sábado, 3 de enero de 2015

38. Me siento un marciano (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

38. Me siento un marciano
Recibo con bastante frecuencia cartas de personas que me cuentan que tienen la sensación de vivir en un mundo que ya no es el suyo, de ser como marcianos en un planeta distinto. Todo les resulta extraño: los modos de vivir, los modos de pensar, las formas de hablar, la misma tierra que pisan. Educados «en otro mundo», sienten como si no encajaran ahora en el que les toca vivir. Y tengo que empezar por confesarles con sinceridad que también yo a veces tengo una sensación parecida, la de pertenecer a un pasado, la de ser un diplodocus que ha sobrevivido fuera de su época.
Efectivamente, uno tiene la sensación de que en los últimos diez años, en nuestro país, ha pasado un siglo y ya no nos valen los módulos con que nos regíamos hace sólo un par de décadas.
Si nos acercamos al terreno moral, nos encontramos con que, en el pensamiento de la mayoría todo ha cambiado. Hemos entrado en una curva de permisivismo, y hoy se traga con normalidad todo lo que no hace mucho parecía detestable a los más. Ya nadie se escandaliza de nada, y conductas que se consideraban marginales o excepcionales -y que el resto repudiaba y condenaba- hoy son vistas por todo el mundo como algo lógico, no sólo como algo inevitable, sino casi hasta bueno.
Si entramos en el terreno familiar, el giro aún ha sido más copernicano: las relaciones padres-hijos nada tienen que ver con las que nosotros vivimos en nuestra adolescencia y juventud. Los niños de hoy poco o nada tienen que ver con los niños que fuimos. Y no digamos si nos acercamos a los adolescentes o los jóvenes. Cuando en el Metro veo sus pandillas, no salgo -tengo que confesarlo- de mi asombro. Sus modos de vestir y, sobre todo, su lenguaje, me dejan completamente fuera de juego. Desde sus disparates gramaticales hasta lo corto de su vocabulario, pasando por el hecho de que, de sus palabras, una de cada dos es un taco y una de cada cinco una semiblasfemia, todo ello me obliga a preguntarme qué hay dentro de sus cabezas y qué formación están recibiendo.
Y uno entiende como normal que el mundo cambie -hacia adelante o hacia atrás-, que evolucionen las costumbres y los lenguajes, pero lo verdaderamente asombroso es que esto haya ocurrido, entre nosotros, tan deprisa, en tan pocos años.
Es cierto que estos modos de pensar, vestir o vivir «funcionaban» ya hace años en el mundo y tal vez no habían penetrado en España porque fueron artificialmente contenidos. Por eso, al abrirse las compuertas con la mayor libertad de la democracia, se nos ha derrumbado repentinamente sobre nosotros todo eso que otros ya hacían y nos hemos puesto «al día» con una velocidad supersónica.
Pero lo que más sorprende es la reacción de la sociedad española ante este cambio: una gran parte se ha acomodado a él con toda normalidad; ha cambiado sus modos de pensar y de vivir, mostrando tal vez un poco de escándalo de palabra, pero sin la menor resistencia en el terreno de los hechos. La nueva moral resultaba evidentemente más cómoda y nadie quiere ser considerado un retrógrado.
Otros -minorías- han sufrido y están sufriendo mucho ante lo que sucede: son los padres que, casi de repente, ven cómo vuela toda la formación religiosa que dieron a sus hijos y cómo éstos, casi en -masa, abandonan la práctica religiosa y se permiten en lo moral actitudes que jamás hubieran sido aceptadas hace treinta años. O son los profesores de instituto que se encuentran unos alumnos que les parecen astronautas en buena parte de sus reacciones.
Y es la propia Iglesia --curas y obispos-, que se encuentra con que su mensaje, que siempre fue contracorriente, lo es ahora infinitamente más (si bien no pocos curas se han «amoldado» con una tan enorme rapidez y facilidad que tienen desconcertados a muchos miembros «mayores» de sus comunidades).
¿Y qué hacer frente a estos fenómenos? ¿Sentarnos a esperar a que pase el «desmadre», confiando en que, a la larga, se imponga una mayor sensatez? ¿Dedicarnos a llorar y encerrarnos en nuestro corazoncito, declarándonos seres marginales? ¿Despotricar contra «todo» el presente o usar más que nunca nuestra cabeza para distinguir en qué debemos adaptarnos y en qué es necesario resistir?
Esta última pregunta me parece a mí la clave de¡ problema, Es evidente que muchas cosas de nuestro pasado debían ser arrumbadas, simplemente porque estaban muertas. Pero también lo es que se nos han colado de rondón muchos cambios que son para peor y que una sociedad seria debe impedir. Ni todo el pasado es canonizable ni el presente es bueno por el hecho de ser moderno o estar de moda. Y aquí es donde hace falta la cabeza y la serenidad para separar el grano de la cizaña.
Hace muy pocos días un periodista me preguntaba por qué a mí, hace algunos años, me consideraban muy avanzado y me consideran ahora muy conservador. Le respondí que hay tiempos y cosas en las que hay que avanzar y tiempos y temas en los que uno tiene obligación de permanecer firme, sin ponerse colorado porque a uno le encasillen entre los conservadores. Creo que es malo generalizar y ver como malo todo lo que viene, pero me parece cobarde y grotesco no saber decir «no» cuando tu conciencia te dice que debes decirlo. ¿Que con ellos te sientes un marciano? ¿Que, en definitiva, tú no vas a poder detener las olas de la permisividad que, para muchos, es inevitable y cómoda? Pues haremos lo que podamos y tendremos, al menos, tranquila la conciencia. Todo antes que ser peleles o globos que se lleva el viento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario