142. Un diálogo es mucho
más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por
el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las
palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que
mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o
adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen
esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener
un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y la
predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la
verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades
abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las
imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La
memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las
maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del
amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don
antes que exigencia.
143. El desafío de una
prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores
sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre
iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay
entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la
hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y
los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza
entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la
homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él.
El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios.
Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los
sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su
conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los
dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido
de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y
a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de corazón
implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de la
Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la
Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad
cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos
hace anhelar, como hijos pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el
del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo
se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del
que predica el Evangelio.
Reflexión
21 abril
Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, señala el Papa Francisco, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasi sacramental. En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios.
Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, señala el Papa Francisco, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasi sacramental. En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios.
El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal.
Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.
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