II. Principios doctrinales
Una visión global del hombre
7. El problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o psicológico, demográfico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna. Y puesto que, en el tentativo de justificar los
métodos artificiales del control de los nacimientos, muchos han apelado a las exigencias del amor conyugal y de una "paternidad responsable", conviene precisar bien el verdadero concepto de estas dos grandes realidades de la vida matrimonial, remitiéndonos sobre todo a cuanto ha
declarado, a este respecto, en forma altamente autorizada, el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et Spes.
El amor conyugal
8. La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan cuando éste es considerado en su fuente suprema, Dios, que es Amor (6), "el Padre de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra" (7).
El matrimonio no es, por tanto, efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de
ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas.
En los bautizados el matrimonio reviste, además, la dignidad de signo sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo y de la Iglesia.
Sus características
9. Bajo esta luz aparecen claramente las notas y las exigencias características del amor conyugal, siendo de suma importancia tener una idea exacta de ellas.
Es, ante todo, un amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo. No es por tanto una simple efusión del instinto y del sentimiento sino que es también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y los
dolores de la vida cotidiana, de forma que los esposos se conviertan en un solo corazón y en una sola alma y juntos alcancen su perfección humana.
Es un amor total, esto es, una forma singular de amistad personal, con la cual los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas. Quien ama de verdad a su propio consorte, no lo ama sólo por lo que de él recibe sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí.
Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día en que asumen libremente y con plena conciencia el empeño del vínculo matrimonial. Fidelidad que a veces puede resultar difícil pero que siempre es posible, noble y meritoria; nadie puede negarlo.
El ejemplo de numerosos esposos a través de los siglos demuestra que la fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera.
Es, por fin, un amor fecundo, que no se agota en la comunión entre los esposos sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas. "El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios
padres" (8).
La paternidad responsable
10. Por ello el amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de "paternidad responsable" sobre la que hoy tanto se insiste con razón y que hay que comprender exactamente. Hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí.
En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana (9).
En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad.
En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido.
La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores.
En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada
por la Iglesia (10).
Respetar la naturaleza y la finalidad del acto matrimonial
11. Estos actos, con los cuales los esposos se unen en casta intimidad, y a través de los cuales se transmite la vida humana, son, como ha recordado el Concilio, "honestos y dignos" (11), y no cesan de ser legítimos si, por causas independientes de la voluntad de los cónyuges, se prevén
infecundos, porque continúan ordenados a expresar y consolidar su unión.
De
hecho, como
atestigua la experiencia, no se sigue una nueva vida de cada uno de los actos
conyugales. Dios
ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí
mismos distancian
los nacimientos. La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres observen
las normas de la ley
natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto
matrimonial (quilibet
matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida (12).
Inseparables los dos aspectos: unión y procreación
12. Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador.
Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su
ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental.
Fidelidad al plan de Dios
13. Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos. Así, quien reflexiona rectamente deberá también reconocer que un acto de amor recíproco, que prejuzgue la
disponibilidad a transmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes, ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y con la voluntad del Autor de la vida. Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es
contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las
fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador.
Inseparables los dos aspectos: unión y procreación
12. Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador.
Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su
ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental.
Fidelidad al plan de Dios
13. Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos. Así, quien reflexiona rectamente deberá también reconocer que un acto de amor recíproco, que prejuzgue la
disponibilidad a transmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes, ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y con la voluntad del Autor de la vida. Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es
contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las
fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador.
En efecto, al igual que el hombre no tiene un dominio ilimitado sobre su cuerpo en general, del mismo modo tampoco lo tiene, con más razón, sobre las facultades generadoras en cuanto tales, en virtud de su ordenación intrínseca a originar la vida, de la que Dios es principio. "La vida
humana es sagrada —recordaba Juan XXIII—; desde su comienzo, compromete directamente la acción creadora de Dios" (13).
Vías ilícitas para la regulación de los nacimientos
14. En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas
(14).
Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer (15); queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer
imposible la procreación (16).
Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de
evitar un mal mayor o de promover un bien más grande (17), no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (18), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social.
Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda.
Licitud de los medios terapéuticos
15. La Iglesia, en cambio, no retiene de ningún modo ilícito el uso de los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido (19).
Licitud del recurso a los periodos infecundos
16. A estas enseñanzas de la Iglesia sobre la moral conyugal se objeta hoy, como observábamos antes (n. 3), que es prerrogativa de la inteligencia humana dominar las energías de la naturaleza irracional y orientarlas hacia un fin en conformidad con el bien del hombre. Algunos se preguntan: actualmente, ¿no es quizás racional recurrir en muchas circunstancias al control artificial de los nacimientos, si con ello se obtienen la armonía y la tranquilidad de la familia y mejores condiciones para la educación de los hijos ya nacidos? A esta pregunta hay que responder con claridad: la Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios.
Por consiguiente, si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar (20).
La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los periodos infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de medios directamente contrarios a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias. En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de
evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del matrimonio en los periodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los periodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto.
Graves consecuencias de los métodos de regulación artificial de la natalidad
17. Los hombres rectos podrán convencerse todavía de la consistencia de la doctrina de la Iglesia en este campo si reflexionan sobre las consecuencias de los métodos de la regulación artificial de la natalidad. Consideren, antes que nada, el camino fácil y amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. No se necesita mucha experiencia para conocer la debilidad humana y para comprender que los hombres,
especialmente los jóvenes, tan vulnerables en este punto tienen necesidad de aliento para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para burlar su observancia.
Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoistico y no como a compañera, respetada y amada.
Reflexiónese también sobre el arma peligrosa que de este modo se llegaría a poner en las manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales. ¿Quién podría reprochar a un gobierno el aplicar a la solución de los problemas de la colectividad lo que hubiera sido reconocido lícito a los cónyuges para la solución de un problema familiar? ¿Quién impediría a los gobernantes favorecer y hasta imponer a sus pueblos, si lo consideraran necesario, el método anticonceptivo que ellos juzgaren más eficaz? En tal modo los hombres, queriendo evitar las dificultades individuales, familiares o sociales que se encuentran en el cumplimiento de la ley divina, llegarían a dejar a merced de la intervención de las autoridades públicas el sector más personal y más reservado de la intimidad conyugal.
Por tanto, sino se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de engendrar la vida, se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones; límites que a ningún hombre, privado o revestido de autoridad, es lícito quebrantar. Y tales límites no pueden ser determinados sino por el respeto debido a la integridad del organismo humano y de sus funciones, según los principios antes recordados y según la recta inteligencia del "principio de totalidad" ilustrado por nuestro
predecesor Pío XII (21).
La Iglesia, garantía de los auténticos valores humanos
18. Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos: son demasiadas las voces —ampliadas por los modernos medios de propaganda— que están en contraste con la Iglesia. A decir verdad, ésta no se maravilla de ser, a semejanza de su divino
Fundador, "signo de contradicción" (22), pero no deja por esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral, natural y evangélica. La Iglesia no ha sido la autora de éstas, ni puede por tanto ser su árbitro, sino solamente su depositaria e intérprete, sin poder jamás declarar lícito lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del hombre.
Al defender la moral conyugal en su integridad, la Iglesia sabe que contribuye a la instauración de una civilización verdaderamente humana; ella compromete al hombre a no abdicar la propia responsabilidad para someterse a los medios técnicos; defiende con esto mismo la dignidad de
los cónyuges. Fiel a las enseñanzas y al ejemplo del Salvador, ella se demuestra amiga sincera y desinteresada de los hombres a quienes quiere ayudar, ya desde su camino terreno, "a participar como hijos a la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres" (23).
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