Francisco de Asís, icono ecológico de una
relación fraternal con cada ser de la naturaleza
2020-09-12
La
Covid-19 nos remite a un problema ecológico: la respuesta de la Madre Tierra y
de la naturaleza que, como entes vivos, han reaccionado contra la agresión
sistemática que sufren desde hace siglos por parte del voraz proceso
productivista que no respeta los límites de sostenibilidad, y ha destruido los
hábitats de los virus. Éstos, buscan en otros animales, o en nosotros los
humanos, un nuevo hábitat, de cuyas células se alimentan. Es consecuencia del
tipo de civilización científico-técnica que creamos a partir del siglo XVII,
que trataba a la Tierra y a la naturaleza sin cuidado, y cuyo único valor era
estar a disposición del uso de los seres humanos, para que saquen de ella
ventajas de todo tipo, especialmente, económicas.
La
visión secular de la Tierra, como Magna Mater y Pachamama, fue
abandonada. Sólo modernamente, con la nueva cosmología y biología, se ha
recuperado la noción de la Tierra como un Super-Ente vivo, que se autoorganiza
sistémicamente para mantenerse vivo y producir siempre vida, denominado Gaia.
Hoy,
con la Covid-19, la concepción de la Tierra-Gaia y de la Pachamama de los
pueblos andinos, ha adquirido relevancia. Nos muestra la urgencia de rehacer el
contrato natural con ella, violado hace mucho, si queremos frenar su
contraataque contra la humanidad. Ella ha enviado ya una gama de virus, entre
ellos el actual coronavirus, que por primera vez está asolando a todo el planeta.
Tales virus, junto al calentamiento global y otros eventos extremos, son
señales enviadas por la Madre Tierra para que reflexionemos y cambiemos nuestra
forma da habitar en ella, y nuestro modo destructivo de producción.
La
lección que hay que sacar de estas señales es que debemos volver a sentirnos
parte de la naturaleza, y no sus dueños, y que nosotros los humanos somos la
porción inteligente de la Tierra, con la misión de cuidar de ella, como
condición de nuestra propia supervivencia.
Para
eso necesitamos figuras ejemplares que nos muestren que otra relación amigable
y no destructiva para con la Madre Tierra y para con la naturaleza es posible.
En verdad, es la única que se revela benéfica para ambas partes de este
contrato natural.
En
Occidente surgió un cristiano de excepcional calidad humana y religiosa que
vivió una profunda fraternidad universal con todos los seres de la naturaleza:
Francisco de Asís (1284-1226).
En
su encíclica de ecología integral, Laudato Si: sobre el cuidado de la Casa
Común, el Papa Francisco presenta a San Francisco «como el ejemplo por
excelencia del cuidado de lo que es frágil, vivido con alegría y autenticidad.
Es el patrono de todos los que estudian y trabajan en el campo de la ecología,
amado también por muchos que no son cristianos» (nº 10). Dice todavía más:
«Corazón universal, para él cualquier criatura era una hermana, unida a ella
por lazos de cariño; por eso se sentía llamado a cuidar de todo lo que existe…
hasta de las hierbas silvestres que debían tener su lugar en el huerto» de cada
convento de los frailes (nºs 11-12).
El
historiador Lynn White Jr., en 1967, en su divulgado artículo “Las raíces
históricas de nuestra crisis ecológica”, acusaba al judeocristianismo, por
causa de su visceral antropocentrismo, de ser el factor principal de la crisis
que en los días actuales se ha transformado en un clamor. Por otro lado,
reconocía que ese mismo cristianismo tenía un antídoto en la mística cósmica de
San Francisco de Asís. Para reforzar la idea sugería que fuese proclamado
“patrono de los ecologistas”, cosa que hizo el Papa Juan Pablo II el día 29 de
noviembre de 1979.
Efectivamente,
todos sus biógrafos, como Tomas de Celano, San Buenaventura, la Leyenda
Perusina y otras fuentes de la época, afirman «la amigable unión que Francisco
establecía con todas las criaturas; se llenaba de gozo inefable todas las veces
que miraba el sol, contemplaba la luna y dirigía su mirada a las estrellas y al
firmamento».
