145. La preparación de
la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo
prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho
cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía. Son
indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente
sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este
precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible
debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a
pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y
comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras
tareas también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la
predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica
ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias
capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se
prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha
recibido.
146. El primer paso,
después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto
bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a
tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la
verdad».[113]
Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre nos trasciende,
que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los
heraldos, los servidores».[114]
Esa actitud de humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa
deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla.
Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda
ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de
lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena
atención. No vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere
obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la
predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a
las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha
querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo
que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo
escucha» (1 S 3,9).
147. Ante todo conviene
estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las palabras que
leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es
tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil
años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos
parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no
significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor
sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario:
prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la
estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan
los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles
de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal,
el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este
esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su
discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán
de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor en primer
lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino
también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito
para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito
para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para
enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas
opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea
misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para
entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es necesario
ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la
Iglesia. Éste es un principio importante de la interpretación bíblica, que
tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia
entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de
la voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se evitan
interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas de las
mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y
específico del texto que corresponde predicar. Uno de los defectos de una
predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del texto que se ha
proclamado.
Reflexión
22 abril
La preparación de la predicación, de la homilía, es una tarea muy
importante dice el Papa Francisco, que conviene dedicarle un tiempo prolongado
de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Algunos párrocos suelen
plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar;
sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un
tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse
menos tiempo a otras tareas también importantes. Un predicador que no se
prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha
recibido. El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, indica Francisco, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores». Por eso pide el Papa estudio y sumo cuidado. Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación. Uno no obtiene resultados rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor.
Ante todo conviene, advierte el Santo Padre, estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las palabras que leemos: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y el dinamismo de un texto, etc. Pero lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas. El mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
Uno de los defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.
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