San Lesmes, abad
En la ciudad de Burgos, en Castilla la Vieja, san Lesmes, abad, que convirtió en monasterio la capilla de San Juan y el hospital de pobres contiguo.
El nombre latino del santo es Adelelmus, que se ha castellanizado y acortado en Lesmes. Aunque vivió parte de su vida en España y recibe su veneración principal en Burgos, de donde es patrono y tiene una iglesia dedicada a su nombre, su origen hay que buscarlo en Francia, en el pueblo de Loudun, en la región de Poitou. Su «Vita» nos llega escrita por un monje, Rodolfo, del monasterio de Chaise-Dieu, que pocas décadas después de la muerte del santo fue enviado por el abad a Burgos para recoger testimonios sobre su vida, ya que, como veremos, fue en sus inicios monje de ese cenobio. El testimonio es, entonces, de primera mano, tanto por el lugar como por el tiempo. Este escrito es la base de lo que sabemos sobre él.
Lesmes pertenecía a una familia noble, y fue educado desde pequeño en las letras. No obstante llegado a la juventud, correspondía que abrazara la carrera de las armas, y así comenzó su vida militar. Sin embargo, muertos sus padres, se sintió fuertemente conmocionado por la lectura de la Carta de Santiago (4,4): «Quien quisiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios», y así, haciendo caso literal al mandato evangélico de vender todo para seguir a Cristo, se apartó del mundo, para servir devotamente a los pobres, visitar a los enfermos, cuidar a los peregrinos. Sin embargo más tarde repartió todos sus bienes, y vestido con las ropas de uno de sus siervos, marchó como peregrino a Roma.
Hizo pausa en el camino al llegar al monasterio de Chaise-Dieu, donde era abad su fundador, san Roberto, deseó permanecer allí, pero había hecho voto de peregrinar a Roma, por lo que pactó con el abad realizar la peregrinación y tomar el hábito a su vuelta. Sin llevar absolutamente nada para el camino, ni dos túnicas, ni bolsa de dinero, según el mandato evangélico, siguió camino a Roma, donde permaneció como peregrino mendicante dos años, venerando las tumbas de los mártires y los lugares sagrados. Finalmente volvió a Chaise-Dieu, aunque tan demacrado y consumido por los ayunos y la penitencia, que ni siquiera fue reconocido por san Roberto.
Una vez bajo la guía del santo fundador, creció en perfección, de tal modo que fue elegido como maestro de novicios, pero además, el Cielo quiso manifestar su favor a los hombres a través de él, y fue dotado del carisma de realizar milagros y curaciones. Cierta joven -nos cuenta como ejemplo el biógrafo- aquejada de fiebres, con sólo recibir la bendición del santo monje, quedó curada; y así pueden multiplicarse los ejemplos. Tal fue la fama que le acarrearon los milagros que realizaba y la sabiduría que había cultivado, que la noticia trascendió los Pirineros y llegó a oídos de Constanza, reina consorte de Alfonso VI de Castilla, quien le pidió que fuese a España a reorganizar el culto en el rito romano, en vez del rito mozárabe, que era el habitual en aquel tiempo.
Para su venida, los reyes fundaron el monasterio de san Juan Evangelista, en Burgos, donde el santo fue primer abad. Allí se dedicó a la atención de los pobres y los peregrinos del Camino Iacobeo, y realizó también numerosos milagros, incluso alguno en favor del propio rey de Castilla, en su reconquista de la ciudad de Toledo. El santo continuó, en los años de su vida en España, cuidando enfermos, vistiendo y alimentando pobres, y todo aquello en cuyo empeño había dedicado la vida, hasta que en un acceso de fiebres, recibidos los ritos últimos y besada la cruz, encomendó su espíritu al Señor, y murió, en el año 1097, según se calcula en la actualidad. No se sabe su año de nacimiento, pero sabemos, gracias a la «Vita» de san Roberto, que conoció al fundador entre el 1049 y el 1057, por tanto, si era un joven que ya había hecho cierta carrera militar, suponiendo que tendría unos 25 años, podemos calcular que nació hacia el 1020, con mucho margen de error, naturalmente.
En su tumba se obraron numerosísimos milagros, y su fama de santidad no dejó de extenderse. Su cuerpo reposa en la actualidad en Burgos, en la iglesia a él dedicada.
Flórez, en España Sagrada (tomo 27, pp. 425-459) reproduce dos vidas. Esta misma edita Mabillon en el tomo VI (de donde la copia Flórez, según aclara), y la comentan y prologan (pero no la reproducen) Acta Sanctorum, enero II, pp 1056-1057. El Butler en inglés trae una breve biografía (tomo I, pág 205), pero, curiosamente, en la versión en español no se ha traducido. Circula por la red una biografía supuestamente tomada del Butler, pero que no es tal, aunque sus datos son sustancialmente correctos.
Beato Francisco Taylor
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Beato Francisco Taylor, mártir
En Dublín, en Irlanda, tránsito del beato Francisco Taylor, mártir, que, siendo padre de familia, pasó siete años en la cárcel a causa de su fe católica y, después de soportar tribulaciones en su ancianidad, terminó su martirio bajo el reinado de Jacobo I.
Francisco Taylor es uno de los muchos mártires que produjo la Iglesia de Irlanda. El cambio de monarca en 1603, cuando Isabel, que murió sin descendencia, fue sustituida por el primer Estuardo, no trajo mutación de la cuestión religiosa. Obispos, sacerdotes, religiosos y seglares irlandeses seguirían rubricando con su sangre su fidelidad a la Iglesia católica.
El 30 enero 1621 moría mártir en Dublín el seglar Francisco Taylor. Era un hombre casado y padre de familia, que además de educar cristianamente a sus seis hijos, había prestado notables servicios a la comunidad y a la Iglesia. No había tenido empacho en abrir su casa a los sacerdotes católicos aun sabiendo que con ello se exponía a la muerte si era descubierto. Lo fue en efecto y en 1615 fue encausado por este motivo y encerrado en la cárcel. Aquí pasó siete durísimos años, en los que maduró en la santidad por el ejercicio de la fe, la paciencia y todas las virtudes. Enfermo, veía venir la muerte como consecuencia de su prisión en tan malas condiciones pero la aceptaba por total adhesión a la voluntad de Dios y por perseverancia en la fe católica. Al tiempo de su muerte era ya un anciano. Lo beatificó el papa Juan Pablo II en 1992. Su esposa era nieta de la beata Margarita Ball, otra anciana mártir irlandesa, beatificada en el mismo grupo. Una estatua (ver foto) en la pro-catedral de Santa María, en Dublin, representa juntos a los dos beatos, Margarita y Francisco.
La edición castellana del Nuevo Martirologio Romano indica para este beato el 1584 como año de muerte; sin embargo, no sólo no es posible por el contexto histórico en que se produjo el martirio, sino que además el decreto de beatificación dice claramente «mortuus est die 30 mensis Ianuarii anno 1621» (AAS 84, pág 303), se trata, pues, solo de una más de las tantas erratas de la edición (N. de ETF).
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
Beato Ogasawara Gen`ya,
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Beatos Ogasawara Gen`ya, Miya Kagayama y trece compañeros, mártires
En Kamamoto, Japón, beatos Ogasawara Gen`ya, su esposa Miya Kagayama, sus nueve hijos y cuatro sirvientes, que después de sufrir destierro y persecución y de pasar cuarenta días en la cárcel, fueron decapitados en el patio del templo budista Zengo-In.
La familia Ogasawara Gen'ya (él con su esposa Miya, nueve hijos y cuatro sirvientes) fueron decapitados en Kumamoto, año 1636. Después del martirio de sus parientes —familia Kagayama— habían sufrido destierro y prisión, confesando su fe cristiana ante todo género de amenazas. Clandestinamente recibieron ayuda espiritual y sacramentos, especialmente por parte del futuro mártir japonés padre Julián Nakaura.
De los esposos Ogasawara y Miya Kagayama, y de algunos de sus hijos mártires, se conservan cartas, escritas desde la cárcel, que reflejan claramente sus actitudes martiriales y las de toda la familia. Después de pasar cuarenta días en la cárcel, el 30 de enero de 1636 los esposos con sus nueve hijos y cuatro sirvientes fueron todos decapitados en el patio del templo budista Zengo-In de Kumamoto. Posteriormente se ha descubierto la tumba de la familia Ogasawara, y se han hallado dieciséis cartas, a modo de testamento, escritas desde la cárcel, donde aflora la actitud martirial cristiana ante la incomprensión de sus parientes.
fuente: «L`Osservatore Romano»
Santa Jacinta Mariscotti
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Santa Jacinta Mariscotti, virgen
En Viterbo, en el Lacio, santa Jacinta Mariscotti, virgen de la Tercera Orden Regular de San Francisco, quien, después de perder quince años entregada a vanos placeres, abrazó con ardor la conversión y promovió confraternidades para la asistencia a los ancianos y para fomentar el culto a la Eucaristía.
