54 La verdadera grandeza
En estos meses de verano he tenido oportunidad de releer las obras de dos de los más grandes maestros de la historia filosófica contemporánea (Burckhardt y Huizinga) y me ha impresionado ver cómo los dos están obsesionados por dilucidar en qué consiste la verdadera grandeza, por descubrir quiénes son verdaderamente los «grandes» hombres, los que marcan con su huella el mundo en que vivieron. Burckhardt llega a conclusiones muy humildes y señala que «la auténtica grandeza es un misterio». Y sólo se atreve a decir que «grandeza es lo que nosotros no somos ni tenemos», lo que sentimos que algunos hombres tienen aunque no sepamos muy bien decir por qué.
La conclusión de Huizinga es más concreta, y bien vale la pena meditarla: «Si la grandeza es demasiado grande - escribe- y el heroísmo es demasiado teatral y el genio huele a cosa literaria y nada de esto es capaz de abarcar la plenitud del ser humano, lo único que queda es la santidad... Es el único adjetivo que se mantiene en pie cuando se trata de expresar la suprema realización de la capacidad humana. La grandeza es algo vago e inaccesible, el heroísmo y el genio encubren a menudo el delirio y la alusión; sólo la santidad irradia una luz sin mengua.»
Escribo estas palabras un poco tartamudeante, porque sé de sobra que eso de la santidad ahora no se lleva y que no es ésa la grandeza que precisamente busca la mayoría en nuestro tiempo. Incluso si esas palabras que transcribo no hubieran sido escritas por alguien tan poco clerical como Huizinga, no las habría recogido por miedo a que el lector pensara: «¿Qué va a decir este señor si, en definitiva, es un cura, y para él lo religioso es, a prior¡, la cima de lo grande?»
Las transcribo, sin embargo, porque me parecen exactísimas. Diga lo que diga el mundo, esté o no de moda la santidad, yo tengo que confesar que, como hombre, nunca encontré cimas más altas de humanidad que las de los santos, siempre, claro, que no se lean en esas hagiografías dulzarronas que santísimo daño les han hecho.
Pero voy a añadir en seguida una puntualización importante: cuando digo que los santos son los hombres más altos y humanos de este mundo (para mí, superiores a los héroes y a los genios), no aludo sólo a los santos canonizados, a los «santos grandes», por así decir, sino también a los pequeños santos que nunca serán reconocidos como tales; a los que yo llamo «las clases medias de la santidad».
De éstos está lleno el mundo. En este verano puedo confesar que lo mejor de mis vacaciones fue la amistad de¡ taxista que, cada dos días, me llevaba en su coche a la diálisis. Era simplemente un hombre bueno, pero cuánto iluminó mis horas. Sencillo, emotivo y cordial como buen gallego, me hizo descubrir lo que es un hombre abierto a los demás. En pocos días experimenté su cariño, su honradez sin tacha, su equilibrio interior. Todas las tardes, tras la diálisis, me esperaba con tanta emoción como lo hubiera hecho un hermano, preocupado por cómo saldría yo y respirando cuando me veía descender del hospital sonriendo. Me habló de sus hijos, de su familia con una ternura impagable. Me demostró lo que es un padre cuando me contaba cómo él y su mujer dejaron los buenos sueldos que ganaban en Alemania en el mismo momento que descubrieron que sus hijas, con la lejanía, empezaban a sentirse menos cerca de ellos. Me demostró con hechos lo poco importante que para él era el dinero y cómo se puede servir y ayudar a los demás sin alharacas.
Sí, pensé, estos hombres sostienen el mundo. Esa es la verdadera grandeza. No hace falta ser un genio ni un héroe para tener un alma con muchos kilómetros de anchura.
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