Magdalena, mánager espiritual· La santa del mes contada por Gianpaolo Romanato ·
La Revolución francesa comportó un cambio radical en el papel de la mujer en el seno de la Iglesia. En el mundo prerrevolucionario existía una sola figura de mujer consagrada: la monja, que renunciaba al mundo y se aislaba entre las paredes del monasterio. Pensemos en la monja de Monza, de Alejandro Manzoni, que no solo es una gran creación literaria sino también un ejemplo concreto de la condición jurídica femenina del aquel tiempo. En cambio, el mundo posrevolucionario, suprimiendo muchos monasterios, cancelando el valor público de los votos e introduciendo a las religiosas en el marco del derecho común, les planteó la necesidad de examinar su papel no solo en términos de aislamiento, sino también de utilidad social.
Ese examen dio vida a una figura nueva, que antes no existía, y es la religiosa, es decir, la mujer que no se aparta del mundo sino que se sumerge en él, sobre todo donde la necesidad es más aguda: asilos, escuelas, hospitales, cárceles, discapacidad, marginación, misiones en países lejanos, etc. La Iglesia dejó de ser un cómodo refugio social y se convirtió en instrumento de elevación interior al servicio de los más humildes.
En el origen de este cambio se encuentra una aristócrata de antiguo abolengo, descendiente de una de las familias nobles italianas más prestigiosas: Magdalena de Canossa. Nació en 1774 en Verona, ciudad que en aquel período no solo estaba viviendo acontecimientos revolucionarios, sino que también estaba dividida en dos partes: en la orilla derecha del río Adigio se asentaron los franceses, mientras que en la izquierda, los austríacos. Así, citando una aguda observación de Cornelio Fabro, Verona se convirtió en el punto geográfico de mayor fricción entre lo viejo y lo nuevo.
Quizá por este motivo en Verona nacieron juntas, durante el siglo XVIII, en particular en la primera mitad, nuevas congregaciones religiosas de vida activa y no contemplativa: los estigmatinos (a la que pertenecía Fabro), los mazzianos, los combonianos, las Religiosas de la Misericordia de Carlos Steeb, el instituto de Antonio Provolo, dedicado a la recuperación de los sordomudos, etc. En medio de las necesidades sociales cada vez más urgentes y la transferencia de riqueza mucho más veloz que en el pasado, Verona, con mayor frecuencia que cualquier otra ciudad, fue el foco de crisis de conciencia que conmovieron la vida de las personas y su modo de relacionarse con Dios.
La marquesa Magdalena de Canossa fue una de esas personas. Intentó recorrer el camino de la vida claustral con las carmelitas, pero su vocación era buscar a Dios en el prójimo, no en la soledad. Como a todos los creadores de gran iniciativa caritativa, no le resultó fácil ni en su propia familia ni en la Iglesia veronesa. Sin embargo, su tenacidad fue más fuerte que la resistencia, y entre 1808 y 1835, el año de su muerte, nacieron y florecieron sus casas, a partir de la primera, en el barrio San Zeno, el más pobre y desfavorecido de la ciudad.
En menos de treinta años las Hijas de la Caridad, Siervas de los Pobres –esta es la denominación canónica de las religiosas canossianas–, se propagaron con mucha rapidez, no solo en diferentes ciudades del Véneto sino también de la Lombardía, y en pocos años obtuvieron la aprobación civil y religiosa, hasta el reconocimiento pontificio, que llegó en 1828. Después, a partir de la segunda mitad del siglo, comenzaron a difundirse en el extranjero, y hoy son una especie de “multinacional” de la caridad presente en los cinco continentes.
La causa de ese crecimiento extraordinario, que implicó tanto a humildes muchachas del pueblo como a mujeres de la alta sociedad de aquel tiempo –la hermana de Antonio Rosmini, Margarita, entró en el instituto canossiano y fundó en 1828 la casa de Trento–, fue seguramente el ascendiente espiritual de Magdalena, pero también una actitud de mando –de gerencia, diríamos hoy– que siempre debió formar parte del genio de su familia.
Su familia llegó a orillas del Adigio en el siglo XV, y en el XVI se estableció en el palacio –precisamente el palacio Canossa, proyectado por Sanmicheli y pintado al fresco por Tiepolo (los frescos se perdieron)– que se convirtió en el edificio más importante de la ciudad. En 1822 dicho palacio albergó a los representantes de las mayores potencias que participaron en el Congreso de Verona, convocado para pacificar el continente. Y dos sobrinos de Magdalena dominaron la ciudad durante gran parte del siglo XIX: el cardenal Luis fue obispo de la misma durante cuarenta años, mientras que el marqués Octavio presidió el ayuntamiento bajo los austríacos y fue uno de sus ciudadanos más prestigiosos.
En esta familia potente, acostumbrada a sobresalir, con influencias y relaciones por doquier, Magdalena –su madre era una aristócrata húngara– no solo recibió una educación refinada, sino también la capacidad de concebir y gestionar empresas exitosas. A todo esto añadió su carisma personal: administrar una gran fortuna terrena, poniéndola al servicio no de la gloria mundana, sino de una gigantesca obra de caridad.
Gianpaolo Romanato (1947) enseña Historia contemporánea e Historia de la Iglesia moderna y contemporánea en la Universidad de Padua y es miembro del Comité pontificio de Estudios Históricos. Entre otras obras, escribió: Pio X. La vita di Papa Sarto (1992); L’Africa nera fra Cristianesimo e Islam. L’esperienza di Daniele Comboni(2002); L’Italia della vergogna nelle cronache di Adolfo Rossi (2010); Giacomo Matteoti. Un italiano diverso (2011). Está a punto de ver la luz: Pio X. Alle origini del cattolicesimo contemporáneo.
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