Daba
el dulce nombre de hermanos y hermanas a cada criatura, a las aves del cielo, a
las flores del campo y hasta al feroz lobo de Gubbio. Construía fraternidad con
los más discriminados, como los leprosos, y con todas las personas, como el
sultán Melek el Kamel de Egipto, con quien mantuvo largos diálogos, y mutuamente
se admiraban.
En
el hombre de Asís todo viene rodeado de cuidado, simpatía y ternura.
El
filósofo Max Scheler en su conocido estudio sobre “La esencia y las formas de
simpatía” (1926), le dedica brillantes y profundas páginas. Afirma que «nunca
en la historia de Occidente surgió una figura con tales fuerzas de simpatía y
de emoción universal como encontramos en San Francisco. Nunca más se pudo
conservar la unidad y la entereza de todos los elementos como en San Francisco,
en el ámbito de la religión, de la erótica, de la actuación social, del arte y
del conocimiento» (1926, p.110). Tal vez por esta razón Dante Alighieri lo
llamó el “sol de Asís” (Paraíso XI, 50).
Esta
experiencia cósmica adquirió una forma genial en su “Cántico al hermano Sol”.
Ahí encontramos una síntesis acabada entre la ecología interior con la ecología
exterior.
Como
mostró el filósofo y teólogo francés, el franciscano Éloi Leclerc (+1977),
superviviente de los campos de exterminio nazi, para él los elementos
exteriores como el sol, la tierra, el fuego, el agua, el viento y otros no eran
apenas realidades objetivas sino realidades simbólicas, emocionales, verdaderos
arquetipos que dinamizan la psique en el sentido de una síntesis entre el
exterior y el interior y una experiencia de unidad con el Todo.
Estos
sentimientos, nacidos de la razón sensible y de la inteligencia cordial, son
urgentes hoy, si queremos rehacer la alianza de sinergia y de benevolencia con
la Tierra y sus ecosistemas.
El
gran historiador inglés Arnold Toynbee reflexionó acertadamente: «Para mantener
la biosfera habitable durante otros dos mil años, nosotros y nuestros
descendientes tenemos que olvidarnos del ejemplo de Pedro Bernardone (padre de
San Francisco), gran empresario de tejidos del siglo XIII, y de su bienestar
material, y empezar a seguir el modelo de su hijo, Francisco, el más grande de
todos los hombres que hayan vivido en Occidente. El ejemplo que nos da San
Francisco es tal, que los occidentales debemos imitarlo con todo nuestro corazón,
porque es el único occidental que puede salvar la Tierra» (El País, 1972, p.
10-11).
Hoy
San Francisco se ha convertido en el hermano universal, más allá de las
confesiones y culturas. La humanidad puede enorgullecerse de haber tenido un
hijo con tanto amor, con tanta ternura y con tanto cuidado por todos los seres,
por pequeños que parecieran.
Es
una referencia espontánea de una actitud ecológica que confraterniza con todos
los seres, convive amorosamente con ellos, los protege contra las amenazas y los
cuida como hermanos y hermanas. Supo descubrir a Dios en las cosas. Acogió con
jovialidad las enfermedades y las contradicciones de la vida. Llegó a llamar
hermana a la propia muerte. Estableció una alianza con las raíces más profundas
de la Tierra y con gran humildad se unía a todos los seres para cantar loores
con ellos y no solo a través de ellos, como dice en su Cántico, a la belleza y
a la integridad de la creación.
Como
arquetipo, Francisco penetró en el inconsciente colectivo de la humanidad, en
Occidente y en Oriente y desde allí anima las energías bienhechoras que se
abren a la relación amorosa con todas las criaturas, como si estuviésemos aún
en el paraíso terrenal (cf. L. Boff, Francisco de Assis: saudade do paraíso,
Vozes 1986).
Él
nos muestra que no estamos condenados a ser los agresores pertinaces de la
naturaleza, sino su ángel bueno que protege, cuida y transforma la Tierra en
una Casa Común de todos, la comunidad humana y terrenal. Él suscita en nosotros
la saudade de una integración que perdimos por causa de la ruptura que
establecimos con la naturaleza. Con él nos convencemos de que, por todos los
lados, hay todavía señales del paraíso terrestre que nunca se perdió
totalmente.
El
espíritu de San Francisco, el hermano universal, podemos recrearlo dentro de
nuestro interior e irradiarlo hacia el exterior, como lección aprendida del
confinamiento social forzado.
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