El acompañamiento personal de los
procesos de crecimiento
169. En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez
obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma
de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar,
conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este mundo
los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la
fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia
tendrá que iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y laicos– en este
«arte del acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las
sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que
darle a nuestro caminar el ritmo sanador de projimidad, con una mirada
respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente
a madurar en la vida cristiana.
170. Aunque suene obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar más y más
a Dios, en quien podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen
libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan
existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre.
Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que giran siempre en torno
a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente
si se convirtiera en una suerte de terapia que fomente este encierro de las
personas en su inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el
Padre.
171. Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su
experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia,
la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para
cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan
disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es
más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del
corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero
encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra
oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a
partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos
de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias
de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que
Dios ha sembrado en la propia vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe
aquello que enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y
la caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas
inclinaciones contrarias» que persisten.[133]
Es decir, la organicidad de las virtudes se da siempre y necesariamente «in
habitu», aunque los condicionamientos puedan dificultar las operaciones
de esos hábitos virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las
personas, paso a paso, a la plena asimilación del misterio».[134]
Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que las personas sean capaces
de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con
una inmensa paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el
mensajero de Dios».
16 de mayo
(RV).- (audio) “El arte del acompañamiento en los procesos de crecimiento”. En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia -dice el Papa Francisco-, necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte del acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de projimidad, (es decir, pensando en el prójimo) con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
Algunos se creen libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en una suerte de terapia que fomente este encierro de las personas en su inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
(RV).- (audio) “El arte del acompañamiento en los procesos de crecimiento”. En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia -dice el Papa Francisco-, necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte del acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de projimidad, (es decir, pensando en el prójimo) con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
Algunos se creen libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en una suerte de terapia que fomente este encierro de las personas en su inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
Más que nunca –advierte el Papa- necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír.
Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe aquello que enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no ejercitar bien las virtudes. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso a paso, a la plena asimilación del misterio». Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que las personas sean capaces de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios».
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