57. Dos maneras de hacer las cosas
Ana María tiene una amiga enferma que vive en la otra punta de su ciudad. Y todas las tardes, cuando ha concluido las clases en su colegio y las faenas en su casa, toma el Metro -hora y cuarto de ¡da; hora y cuarto de vuelta- y se va a ver y a curar a su amiga. Y es inútil insistir en que no es necesario que se tome tanto trabajo; en que ya hay otras vecinas que pueden ayudarla en su cura; en que el teléfono se inventó para algo, y basta, realmente, con una visita los fines de semana. Es inútil, Ana María se empeña en ir todos los días. Y hasta lo explica sonriendo: «No creas -dice , estos dos meses han sido muy útiles para mí: me han descubierto que cuando las cosas se hacen con amor no cuesta nada. Y además fecundan. Mira, yo salgo todas las noches más contenta de casa de mi amiga. Cansada, claro, pero, no sé por qué, mucho más alegre.»
La verdad es que Ana María tiene toda la razón del mundo. Porque existen dos maneras de hacer las cosas: por obligación, y entonces son cansadas, aburridas y latosas. Y por amor, y entonces son ligeras, gozosas y fecundantes. Fijaos bien que no digo que el amor las haga soportables. Lo que digo es que con amor todo se vuelve hasta gozoso.
Siempre he pensado que la mayor de todas las fortunas humanas es poder hacer aquello que se ama 0, como mal menor, lograr amar aquello que se hace. Un estudiante que trabaja sobre aquello para lo que tiene vocación se vuelve creativo y ardiente. Y un profesional que tiene como tarea lo que le sale de las venas del alma casi debería pagar, más que cobrar, por estar haciendo algo que ilumina su vida. Y el mundo marchará realmente bien el día que todos los humanos puedan asegurar que su trabajo es a la vez su ocio, su pasión, su vida.
Hacer, en cambio, las cosas por pura obligación, por mucho que uno se esfuerce, será siempre llevar a rastras una cadena. Y por eso la lucha de todo hombre debería ser intentar al menos amar lo que se hace cuando no se pueda hacer lo que se ama.
Y lo mismo ocurre con las relaciones humanas. Preguntadle a un enamorado cuánto le cuesta andar tanta distancia para ver a la persona de la que está enamorado, y os dirá que ni se entera del esfuerzo que hace. Porque un kilómetro con amor son cien metros, y cien metros son un kilómetro sin amor.
Lo difícil es sentir amor hacia todos, como a Ana María le ocurre. Entonces no sólo desaparece el esfuerzo como tal esfuerzo, sino que se convierte en alegría. Por el contrario, cuando algo nos cuesta demasiado no es que ese algo se sitúe cuesta arriba, es que nos falta esa gasolina interior que es el amor. Trabajo que no redunda en gozo es que lo hacemos por obligación. Y uno desconfía bastante de quienes te dicen que --salvo en rachas especiales, que pueden darse sin faltas de amor- les cuesta amar a su esposa o a sus hijos. Algo se ha muerto dentro. Por eso, si tu vida te parece demasiado dura, procura no enfadarte con la vida. Mira más bien qué abandonado tienes tu jardín interior.
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