58. Vivir sin riesgos
Decía Gabriel Marcel que en nuestro tiempo «el deseo primordial de millones de hombres no es ya la dicha, sino la seguridad». Y es cierto: bastaría acercarse a la Humanidad de hoy para comprobar que si los hombres tuvieran que elegir entre una vida feliz, pero peligrosa, arriesgada, difícil, y otra vida más chata, más vulgar, pero segura y sin miedo a posibles crisis o altibajos, la mayoría, sin vacilaciones, elegiría esta segunda.
En cierto modo esto se entiende. El hombre contemporáneo ha sido tantas veces engañado, es tal la inseguridad en que vivimos, que la gente ha elevado esa seguridad al primer nivel de todas sus aspiraciones. Lo que debía ser algo conveniente, pero, en definitiva, secundario, se ha convertido en el summum de los deseos. Y, en cambio, se mira con sospecha toda vida entendida como entrega, como riesgo, como aventura. Los hombres no quieren tener el alma llena de proyectos o esperanzas. Prefieren un rinconcito abrigado y sin riesgos, en el que no encontrarán grandes flusiones, pero tampoco grandes peligros de perder ese poco que tienen.
Lógicamente no seré yo quien discuta la necesidad que todo hombre tiene de seguridad en la vida. Lo que sí voy a discutir es esa obsesión con la que la seguridad es perseguida, esa postura de¡ hombre actual, que preferiría vivir a medias antes que buscarlo todo con riesgo de tener un fracaso. Y es que el hombre que pone en el primer término de sus aspiraciones la seguridad ha apostado ya por la mediocridad, ha dejado que en el tejido de su alma se enquiste esa angustia que ya envenenará toda su existencia.
No hay nada más autodestructivo que el miedo. José María Cabodevilla (en su precioso libro El juego de la oca) ha ironizado sobre todos esos hombres que empezaron atrancando todas sus puertas para librarse de los ladrones; que después pusieron telas metálicas en todas las ventanas para huir de los insectos; tuvieron después pánico de los microbios, capaces de atravesar la retícula más tupida, pero nunca pudieron librarse de una especie animal mucho más dañina: los monstruos que dentro de su cabeza crea el propio miedo.
Contra el miedo, contra la obsesión por la seguridad, no hay otro camino que el amor a la vida, que la aceptación de los riesgos que son inevitables en la aventura de vivir, que la certeza de preferir equivocarse de vez en cuando, de ser engañado alguna vez. Todo menos autodisecarse. Todo menos dejar de vivir por miedo a que vivir sea doloroso. Y estar seguro de que quien por un entusiasmo, por una pasión, perdiera su vida, perdería menos que quien hubiera perdido esa pasión, ese entusiasmo.
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