La vida de santa Jacinta es, en cierto sentido, única en los anales de los santos. Casi todos ellos experimentaron, en un momento determinado, una especie de cambio que califican de "conversión". En algunos casos, como en el de san Agustín, la conversión consiste en la vuelta a Dios, después de una vida de pecado en el mundo. En otros casos, como el de santa Teresa, la vida anterior parece imperfecta por el contraste que ofrece con la vida posterior a la conversión. Pero es muy raro el caso de un santo que, tras de haber llevado una vida de escandalosa infidelidad a las reglas del convento, se convierta, vuelva atrás, y finalmente se entregue definitivamente, movido por una nueva gracia, hasta alcanzar las cumbres de la perfección.
Clara Mariscotti, que provenía de una noble familia de Vignarello, se educó en el convento de las franciscanas de Viterbo, donde una de sus hermanas era religiosa. Parece que en sus primeros años mostró poca inclinación a la piedad. Cuando sus padres casaron a su hermana más joven con el marqués Cassizucchi, Clara cayó en un estado de postración y mal humor, insoportables para su familia. En vista de ello, sus padres, siguiendo la odiosa costumbre de la época, decidieron forzarla a entrar en la vida religiosa. Clara ingresó al mismo convento de Viterbo donde había sido educada, que era una comunidad de la Tercera Orden Regular Franciscana. Aunque hizo la profesión, la joven declaró llanamente que el hecho de vestir el hábito religioso no le impediría exigir todas las exenciones a las que su rango y la riqueza de su familia le daban derecho. Durante diez años, fue el escándalo de la comunidad por su olímpico desprecio de las reglas, aunque guardaba todavía un mínimo de apariencias. En cierta ocasión, en que se hallaba ligeramente indispuesta, un santo sacerdote franciscano fue a confesarla en su celda y, al ver cuán confortable era ésta, reprendió severamente a Sor Jacinta (este era el nombre que había tomado al entrar al convento) por su tibieza y los graves peligros a que se exponía. La reprensión impresionó profundamente a la religiosa, quien temporalmente reformó su vida con un fervor casi exagerado. Pero esta súbita transformación no duró mucho; el fervor de Sor Jacinta empezaba ya a decaer, cuando Dios le envió una enfermedad mucho más seria que la anterior. Esta vez, la gracia fue plenamente eficaz y a partir de ese momento, la santa llevó una vida de crueles disciplinas, constantes ayunos y vigilias, y largas horas de oración.
Lo más extraordinario, tratándose de un temperamento como el de Jacinta, es que, siendo maestra de novicias, dio muestras de un gran sentido común en la dirección espiritual, ya que refrenaba las exageraciones de fervor y penitencia en sus novicias y escribía mesurados consejos a las numerosas personas que la consultaban por carta. Por ejemplo, a una persona que le preguntaba su opinión sobre una religiosa muy reputada por su unión con Dios y su don de lágrimas, Jacinta respondió: «Antes que nada, quisiera yo saber si esa religiosa está despegada de las creaturas, si es humilde, si ha renunciado a la voluntad propia, aun en las cosas buenas y santas; sólo así es posible determinar si los deleites de su devoción vienen realmente de Dios. Yo admiro sobre todo a los que son poco admirados, a los olvidados de sí mismos, aunque tengan pocas consolaciones sensibles. La verdadera señal del espíritu de Dios es la cruz, el sufrimiento, la perseverancia generosa, a pesar de la falta de consuelo, en la oración».
La caridad de Jacinta era notable, y no se limitaba a su comunidad. Con su ayuda se formaron en Viterbo dos cofradías encargadas de los enfermos, los ancianos, los nobles venidos a menos y los pobres. Pidiendo limosna de puerta en puerta, Jacinta reunía los fondos necesarios para el trabajo de las cofradías. La santa murió a los cincuenta y cinco años de edad, el 30 de enero de 1640, y fue canonizada en 1807. La bula de canonización afirma que «su mortificación era tan grande, que la conservación de su vida era un constante milagro» y que «con su apostólica caridad ganó a Dios más almas que muchos predicadores de su tiempo».
Flaminio de Latera, Vita della V. S. Giacinta Mariscotti (1805); Léon, L'Auréole séraphique, vol. I, pp. 117-126; Kirchenlexikon, vol. VI, pp. 514-516.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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