137. Cabe recordar ahora
que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto
de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de
catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son
proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las
exigencias de la alianza».[112]
Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto
eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del
diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es
un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que
predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y
ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue
sofocado o no pudo dar fruto.
138. La homilía no puede
ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos
mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un
género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una
celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar
parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener
el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más
importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado,
afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus
partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la
liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como
mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo
contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al
predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida.
Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de
manera que el Señor brille más que el ministro.
Reflexión
31 de marzo
Hablando de la predicación, el Papa Francisco recuerda que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza». Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida.
Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
Hablando de la predicación, el Papa Francisco recuerda que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza». Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida.
Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
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