15 de mayo
Hablando de la
predicación, el Papa Francisco recuerda que «la proclamación litúrgica de la
Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es
tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios
con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y
propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza». Hay una valoración
especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a
toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo,
antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya
está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el
corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de
Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar
fruto.
La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de
los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la
celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro
del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y
evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de
mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve
más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara
demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la
armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro
del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se
entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la
celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la
asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía
que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un
lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
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