149. El predicador «debe
ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios:
no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también
necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para
que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro
de sí una mentalidad nueva».[115]
Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la
homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que
predicamos. No es bueno olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad
del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra».[116]
Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a
Dios, que examina nuestros corazones» (1 Ts 2,4). Si está vivo
este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar,
ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la
abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del
domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero
resonaron así en el corazón del Pastor.
150. Jesús se irritaba
frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban
la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas
y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas
ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No
os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un
juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a
dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De
esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda
que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado».[117]
Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la
predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a
los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una espada,
«penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y
escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb
4,12). Esto tiene un valor pastoral. También en esta época la gente
prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los
evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan
familiarmente como si lo estuvieran viendo».[118]
151. No se nos pide que
seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el
deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos.
Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de
que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra.
Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente
y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se
detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su
propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un
tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un
estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su
pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá entregar a
Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te
lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y
creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su
mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su
razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la
Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada
evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las
palabras que por sí solo no podría hallar».[119]
Reflexión
El Papa Francisco explica que el predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella engendre dentro de sí una mentalidad nueva».
Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios. Si está vivo este deseo, la Palabra se transmitirá al Pueblo fiel de Dios. Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella. Quien quiera predicar, dice el Papa, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. Dejarse penetrar como una espada, y escrutar los sentimientos y pensamientos del propio corazón». Esto tiene un valor pastoral, señala el Pontífice. También en esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo».
No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser.
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