el llanto y las súplicas de los presentes, explica que su hija se había quedado paralizada precisamente a causa de sus oraciones, tras haber sido secuestrada por el riquísimo Tolomeo, que finalmente la devolvió a sus padres. “Nos la llevamos, alabando al Señor porque había protegido a su sierva de la violencia, el oprobio y la corrupción. Por eso la muchacha se encuentra en este estado”, concluye el apóstol. El pretendiente rico se arrepiente y, al morir, deja en el testamento un terreno a la muchacha. Pedro lo vende, no se queda con nada ni para él ni para su hija, y distribuye todo a los pobres.
Texto de origen gnóstico, los Hechos de Pedro muestran en este episodio una concepción negativa y, en consecuencia, una desvalorización radical del cuerpo, de la dimensión sexual y del matrimonio. Es una tendencia acentuada por la alusión al mismo episodio en otro apócrifo griego, los Hechos de Felipe, escritos en griego y fechados al comienzo del siglo IV: “Pedro, el jefe, escapaba de todos los lugares donde había una mujer. Además, se escandalizaba a causa de su hija, que era muy hermosa. Por eso rogó al Señor, y se quedó paralizada en un costado, de manera que ya no podía ser seducida”.
Una corrección de la leyenda gnóstica en sentido ortodoxo se verifica en el siglo VI, cuando en la Pasión de los santos Nereo y Aquileo aparece el nombre de Petronila (que remite por asonancia al de Pedro), curada por su padre y después pretendida como esposa por el pagano Flaco. Este muere al cabo de tres días, y así la muchacha se libera de un matrimonio no deseado. En la segunda mitad del siglo XIII esta última versión se insertó en la Leyenda áurea del dominico Jacopo de Varazze y tuvo gran difusión: la parálisis pierde fuerza y se convierte en fiebre, Pedro cura perfectamente a su hija, que después muere y así logra eludir la obligación de casarse. De ahí la iconografía, hasta la pintura de Guercino.
Hija mujer que muere sin descendencia, en la baja Antigüedad Petronila manifiesta con su historia el rechazo de cualquier pretensión dinástica en la sucesión del Apóstol, precisamente mientras severas disposiciones prohíben la designación del sucesor por parte del Obispo de Roma en funciones. Mientras tanto, la presencia de la tumba de una tal Petronila, “hija dulcísima”, en el cementerio de Domitila, sugiere la identificación con la hija del Apóstol, así como la dedicación de una basílica cercana. En cambio, nadie parece notar el fresco que en la misma catacumba representa a una joven cristiana mártir, Petronila, que introduce en el paraíso a otra mujer, Veneranda.
Pasa el tiempo y, promediando el siglo VIII, para sostener simbólicamente la alianza estratégica con los soberanos francos, el sarcófago de Petronila es trasladado a la basílica que Constantino hizo construir sobre la tumba del Apóstol, a un pequeño mausoleo teodosiano que se convierte en lugar de culto de los nuevos protectores de la sede romana. Así, desde entonces, a la hija de san Pedro se une la “hija primogénita de la Iglesia”. En efecto, será un cardenal francés el que pagará a un jovencísimo escultor florentino, Miguel Ángel Buonarroti, una admirable Piedad, que será colocada en la antiquísima capilla, después demolida. Pero la nueva basílica acogerá, a la derecha del altar berniniano de la cátedra, el altar en honor de santa Petronila. Y aunque la modernidad parece oponerse al vínculo con Francia, son precisamente sus embajadores ante la Sede apostólica, desde Chateaubriand hasta los representantes de la República, sin distinción, quienes lo mantendrán vivo hasta la reanudación, a mediados del siglo XX, de la misa anual en honor de una muchacha misteriosa, cuyo testimonio cristiano, sin embargo, perdura seguramente tras las huellas de Pedro.
Giovanni Maria Vian (1952), profesor de Filología patrística en la Universidad La Sapienza, estudió, sobre todo, el judaísmo y el cristianismo antiguos, la historia de la tradición cristiana y el papado contemporáneo. Desde 2007 es director de L’Osservatore Romano
No hay comentarios:
Publicar un comentario