En silencio y en el mundo
Antonella Lumini, esta frágil mujer de ojos grandes y luminosos, definida “ermitaña urbana”, ha acudido a recibirme, con amable solicitud, al andén de la estación de Florencia. El diálogo ha sido inmediatamente fácil e intenso: Antonella mira con interés y amor a los demás, hace que se sientan sinceramente acogidos y deseosos de confiarle muchas cosas personales, deseosos de apoyar sobre sus hombros algo del peso del sufrimiento que cada uno de nosotros lleva en su camino diario.
Pero venzo la tentación que, sin embargo, ya me dice mucho sobre ella, para comenzar lo que, más que una entrevista verdadera, será un diálogo. Somos casi coetáneas, por tanto, repasamos juntas la historia de nuestra generación, que ha atravesado la generación del 68. Hemos recibido enseñanzas negativas, pero también hemos comenzado una búsqueda de autenticidad que luego ha marcado nuestras vidas y, sobre todo, nuestro regreso a la fe.
¿Cuáles fueron los acontecimientos más significativos de aquellos años?
Un sentido profundo de infelicidad y de dolor, que desembocó, a mis 24 años, en una grave enfermedad, de la que me curé con la macrobiótica y el recurso a las técnicas orientales de espiritualidad. Poco después, una fuerte llamada al silencio me impulsó a lugares solitarios, inmersos en la naturaleza. Todo me parecía un milagro. El contacto con el alma abre a la admiración, a la alegría. Fue esencial mi encuentro con el padre Vannucci, a quien conocí poco antes de su muerte. El eremitorio de San Pietro alle Stinche, fundado por él, así como sus libros, tuvieron una gran importancia en mi itinerario.
¿Jamás ha pensado en entrar en un monasterio?
He frecuentado algunos monasterios, pero siempre he sentido que no eran mi camino. Ha tenido particular importancia para mí el eremitorio de Cerbaiolo, durante más de treinta años refugio de mi alma. Era un antiguo monasterio benedictino situado en la cumbre de un monte, justamente frente a la Verna, que después fue donado a los franciscanos. Destruido durante la segunda guerra mundial, lo hizo reconstruir Chiara, la ermitaña con la que viví desde la década del sesenta. Estas estancias –y la cercanía de la figura de Chiara, a quien considero mi maestra espiritual– han sido fundamentales para mi crecimiento.
¿Cuándo ha comprendido su vocación?
Ha sido un camino largo y difícil, porque no vislumbraba una salida, ni encontraba respuestas adecuadas a esa llamada que oía con mucha fuerza. Me atraía el silencio y he buscado de todos los modos posibles de custodiarlo en mi casa, en el centro de Florencia. Me ha ayudado monseñor Gino Bonanni, párroco de Badia Fiorentina, iglesia muy querida para La Pira, que me regaló un libro decisivo: Pustinia: le comunità del deserto oggi, de Catherine de Hueck Doherty (Jaca Book, 1981). Pustinia –término de la tradición ortodoxa– significa lugar donde poder aislarse y recogerse en silencio. También puede ser un rincón de la casa, por lo cual comencé a percibir mi casa como una pustinia. He organizado un pequeño cuarto para la meditación y la escucha. Leo un pasaje de las Escrituras, invoco al Espíritu Santo (en hebreo, ruah), y luego me sumerjo en el silencio. Llevo todo allí.
Pero usted no es una ermitaña fija. Me parece que se mueve mucho…
Durante años he realizado peregrinaciones solitarias: a Egipto, Jerusalén, Grecia. Fui a Patmos para meditar sobre el Apocalipsis. He escrito en algunos cuadernos lo que recibía en la meditación: cosas más grandes que yo. Simplemente me pongo a la escucha, acojo y escribo. Hoy se ha terminado el tiempo de la meditación, debemos escuchar directamente la voz del Espíritu. Y creo que ahora son las mujeres quienes deben hablar, porque las mujeres son más receptivas, saben reconocer la ternura de Dios, transmitirla y contarla. Si la Iglesia es esposa de Cristo, madre, ¿no es un verdadero contrasentido que las mujeres hayan tenido raramente la posibilidad de expresarse? Es necesario que la potencialidad femenina, materna, aflore precisamente en la Iglesia. La humanidad lo necesita.
Usted escribió en su último libro, Dios es madre. Pero decía que siempre había escrito el fruto de sus meditaciones durante estos años.
