37. Dos jóvenes furiosos
Me escribe una pareja de muchachos enfurecidos por los titulares que acaban de leer en un periódico. Un primer título que dice: «Los jóvenes de los 90 pasan de crisis.» Y un segundo que añade: «Locos por el dinero, no quieren sueños.» Y mis amigos sienten que esas manifestaciones les revuelven las tripas y el corazón porque, desde fuego, ellos no se sienten retratados por tal caricatura generalizadora. Tienen entendido -me dicen en una carta- «que ser joven es estar lleno de sueños, vivir a contracorrientes. Reconocen que ciertamente muchos compañeros suyos de promoción humana han sido tragados por «las estupideces de la sociedad, de esa misma sociedad que luego les condena si caen en la droga o se encastillan en el más absoluto pasotismo que ella les ha inculcados. Pero, sean los que sean, los así atrapados, siguen creyendo que no son pocos los decididos «a vivir a tope y ardiendo», porque están convencidos de que no es «más enriquecedor ser propietario de un coche que abrir un libro de Ray Bradbury o releer los versos-incendio de Pedro Salinas».
Y yo, que no soy ya joven (bueno, o que sí lo soy, caramba, porque me da la gana serio), estoy completamente convencido de que esta pareja tiene la razón y que, sean o no la mayoría, están en el único camino por el que vale la pena andar cuando se es joven.
Tal vez buena parte de la culpa sea de ciertas estadísticas o, lo que es peor, de ciertas encuestas manipuladas. Se sale a la calle, se aposta uno a la puerta de una discoteca y se pregunta a los que de ella salen cuáles son sus ideales, casi sin dejarles reflexionar y cuando las copas tomadas iluminan aún su cerebro. Y, naturalmente, se consigue el pseudo-retrato de la «nueva» juventud que se iba buscando. Es decir: se hace algo tan «científico» como si se elaborase una encuesta sobre el tabaquismo situándose en el interior de un estanco y preguntando sólo a los que van a comprar tabaco.
¿Quién pregunta, en cambio, a los «otros» jóvenes, a los que a esa misma hora están estudiando o trabajando, a los que no han ido a la discoteca porque ayudan en un club para minusválidos o a cuantos están haciendo un retiro en la escalada de una montaña?
Cuando, hace ahora un año, medio millón de muchachos se concentraron en torno al Papa en Santiago, muchos se maravillaban de estar topando con «otra juventud». No entendían que esa marca juvenil pasara por las calles compostelanas y las dejara limpias, sin abandonar detrás ese rastro de desperdicios que inunda, como un basurero, ciertos estadios en los que se reúnen para escuchar (?) un recital de rock.
Y es que en Santiago se había reunido una parte (sólo una parte) de esa otra juventud que nadie ve y de la que nadie habla.
Sería, ciertamente, tristísimo que fuera auténtico el diagnóstico de los titulares que tanto han enfurecido a mis amigos: salir de una crisis para entrar en la muerte no es precisamente un avance. Alejarse de la angustia e incluso de los estallidos revolucionarios para ingresar en el culto al dinero y en la falta de sueños es peor que un suicidio. ¡Benditas todas las rebeldías sí, por lo menos, mantienen el alma despierta!
Claro que hay también un camino que equidista entre la rebeldía superficial y el pasotismo adormecedor: el trabajo, la lucha diaria, el cultivo de ilusiones realizables, el amor al amor, la pasión por la belleza, la terca esperanza. Y todo esto, por fortuna, lo tienen o lo buscan no pocos jóvenes de hoy que quieren, y tienen derecho, a construir «su» mundo.
Cierto que eso nunca fue fácil, y más cierto que hoy es más difícil que nunca. Hay que confesar que para mantener levantada el alma cuando toda la realidad en torno te invita a ingresar en la estupidez, en la violencia, en la vida fácil, hay que tener muchos quilates de corazón. Pero no es imposible. Y, a fin de cuentas, el siglo ,ea se mantendrá en pie de dignidad gracias a esos pocos que siguen creyendo que leer o alimentar sus sueños es lo único que les va a salvar como humanos.
Yo brindo desde aquí por ellos. Para que no se cansen de vivir a contracorriente. Para que se atrevan a ser lo que son. Para que no desperdicien su tiempo ni su espíritu. Para que sean la «rara perta» que justifica a toda una generación.
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