55. La verdad avinagrada
Cuando escucho a alguien que dice que él ha tenido tales o cuales problemas «por decir la verdad», siempre me quedo con ganas de preguntarle: «¿Por decir la verdad o por decirla avinagrada.
Y es que la mayoría de los que presumen de andar por el mundo con las verdades en la boca, lo que nunca te explican es que eso de herir a los demás con sus verdades les encanta.
Y que no dicen la verdad porque la amen, sino porque se aman a sí mismos o, para ser más exactos, porque les entusiasma aplastar a los demás debajo de sus verdades.
Y es que una verdad mal dicha es media verdad. Y una verdad avinagrada tiene altísimas probabilidades de ver cerradas las puertas de la comprensión de los oyentes, pero no por lo que tiene de verdad, sino por lo que lleva de vinagre.
José María García Escudero, en un precioso ensayo, nos ha contado los grandes esfuerzos que tuvo que hacer un Menéndez y Pelayo para descubrir esta realidad.
En sus obras juveniles escribió muchas cosas verdaderas, pero lo hizo, como él mismo confesaría, «con excesiva acrimonia e intemperancia de expresión».
Y fue esa acrimonia y ese radicalismo lo que creó al gran escritor una fama de intransigencia que realmente él iba a superar muy pronto, con los años.
Y en 1909 llegaba a esta conclusión:" Todo puede decirse con caridad y cortesía . La razón expuesta con malos modos no convence, sino que enfurece y encona. Nadie es infalible y, según nuestro dicho vulgar, todas las cosas las sabemos entre todos. Todos necesitamos de indulgencia, y el que no la otorga a los demás, difícilmente la encontrará para sí mismo"
Me gustaría que el lector leyera dos veces estas palabras, porque cada una vale su peso en oro.
Es cierto, por ejemplo, que «todo puede decirse». Y no lo es que haya verdades que mejor es callarse. Todo puede decirse... siempre que se sepa decir. Siempre que se ame lo suficiente a la verdad y a la persona a quien se la decimos que se embadurne de caridad y de cortesía.
Nunca se insistirá bastante en esto. Una de las ideas más claras del papa Juan XXIII - y la que está en el fondo de todo: el Concilio Vaticano II - es esa de que es tan importante el modo en que se dice la verdad como la verdad misma.
Y puede asegurarse que de cada diez veces que una verdad es rechazada, tal vez dos o tres lo sea porque quien la escucha no quiere recibirla, pero ocho al menos lo es porque quien la dice trata de imponerla por la fuerza o de manejarla sin el suficiente amor.
Una verdad tiene que encontrar el «momento» para ser dicha; el «tono» en que es servida; el «tiempo» necesario para dejarla que madure en el alma del oyente; la «sonrisa» que le sirva de introductora. Ha de conseguir, sobre todo, aquello que decía Bernanos - y que yo he citado ya varias veces en este cuadernillo -: «Hay que atreverse a decir la verdad entera, es decir, sin añadirle el placer de hacer daño.»
Porque si lo que queremos con nuestras razones es aplastar, imponer, demostrar qué listos somos, ¿qué esperanza tendremos de que alguien nos abra las puertas de su comprensión
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