Sí, durante más de veinte años he escrito sin saber qué debía hacer con todos esos cuadernos. Desde hace algunos años, he comenzado a publicar algo. Para mí, se ha abierto una nueva etapa, la del testimonio, que alterno con el silencio. Me invitan a hablar, a realizar encuentros de meditación. A menudo me llaman grupos de laicos de diferentes lugares de Italia. Sin duda alguna, me atraen los alejados, sé qué quiere decir estar alejado. Trato de encontrar un lenguaje que llegue a todos, apto para las diversas circunstancias: no puedo hablar en una parroquia del mismo modo que hablo a un grupo de feministas. Algunas veces estos encuentros los organiza la Iglesia local; otras, grupos que solo piden un acercamiento a la espiritualidad. Hay personas que piden ser escuchadas, que piden coloquios individuales. Algunas solo lo hacen para depositar el peso de su dolor; otras, porque buscan una solución intermedia para sus dificultades y desórdenes. Se presentan y permanecen mucho o poco tiempo, y después de períodos de alejamiento, a lo mejor vuelven. Es una especie de maternidad espiritual. Mi puerta está abierta, pero de todos modos debo defender mis espacios de silencio, que me alimentan espiritualmente.
Su libro “Dios es madre” está organizado según las reglas de las representaciones sagradas de la tradición medieval: el itinerario interior se desarrolla a través de diálogos con santa María Magdalena y el apóstol Juan, que revela cómo su evangelio fue inspirado por María. Es un libro de meditaciones centrado en un mensaje, una voz que usted ha oído: “Soy el Espíritu Santo, soy la madre que está en Dios”.
Ciertamente, la identificación del Espíritu con el componente materno de Dios tiene antecedentes en los Padres orientales, que lo asociaban a la sophia, la Sabiduría divina, y, además, en hebreo ruah es femenino. Ha llegado la hora de que la humanidad perciba a Dios como una presencia amorosa, ya no juzgadora. La condena nos la damos nosotros mismos, no Dios. Y exactamente esto es lo que dice el Papa Francisco, que apunta a despertar los corazones, las conciencias, para que se abran más al amor. El momento que vivimos nos parece tenebroso, pero hay en acto una gran expansión espiritual que puede reconciliar a la humanidad consigo misma. Si nos abrimos al amor, nos convertiremos en instrumentos de la obra del Espíritu Santo, crecerá la comunión entre Dios y la humanidad, entre todos los seres vivos. La relación de amor acoge, sostiene.
Usted practica una maternidad espiritual, la misma que ha visto como característica del Espíritu Santo. En su libro habla de un nuevo tiempo que se está abriendo para la humanidad, una era de la madre.
Hoy estamos en un momento de gran prueba. Todas las resistencias que obstaculizan la obra del Espíritu Santo son como salidas desprotegidas. Satanás, en hebreo “adversario”, está recurriendo a todas sus fuerzas. Lo vemos en la crisis de la maternidad. Las mujeres, que son el corazón del amor, están perdiendo el sentido materno, la capacidad de acoger y amar. Pero hoy asistimos al redescubrimiento de María por parte de muchas mujeres que se habían alejado. Así, se reconoce un nuevo modelo femenino que pide ser encarnado cada vez más universalmente. Hay un aspecto en la maternidad divina que me conmueve profundamente: los hijos, abriéndose al amor materno, descubren que la madre llevaba en su corazón las penas que ellos no querían sentir: “Soy la madre de una humanidad herida, que sangra porque se ha alejado de mí”, dice el Espíritu Santo. Pero la nueva era, la del amor materno, se está acercando: la humanidad comprenderá, ya no podrá creer que se basta a sí misma.
¿Cuáles son sus proyectos para el futuro?
Siento que ha llegado la hora de abrir una pustinia, un lugar donde alojar a las personas que tienen necesidad de silencio y de escucha. Confío esta intuición al Espíritu Santo. Otra iniciativa significativa es el Templo para la paz, que frecuento desde hace mucho tiempo. Se trata de una asociación laica que surgió en Florencia y acoge a personas de diferentes religiones y a no creyentes. La idea es obtener del ayuntamiento de Florencia un espacio permanente dedicado al silencio, como se hizo en Berlín.
Se siente pena al tener que despedirse de esta frágil figura femenina que sabe irradiar tanto amor, que sabe vivir en cada momento su maternidad espiritual. Pero saber que Antonella Lumini vive en medio de una ciudad, afrontando la vida fatigosa y tensa de cada día, llena de esperanza.
Hace más de treinta años una fuerte llamada al silencio y a la soledad impulsó a Antonella Lumini (Florencia, 1952) a llevar una vida retirada del mundo. Su única regla consiste en la busca de un equilibrio entre el interior y el exterior, entre la escucha de Dios y la escucha de las personas, entre la búsqueda interior y la inmersión en la realidad. Después de sus estudios filosóficos, se dedicó al estudio de la Escritura y de textos espirituales, frecuentando cursos de filología bíblica. Trabaja a tiempo parcial en la Biblioteca nacional central de Florencia, en la que es responsable de la sección de libros antiguos. Realiza encuentros de espiritualidad y meditación. Entre sus libros más recientes figuran Memoria profonda e risveglio (2008) y Dio è madre (2013).
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