139. Dijimos que el
Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza
continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos
recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le
habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será
para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo
que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El
espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en
sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así
también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que
actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del
pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por
tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para
saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo.
Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así
también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en
clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a
escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza,
impulso.
140. Este ámbito
materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo
debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la
calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría
de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está
presente este espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los
aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los
hijos.
141. Uno se admira de
los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su
misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de
tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el
pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque
a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús
predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le
atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has
revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en
dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del
Señor a su gente.
Reflexión
5 abrilEl Papa Francisco nos recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo. Y como buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar. La prédica cristiana, por tanto, explica el Santo Padre, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna». Esta lengua nos transmite ánimo, fuerza, impulso.
Este diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está presente este espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda.
Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo, afirma Francisco, que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: Jesús predica con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.
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